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Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18
Capítulo 5Brillo enemigo. –¡Lárgate de mi casa!
Telma le tiró una piedra y Gilbride se protegió el rostro con las manos.
–¡Telma, no tienes derecho a seguir viviendo aquí!
–¡Quizás tengo más derecho que un desgraciado insensible! Deja de venir cada día a decirme lo mismo. ¡Me tienes harta!
Volvió a lanzarle otra piedra y le dio en plena sien. Gilb giró el
rostro por el golpe y apretó los dientes tan irritado que chilló.
–¡Dios, dame fuerzas para no matarla! –exclamó al cielo extendiendo los brazos y moviéndolos efusivamente.
Telma notó frío y distante a ese tonto de cabello trenzado. Había
aparecido por aquellos lares como si entre ellos no hubiese pasado nada y
eso la molestó muchísimo. Era una ingenua, había suspirado en anhelos
por volver a verle. Soñando día tras día poder escuchar los cascos de la
yegua trotar por el viejo puente de madera, verlo detenerse en el
establo con flores para ella y tras eso pedirle perdón por todo.
Esperaba un «lo siento» pero ese escocés no era capaz de decir nada
bonito.
–¡Vete!
–De eso nada monada.
–Gilb…
–No pienso….
–¡Vete!
MacBheann estaba indomable aquella mañana. En cuanto lo vio desmontar
de Ginebra, suspiró sonriente y corrió a recibirle, pero las bonitas
frases de la boca de él fueron que se marchase de allí al grito de ya,
que su tiempo se había agotado en aquel lugar. Parecía cansado de venir
día sí día también, para el mismo fin. Hundida por creer que era una
chica especial por esperarle, se sintió estúpida. No le importaba y los
besos y caricias de los días pasados, eran polvo esparcido sobre el
aire, que viajaba en la indiferencia cuando él la miraba.
Gilbride adelantó el paso, Telma estaba lista para arremeter de nuevo
contra él. Agarró otro guijarro, de los muchos que había tomado del
suelo y los lanzó paulatinamente. Gilb no daba abasto para cubrirse del
bombardeo y comenzó a correr en todas direcciones y finalmente hacía
ella. Telma dio tres pasos hacia atrás, hasta que se golpeó la espalda
contra la pared y le tiró otra piedra que rebotó ridículamente en el
pecho del highlander, cuando la agarró del brazo. Él refunfuñaba
hablando muy rápido en una lengua que no comprendió, quizás la estaba
insultando, así que por prevenir alzó el dedo corazón y lo mandó a
paseo.
–¡Ay! Deja de tirarme piedras.
La última que le arrojó le dio en el ojo. Ella soltó una risita y él suspiró como si con ello implorase un poco paciencia.
–Me has hecho mucho daño, MacBheann.
–¡Pero si eres tú la que me tira cosas!
–¿Eh? ¡No! No me refiero a eso, cabestro.
–¿Entonces cuál es el motivo?
Mira que era tonto. Estaba muy claro el motivo de su dolor y no era por
sus visitas. ¿Tenía que explicarle realmente paso por paso el motivo de
su enfado y decepción?
–M-mi dolor viene por aquel día que estuvimos, ya sabes, nos besamos y estuvimos a punto de hacerlo.
–Muchacha, el daño que te hice aquel día me lo hice también a mí mismo,
no te vayas a creer que soy un infame hombre. Jamás tuve que haber
pensado que eras otra mujer más.
–¿Soy otra mujer más? –no lo comprendía, pero se enfureció.
–No exactamente.
–Pero has dicho que…
–Lo pensé.
El silencio hizo mella en ellos. Gilb alzó un dedo acusador, pero en
vez de golpearla con el índice como esperaba que hiciese contra su
hombro, le dedicó una leve caricia en la mejilla que bajó hasta sus
labios y se detuvieron ahí. Luego cerró la mano formando un puño de
nudillos blancos y le dio la espalda.
–¿Explícame eso de que soy una más.
Lo tuvo que preguntar para salir de dudas, pero Gilbride siguió
caminando hasta el establo y sacó a su montura de un brillante negro
azabache, para montar y de nuevo marcharse sin dar explicaciones. Otra
vez la dejaba plantada.
La mañana pasó rápida y pronto llegó el
día siguiente. Eran las dos de la tarde cuando Telma salió de casa
rumbo el mercado de Inverness y allí llegó en un día lluvioso. Un día
que le pareció muy especial y tranquilo. Un día de esos en los que sabes
que estás en paz con la tierra y el cielo y que nadie puede molestarte.
Amenamente ni siquiera miras por donde pisas.
Inverness
relucía con colores cerúleos y cándidos, la gran fortaleza daba un aire
de fuerza y seducción que sus enemigos a lo largo de la historia no
habían podido mirar de otra manera, que con fascinación y temor. La boda
de la hija del Laird estaba a tres días de celebrarse, la prima de
Gilbride iba a contraer matrimonio con un hombre mucho más mayor que
ella, pero a nadie parecía importarle.
Los preparativos
estaban casi terminados, las invitaciones enviadas de punta a punta del
país. Telma de León estaba intrigada por saber cómo eran los sacramentos
en aquel lugar. Ser la mujer de un hombre. Formar una familia.
¿Gilbride sería perfecto para bailar en la fantasía de su sueño?
–Menudas tonterías pienso. Ese insensible no sería capaz de aparecer
por el altar el día de nuestra boda. –Cometió el error de no pensar lo
que había dicho en voz alta.
–Si no probamos no sabemos. –Susurró aquella voz potente y sensual tras ella.
Al voltearse se dio de bruces contra el brazo tatuado de Gilbride,
aunque se apartó rápida, él la agarró de la muñeca. ¿Acaso la seguía
allá donde iba?
–¿Quién tiene que asistir a tú boda, forastera? ¿Yo u otro?
El aire soplaba con fuerza y se apartó una guedeja del rostro para
poder encararle sin complicaciones. ¡Dios! Era tan fascinante detenerse a
mirarle, tan altivo, risueño, con esos labios apetecibles para otro
garbeo transitorio, su labio inferior más grueso que el superior y esa
nariz recta e ilustre… «No tan recta» pensó.
Algún puñetazo o
más de uno, había dañado el puente torciéndolo unos milímetros a la
derecha, cosa apenas perceptible, pero que Telma supo apreciar sin mofa o
burla. Estaba fabuloso y con la camisa medio abierta dejaba entrever su
vello crespo y rizado, de un negro intenso recorriendo todo su pectoral
fornido con aquellos tatuajes que a ella le hubiese gustado lamer y
saborear en un acto llevado por el diablo.
Ya estaba de nuevo
pensando en aquel día. Toda su alegría se desmoronó en segundos y le dio
la espalda, mirando como tres niños corrían alrededor de un pozo,
jugando a su alrededor libres de complicaciones y responsabilidades.
Añoraba ser una chiquilla.
–¡La forastera se quiere casar conmigo! –Cantó Gilbride.
–No contigo.
–Sí. –Contradijo con voz cortante.
–No contigo, te repito.
Contestó malhumorada y él se echó a reír al verla poner morritos como
una niña enrabietada. Le tiró del moflete sonrojado y Telma le pegó una
palmada sonora en el pecho.
–Pues si no te quieres casar con un ser magnifico como yo, vete de mi casa. –Cansino hasta la muerte.
–¡No seas pesado!
–Vete o pasarás las peores semanas de tu vida. Ahí queda la cosa, en el
aire. Piensa en ello. –Vocalizó lentamente y ella le pegó una patada en
la espinilla.
–¡No me amenaces maldito escocés!
Lo
dejó donde estaba, después de soltar esa gran mano que la tomaba de la
muñeca. Acelerando el paso miró hacia atrás para ver si la seguía, pero
Gilb se quedó clavado en el sitio maneando una mano a modo de despedida
con una sonrisa casi mortífera en su cuadrado rostro. Ella volvió la
vista al frente con la cabeza bien alta y orgullosa, pero se golpeó la
cara contra un pilote de un puesto cercano que apareció de la nada.
–¡Au, qué daño!
–¡Torpe!
Gilbride estalló en carcajadas golpeándose el vientre con la mano,
mientras llamaba la atención de los aldeanos. Muchos se ladearon para
ver que sucedía. Ahora ella era la comidilla de medio pueblo.
Maldiciendo a todos los santos y agachando la cabeza por sentirse
avergonzada ante su mal vocabulario, decidió seguir su rumbo y comprarse
algún capricho para calmar su humillación.
Mientras echaba un
vistazo al orfebre que hilaba un collar de perlas, se apoyó contra una
pared de piedra y alzó la vista al cielo. Los nubarrones negros cubrían
hasta el horizonte, los relámpagos lejanos iluminaban la penumbra de los
valles en su lento movimiento y llegarían para descargar sobre su
cabeza los truenos, quizás al anochecer.
Sola y sin su padre,
sin el abrazo protector de él, seguro que se pondría a gritar presa del
miedo por los retumbos, pero todavía quedaban horas para eso. De momento
sólo chispeaba
Nunca le había gustado vivir en un sitio con un
temporal igual. Amaba el sol y las tierras pajizas, los bosques
acogedores y poco profundos. El Reino de Castilla era un dominio
precioso, caliente, que te llenaba de ilusión. La gente era diferente a
los escoceses, más cordiales. Pero en cualquier parte del mundo, supuso
ella, las personas tendrían diferentes costumbres y formas de
comportarse.
Echaba mucho de menos su tierra. Las highlands de
Escocia era un terreno montañoso, inhóspito, alto y pastoril, que calaba
profundamente en los huesos. Con esa humedad que te hacía sentirte
cansado y sin ganas de nada, para los que no estaban acostumbrados. Pero
no todo era tan terrible y ella se iba acostumbrando a los nuevos
parajes, tan similares a los asturianos o gallegos. El norte de España
era sin duda lo más parecido que había visto desde que llegó a las
highlands.
Refunfuñando, Telma consiguió alejarse casi todo el día de Gilbride.
–Si Dios me llega a decir esta mañana que mi sobrino hacía acto de
presencia en mi hogar, es que no me lo hubiese ni creído. ¡A mis brazos
fortachón!
Su enorme tío lo recibió entre apretones de manos y
apretujones de oso. Diez años habían pasado. Hacía tanto tiempo que
ambos no se veían, que ahora no había forma de quitárselo de encima. Su
prima María Isabel corrió por el pasillo, alzando los bajos de su
precioso y llamativo vestido escarlata, para no pisárselo en su carrera.
Se lanzó a la espalda de Gilbride y ambos chillaron dando vueltas sobre
sí mismos.
–La niña se hace mujer. Déjame que te vea Isa. –La alejó para no perder detalle de su cuerpo.
Gilbride escudriñó a su prima y le pareció adorable. No rayaba la
perfección de la belleza, pero era bonita y tenía una sonrisa jovial y
llena de temperamento astuto. Sus ojos eran marrones y su cabello oscuro
como la noche y ondulado como el destino. La nariz la tenía larga y
recta, labios carnosos y rojizos. Mofletes rosados y lunares bajo el
labio superior y en el pómulo derecho. Eran las cosas que a un hombre
llamaban la atención, al menos a él sí.
Como semental y
amante que era, no dudó en deslizar los dedos alrededor de las curvas de
sus inflados pechos por encima del cordaje de su jubón bien apretado.
Su piel lúcida y tersa era la más enviada por las mujeres de la zona.
Aquello si era pegar un estirón, ni la mismísima Olivia era tan bonita.
Isa se movió avergonzada sabiendo la reputación de su sensual primo y
soltó una risita nerviosa. Arthur apartó las manos de su sobrino y lo
agarró de la muñeca llevándoselo por el pasillo, antes de tener que
presenciar como su hija perdía la virginidad al mínimo pestañeo.
–Te corto las manos como la toques, quedas avisado –le advirtió–.
Vamos, quiero saber las nuevas que me traes de tus viajes.
Paseando por el patio de armas y subiendo por las únicas escaleras del
recinto que eran de madera, que daban al Gran Salón –por si llegaban
enemigos y atacaban el feudo, poderle prender fuego y evitar que
subieran– siguieron su camino por la armería en donde unos guardias
limpiaban y ordenaban el armamento. Saludaron cuando los vieron pasar y
siguieron con su faena.
Llegados al Gran Salón, un lugar frío y
poco amueblado, lleno de pinturas representativas de la familia y
tapices, Gilb se dejó caer pesadamente en una silla. Así sin más una de
las patas se torció y las demás le siguieron crujiendo y rompiendo.
Gilbride cayó de espaldas dándose un fuerte golpe en la nuca, contra el
borde de la mesa y por un segundo quedó desorientado completamente.
–¡Muchacho! –Arthur corrió a socorrerle con tierna preocupación, agarrándole del brazo tiró de él hasta dejarlo en pie.
–G-gracias. –Logró decir al tiempo que se llevaba la mano tras la nuca y notaba algo húmedo y mojado. Era sangre.
–¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
–Estoy algo mareado, pero ha sido más el susto que el golpe, gracias por preocuparte tío.
Gilbride caminó hasta la chimenea, con suerte la pared no se caería
también lanzándolo hacia abajo, para abrirse la cabeza contra el
pavimento del patio. Alba estaba jugando con su vida, desde que llegó a
sus tierras.
–Creo que estoy gafado.
–Lo que estás es gordo.
–¿Gordo? Y, ¿dónde ves tú gramos de grasa en mi cuerpo? –se quejó ofendido.
–Es cierto, no estás gordo, eres torpe –y lo dijo con toda la
naturalizad del mundo–. Toma asiento en otra silla. –Ocultó una
sonrisilla mordaz.
Gilbride se sentó en un banquillo robusto,
reposó la pierna en una silla cercana y apoyando la espalda en el borde
de la mesa, sujetó la jarra de vino que una criada le entregó.
Después de eludir preguntas del tipo, ¿por qué te fuiste cuando Colin murió? Pasó a hablar sobre los MacLeod.
–El castillo de Dunvegan no quedó muy bien parado –le explicó a su
tío–, y aunque no se desmoronó del todo, ya saben de qué sangre estoy
hecho. Tenías que haber visto como corrían cuando yo llegué. No sé de
dónde sacaron a sus patéticos aliados, pero soltaron las armas y
entraron en los portones principales antes de que cayesen tras la
embestida de los arietes –dijo orgulloso como si su sola presencia fuese
temible–. La lluvia de flechas caía sin descanso. La batalla comenzó
sobre las primeras horas del día y acabó ya entrada la noche. La pena es
que fue un alto mutuo cuando la mujer de Hugh MacLeod III, salió en
pleno caos y detuvo la batalla. –No le explicaría cómo lo hizo, pero esa
mujer era la más valiente que jamás había conocido.
–Ignoro que te habrán hecho los MacLeod, pero no quiero que pongas a nuestro…
–Mi vida…
–En peligro, porque tengo una hija y tres en camino. La partera
presupone que son más de dos, ¡tu tía está enorme! –exageró.
–¿Está embarazada? ¡Eso es genial, tío Arthur! Felicidades.
De pronto MacBheann sintió una punzada de celos y algo que no supo
catalogar en su corta mente. Notaba un intenso vacío, que no sabía cómo
llenar. El pecho se le contrajo y se mareó. Como una musa a su mente,
afloró la sonrisa de Telma y la forma del hoyuelo derecho de su boca que
se le formaba cuando se enfadaba. Su contoneo de caderas al caminar.
Sus apetecibles senos pequeños y redondeados, manzanitas maduras para el
placer de un hombre que llevaba días hinchado y molesto… Cerró la mente
con candado para no pensar en ella.
Llevándose las manos al
vientre, notó las mariposas traidoras que no dejaban de martirizarle. Se
resguardó en la conversación por donde la había dejado. Los MacLeod.
Claro que ellos no le habían hecho nada, pero Gilb era un mercenario
que guerreaba por pagas y gloria ajena. Le daba igual a quién matar
mientras pudiese blandir su claymore con alguien. Igualarse, aprender,
sufrir, verse cara a cara con la muerte. No había nada más. Ningún ánimo
de lucro y Mervin bien lo sabía.
Simplemente y aunque no
quería reconocerlo, estaba perdido en la vida. Sinclear y Colin ya no
estaban vivos. Su única forma de superar la soledad de la falta de sus
progenitores era hacer pagar a otros su sufrimiento. En más de una
ocasión había pensado en presentarse en las tierras de los MacCallister,
pero buscar al responsable del asesinato de su madre, era una tarea
tardía. Luck se había escondido y sólo de vez en cuando se dejaba ver
por los caminos, junto a su cuadrilla. En diversas ocasiones Eideard
había llegado a molestarle con insinuaciones de cobardía y hombría. Le
quisieron robar, pegar y matar. ¿Acaso tenían miedo de que pudiera
vengarse? Claro que lo pensaba hacer, pero quería dejarles el miedo en
el cuerpo. Cuanto más tiempo pasase, más dejarían a un lado la idea de
que el pobrecito de Gilbride no se tomaría la justicia por su mano. Lo
estaba consiguiendo. Eid se había acercado a él sin temor aquel día en
el mesón, después de su último encuentro de hace diez años en la casita
que ahora la forastera ocupaba. No le tenían miedo y ahora era el
momento perfecto para atacar.
–Gilbride. –El bueno de Arthur movió una mano delante de su cara y volvió de sus pensamientos.
–¿Qué?
–Los MacLeod. No quiero que ensucies el nombre de los MacBheann luchando contra ellos. No sé si me entiendes, muchacho.
–Entender lo entiendo. Querer parar ya es otra cosa. Yo no voy clamando
a voz en vivo que los MacBheann queremos las cabezas de ellos. Sólo
proclamo mis ganas de luchar, ¿qué importa lo que un sólo hombre haga si
todo su clan no le sigue?
Pregunta estúpida, sabiendo las razones obvias de lo que acaba de decir.
–¡Ay la madre…! –Arthur se llevó las manos a la pelona cabeza–. Un
hombre puede matar y un ejército seguirle. Un hombre puede dictar sobre
corazones ignorantes y una masa enloquecida y preñada con las mentiras
de ese único hombre, destruir y peligrar la integridad humana. Y cuando
se trata de clanes, muchacho, sólo observa como juzgan a los otros
MacCallister por los crímenes de Sir Luck Logan y es sólo un hombre –lo
estaba riñendo–. Es increíble que no sepas en que tiempos vivimos. Aquí
se condena a toda la cesta cuando una manzana está podrida. No me creo
que tú hayas pronunciado esas palabras. Confiésame, ¿algo te preocupa?
¿Me lo quieres contar?
Silencio.
Después de meditar
bastante sobre sus problemas, se paseó las manos por el largo cabello
castaño y comenzó a jugar con los adornos de sus trenzas. Telma lo
estaba llevando a actuar como un ignorante. Él sabía la diferencia entre
los actos de un hombre o de todo un clan. Era como por así decirlo,
culpar a todos los ingleses de ser unos desgraciados, cuando no todos
tenían la culpa de los asedios constantes que asolaba a Escocia con
guerras tras guerras. Arthur seguía mirándole a la espera de que
hablase.
Era duro contarle lo que ya había escupido anteriormente a Mervin.
–Es por una mujer. –Respondió al fin, con la vista perdida.
–¿De verdad?
– De la buena.
El whisky pasó a ser la bebida reina del Gran Salón, cuando el vino
quedó acabado a un lado en la mesa. Ambos hombres hablaron sobre mujeres
y los horribles dolores de cabeza que daban. Eran malas, desde luego
que lo eran. Diablos con tetas que con sus cuerpos y sus maneras hacían
del hombre su esclavo.
Gilb odiaba estar en baja forma mental.
No quería pensar en una sola mujer. Él las quería a todas y no verse
obligado a compartir el resto de su vida con una sola. Le daba miedo,
miedo el compromiso. A jurarle amor eterno a alguien sin poder cumplir
con esa responsabilidad. No podría hacer eso el Lobo, ¿o sí?
–¿Pero no quieres tener hijos o casarte? –preguntó Arthur colocándose el plaid sobre el hombro izquierdo.
–Esa era mi idea cuando puse los pies en las highlands, pero luego la
conocí y todos mis planes se han tambaleado un poco. Recuerdo tiempos
pasados, soy el amante de las damas de alta cuna, soy…
–…un materialista que se ha vendido totalmente cegado a la realidad. –Arthur era muy sincero.
–Quizás, Mervin me lo dice constantemente.
Arthur se carcajeó.
–Lo que no te diga el bueno de Zeus. –Meneó la cabeza y bostezó.
Gilb se llevó las manos a las dagas que reposaban alrededor de su
cintura y desenfundó una con parsimonia. La lanzó contra un tapiz
familiar que odiaba desde que era un chiquillo y tensó los músculos.
–¿Aún tienes ese horrible tapiz colgado? ¿Cuándo podré verlo quemado?
–¿Ya estamos otra vez? ¡El tapiz me lo dejas quieto! –le riñó como solía hacer cuando era pequeño.
–¡Es horrible!
Vio su arma clavada en el cortinaje y observó con ojos fijos el dibujo
de aquel cerdito con la cabeza alta, majestuoso y orgulloso caminando
por un campo verde, mientras dos perros lobo lo seguían de cerca con sus
fauces bien abiertas.
–¿Sabes? Colin lo tejió cuando tenía
catorce años –se giró para mirarlo–. Decía que tu padre era ese cerdito.
Que caminaba sin molestarse en mirar los peligros de la vida y que por
eso era tan feliz.
–¿Así que mi padre era un cerdo?
Los dos rieron de nuevo.
–¡No era un cerdo! Era un hombre demasiado tranquilo. Vivía más allá de las pretensiones. ¿Lo comprendes?
–Ahora sí.
–Con la tontería del tapiz me has cambiado de tema. Háblame de esa mujer.
–¿Tengo que seguir humillándome?
Arthur juntó los dedos y dejó un mínimo espacio entre el índice y el pulgar.
–No tienes remedio, tío. Apenas la conozco. Ella es una chica muy
imperfecta para mi gusto. En el poco tiempo que he estado a su lado le
ha dado tiempo a pegarme con un cubo, me ha tirado piedras a la cabeza,
me ha insultado… –evitó recalcar su intento fallido de sexo.
–¿Cómo se llama?
–Se llama Telma de León.
–¿Española? ¡Me gusta! Las mujeres españolas son fogosas y tienen un carácter terrible.
–Ella lo tiene, pero es inocente y dulce a su vez.
–Ojo, no he dicho que no sean dulces o inocentes, muchacho.
–¿Quieres callarte y dejarme contar la historia? –se inclinó hacia
delante apoyando los codos en los muslos, después se alisó el kilt con
aire distraído.
–Lo que pasa, es que esa extranjera me ha
quitado la casa y llevo semanas durmiendo en el hostal del viejo Búho.
Telma no quiere irse y yo quiero recuperar lo que es mío pero no quiero
dañarla. No es la típica mujer con la que estoy acostumbrado a
relacionarme. No tiene codicia, es joven, demasiado joven para un hombre
de treinta años como yo.
–¿Qué edad tiene?
–Pues no lo sé. –Se encogió de hombros.
El Laird golpeó la mesa con la palma de la mano y de nuevo comenzaron
las carcajadas. Gilbride sospechaba que la gente se reía muy a menudo de
él. Al menos últimamente.
–¿No le has preguntado nada sobre su vida? –quiso saber.
–Alguna cosa, pero poco importante, su nombre, su clan. Poco más.
–Pues tu tío hacía todo lo contrario –una voz femenina y ronca los
sobresaltó, era su tía–. Tu tío me acosó a preguntas cuando nos
conocimos hará ya veinte años, no se callaba ni bajo el agua.
Lorenay MacBheann daba pasos cortos, mientras su doncella personal la
ayudaba sujetándola del brazo. Cuando se detuvo delante de Gilbride, él
se puso en pie y besó la mano de su tía. Estaba claro que Isabel era el
vivo retrato de su madre.
Poco sonriente como de costumbre,
Lorenay posó sus ojos negros en él. La francesa apretó el brazo de su
sobrino cuando decidió tomar asiento y lo hizo despacio, tomándose su
tiempo.
–Lo siento, ma chère, pero estoy tan gorda como horrible y me duele todo.
–No digas tonterías, estás preciosa.
–¿Me has visto bien?
–Lo suficiente para que sigas siendo mi tía favorita –sonrió
encantador–.Seguro que salen unos primos colosales y llenos de energía.
Consiguió arrancarle una sonrisa a la pobre mujer que se colocó la
trenza al lado derecho de su hombro y acarició las puntas. Quizás la
manía de Gilb venía de ella.
–¿Sabes querida mía, que nuestro
magnifico sobrino tiene problemas de amor? –soltó fanfarrón Arthur y
Lorenay aplaudió por la noticia.
–¡Es maravilloso! Gilbride se nos casa por fin.
–No corras tanto, maldita sea. –Se quejó el highlander y desclavó la daga cuando se aproximó al maldito tapiz.
No, ahora que lo miraba con otros ojos, con los del conocimiento,
sonrió y acarició al cerdito añorando a su padre. Lo necesitaba.
–No le hables así a tu tía, es muy capaz de tirarte a las brasas y comerte.
–Ignoraré a ambos –dijo ella–, mon amour, ¿quién es la elegida? ¿Una
marquesa aburrida, una viuda rica? ¿Una joven cortesana de la corte de
Jacobo? Déjame pensar. ¿Quizás una hija virginal de algún Laird a la que
hayas desflorado por error?
MacBheann se giró sobresaltado,
con los ojos muy abiertos. ¿Esa era su reputación? Ahora comprendía
aquel grito interior que lo hizo volver a casa. Tragó saliva duramente y
comprendió el significado de los cuentos de su madre.
–Muy
bien, si queréis saber cómo es, mañana por la noche vendré a cenar con
Telma. Si antes no acabo lapidado. –Mientras se daba media vuelta y
salía del Gran Salón, escuchó a sus tíos morir de risa.
¡Maldita chiquilla! Hasta sus tíos se reían de él por sufrir mal de amores.
Al día siguiente.
Agarrándola de las piernas como un conejo indefenso, la arrastró fuera
de la cama cerca de las nueve y media de la mañana. Ahí llegaba, sin
modales ni juicio para echarla sin resentimiento.
Golpeándole
con una zapatilla había conseguido apartarlo a un lado, pero mientras
hacía ademán de sacarlo de la habitación a empujones, el hombre la cogió
al vuelo y la dejó sobre su hombro. Como un saco de sémola.
–¡Maldito escocés arrogante y desgraciado, suéltame!
El camisón de lino se abrió dejándole el trasero al aire, algo que
Gilbride no desaprovechó para tocar, pues paseó su dedo entre nalga y
nalga y luego lo metió entre sus pliegues para sacarle un gemido
inesperado, antes de devolver a cubrir ese trasero respingón y terso con
la tela.
–¡Pero no me metas el dedo ahí!
Entre
gritos y pataletas bajó con ella las escaleras, pero Telma se agarró a
la barandilla y no se soltó. Gilbride sufrió mucho para arrancarla de
ahí y seguir bajando hasta sentarse en una banqueta y ponerla encima de
sus piernas.
–Hoy estás de suerte. Vas a cenar conmigo.
–¿Eso es suerte? ¡Si me sacas de la cama como un loco vikingo, no
esperes que acepte nada! ¿Sabes llamar a la puerta o tienes modales?
Lo miró con severidad, pero esa mañana Gilb estaba más radiante que nunca. Lo adoraba.
–Oh vamos, no seas así, mira. –Señaló a otro hombre que estaba apoyado
en la puerta de entrada. Pelirrojo y medio dormido, bostezó y saludó,
Zeus Mervin.
–¡Mervin!
–Latha math. No diré que tal
has despertado, ya veo lo idiota que puede llegar a ser el musculitos.
–Se echó a reír y salió fuera cuando vio que Gilbride lo miraba con
ferocidad.
–Después de que te deje lavarte, forastera, vamos a
ir a comprarte algo de ropa, el día de hoy te lo regalo a ti. –Le
acarició la mejilla y ella cerró los ojos.
Lo notó inclinarse
hacia delante y la cogió en brazos sintiéndose una princesa de cuentos
de hadas. Él caminó de nuevo hasta las escaleras y la dejó en el primer
peldaño de madera. Ambos se miraron fijamente. Gilbride alzó su gran
mano llena de cicatrices y le tocó un seno y luego el otro. La sobó unos
segundos antes de que Telma le abofeteara ofendida y él se girase sobre
sus botas sonriente y animado para salir fuera.
¿Cómo se atrevía a tocarle los pechos?
Estaba confusa y tenía sueño. Cuando salió de casa una vez vestida,
cerró la puerta con llave y la guardó en el bolsillo del delantal
grisáceo. Se remangó las mangas blancas y caminó con una mano en la
cadera, haciendo bailar el contoneo de sus pasos hasta detenerse tras
Mervin y ver a Gilb jugando con unos cuantos gatitos a pesar de ser
alérgico.
–¿Vamos a ir a comprar telas? –quiso saber, pues no estaba para derrochar lo poco que tenía ahorrado.
–Mervin ha tenido la idea –respondió el highlander–. Como voy llevarte a
cenar a casa de mis tíos, pues tienes que ir bonita. Si fuese por mí,
te llevaría desnuda, cualquier cosa que lleves o que no lleves te hace
estar preciosa.
–¿Dé verdad me vas a llevar a cenar con tu familia? –se le hinchó el pecho del gozo.
–De verdad, niña. ¿No quieres?
–Claro que quiero, pero confieso que me coge descolocada, no esperaba nada de eso y menos de ti.
–Aprovecha que está generoso. –Dijo Mervin abrazándola y ella le devolvió el abrazo.
Sobre las horas siguientes estuvieron cabalgando por el camino que iba
directo y sin dar mucha vuelta hacia Inverness. Gilbride la llevaba con
él, como el día del acantilado y mientras viajaban hacia el pueblo,
estuvieron hablando de María Isabel, la prima de MacBheann, que se iba a
casar al día siguiente. Telma se ladeó para mirar el rostro sin afeitar
de Gilbride y sonrió cuando la tarde pasada le preguntó con quién se
iba a casar ella. ¿Con él o con otro? Estaba claro que de hacerlo,
podría ser con el highlander.
Comenzaba a comprender porque era
incapaz de dejarse de tocar por las noches cuando el ardor que le
producía pensar en Gilbride, anegaba todos sus sentidos de mujer. Tenía
diecinueve años pero en ningún momento de su vida había conocido un tipo
que la hiciese morir de rabia o de placer. Nadie igualaba la
sensualidad que tenía ese hombre rudo y fuerte. Con esa tonta manía de
tocarse el cabello cada dos por tres.
Virgen y extraña en una
tierra de druidas y leyendas paganas, había viajado para poder seguir
viviendo después de haber matado en España. Salió ilesa de una violación
contra MacCallister y de un momento caliente y febril con MacBheann en
el acantilado frente al mar. Y seguía siendo la señorita indiscutible de
la casa. No le iba tan mal, ¿no?
Sonrió y por primera vez alzó
la vista al cielo para ver la claridad en su vida gris. Eso era, seguir
adelante, conocer nuevos territorios, personas y sentimientos. Escocia
le había resultado ser un sitio horrible, lleno de salvajes y costumbres
raras pero Mervin con su acostumbrada afabilidad y Gilbride
protegiéndola y molestándola en los momentos más inoportunos le habían
demostrado que había oportunidades hasta para una forastera que apenas
comprendía la mitad de las palabras. Iba día tras día a los pueblos
cercanos para aprender del vocabulario y ahora pensaba que podía
mantener largas y aburridas conversaciones, conjugando de forma acertada
y correcta.
La mano de su hombre… ¡No! No era su hombre, pero
sabía que le gustaba tenerlo cerca. La mano se posó en su cabeza y la
hizo apoyar contra su torso, mientras le acariciaba un mechón dorado
enredándolo en su dedo largo. Podía ser tan tierno cuando se lo
proponía…
Quizás ella no se daba cuenta, pero cada
vez que apretaba el trasero contra él, se ponía malo. Ya estaba duro y
caliente y si Mervin no estuviese con ellos la hubiese tomado en el
mismo caballo.
Las gotas de sudor resbalaban por su frente
perlada, era un día bien caluroso. Justo cuando ladeó la cabeza para
cubriese de la claridad con el dorso de la mano, divisó un brillo que
traslucía en los árboles de su derecha. Abrió mucho los ojos y supo lo
que era. ¡Una ballesta!
Espoleó las riendas y la yegua se
encabritó, en cuanto lo hizo agarró a Telma tirándola al suelo y la
flecha que salió disparada hacia ellos se le clavó a él en el hombro.
–¡Gilbride!– gritó Mervin.
–¡Siud! –señaló–. En los árboles de tu derecha, el tercero por la fila
de la izquierda! –avisó Gilb e hizo barricada con el cuerpo de la yegua
para cubrir a Telma que había caído de bruces al polvoriento camino.
La miró y gruñéndole sin palabras la obligó a quedar donde estaba, ella
asintió pero chilló al estremecerse por la sangre que estaba perdiendo
él. El astil de la flecha sobresalía por su hombro herido, pero parecía
no importarle.
Mervin ya había desenfundado uno de sus cuchillos y lo lanzó con tal precisión que del árbol cayó un hombre.
–¡Alto!
El pelirrojo saltó de su caballo gris y corrió hasta el atacante. No
era ni más ni menos que Nathair, el hermanastro de Eideard y seguro que
sus compañeros no andarían muy lejos de ese hombre de ojos saltones. Su
cabello rubio seguía tan enmarañado como sucio. Mervin se le tiró
encima.
Gilbride desmontado de Ginebra miró a su bella forastera y le tendió la mano para levantarla del suelo.
–Niña, arriba.
–¡Gilb, te han dado! ¿Estás bien? ¿Te duele? ¿Qué hago?
Él sabía muy bien lo que quería de ella. Una cama, el fuego de la
lumbre y cubrirla con su peso en un lento coito de caricias. Le daría la
luna si se la pedía y las estrellas si las exigía. No pudo evitar
sentirse complacido al saber que Telma se preocupaba por él. La estrechó
entre sus brazos alejando el dolor y la tomó del mentón con el índice y
el pulgar. Así es como reclamó lo que más ansiaba de ella.
–Bésame Telma. –Le pidió.
–¡No me jodas, Gilbride! –se quejó el medio escocés–. Deja el arrumaco para después.
Gilbride se echó a reír para ponerse a pensar que sólo a él se le podía
ocurrir tal cosa en un momento como aquel. El beso tendría que esperar
en las sombras, pero de aquella noche o de mañana no pasaría.
Telma le miró con los ojos brillantes llenos de ternura y se apartó,
pero supo que ella deseaba lo mismo que él, su comportamiento cándido se
lo confesó con caricias de miel y melocotón.
La apartó para
caminar hasta el hermanastro de MacCallister, que lloriqueaba sin valor
para arrancarse la daga que tenía clavada en la ingle. Nathair se
removía en el suelo presa de los nervios y la ira, sabía lo que se le
venía encima y no era nada alentador. Mervin le propinaba codazos para
noquearlo, pero Nathair se resistía como una alimaña devolviendo la
mitad de aquellos golpes que recibía. Finalmente, el forajido pateó el
abdomen del pelirrojo que cayó de espaldas y se incorporó con la
intención de huir internándose en el bosque. Fue un error, Nathair se
topó de frente con el bíceps del MacBheann y cayó redondo al suelo.
La había cagado. Llegó a pensar que podía matar al infame Lobo para
satisfacer la petición de Eid de acabar con el hombre que seducía a la
extranjera, pero no pudo acabar el trabajo que le habían encomendado.
Ahora estaba en un gran apuro. Con la boca contra el suelo, escupía toda
la tierra que Mervin le hacía tragar.
Cuando Mervin se cansó
de jugar, Gilbride se acercó a él y le apretó la mandíbula y le arrancó
el cuchillo de la ingle. Nathair bramó insultando y pateando al aire.
¡Los odiaba y mucho! El maldito cabrón de Zeus Mervin se beneficiaba de
una buena puntería y Gilbride era un insensible que tanto le daba matar
hoy que mañana.
Tenía que haber estado más atento, pero había
metido la pata y a pesar de todo, si llegaban a torturarlo, se prometió
no decirles nada de Luck.
–¡Maldito escocés, has hecho daño a
Gilbride! –la bofetada que le descargó la muchacha, le hizo hundir la
cara contra el árbol, raspándose así la mejilla. Gilbride lo empotró de
nuevo, con un demoledor empujón cuando hizo ademán de apartarse.
–Ya has escuchado a la mujer, habla Nathair, será lo mejor para todos y
para tu escuálido cuerpo. No me apetece arrancarte el aliento.
No diría nada, pensaba morir antes de hablar. Miró por encima del
hombro al ángel de plata que lo observaba furiosa y con una mueca
expectante. Era normal que Eideard estuviese encaprichado con ella, era
bonita, una ninfa.
–Es guapa la zorra. Dime Gilb, ¿te la has
follado ya? ¿No quieres vendérsela a mi hermanastro? –preguntó para
poner furioso al highlander, pero éste que se encontraba rascándose el
mentón, sacó la lengua y la paseó afiladamente por la comisura.
–La zorra no está en venta. –Exclamó Gilb y se cruzó de brazos tranquilamente.
–Si no te has follado a la chica, lo habrás hecho con tu amigo, ¿me
equivoco? –les provocó–. Dicen que le gusta que le den por la
retaguardia. –Insinuó ciertas intimidades de Mervin.
Durante
mucho tiempo se había extendido el rumor que Campbell era un desviado
invertido inmoral. Que había estado prendado del sacerdote de Inverness y
que incluso habían tenido relaciones esporádicas. Aunque no se le podía
juzgar por eso, el padre Abraham era el fetiche de cualquier muchacha
joven o entrada en años.
El medio escocés lo trincó de los
pelos y lo lanzó por los suelos, totalmente cabreado. Nathair se echó a
reír, pero dejó de hacerlo cuando recibió una patada en el vientre.
–Au, no me trates tan mal Campbell, si sigues así no te dejaré encularme…
–¿Te manda Luck? –Mervin ignoró su juego.
–Sabéis que soy el menos indicado para hablar. –Respondió.
Con la boca pastosa escupió la tierra que había tragado. Después de
algunos golpes más, en los cuales se divirtió burlándose de ellos, lo
ataron por las escuálidas muñecas con una cuerda y se lo llevaron
arrastrándolo camino a casa de Arthur.
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