viernes, 4 de abril de 2014

Las Crónicas de Ray Field -El Vollmond -Prólogo (Promo)

Prólogo por Laura D.Peña y Victor.
Las Crónicas de Ray Field -Laura Cuenca Saló. © the Copyright and Editorial Circulo Rojo publicaciones.

Prólogo




      –Dime francamente, ¿qué has visto en esa chica?
      Bauldros dejó pasar un momento y miró de soslayo a su querida Dragoon. Estaba siniestramente sorprendido por su visita. Quizás más por la conversación que se había iniciado sin tan siquiera ser consciente de ello. Hablaban de la Basileia a un nivel demasiado humano, demasiado esperanzado.
      –La posibilidad de que con suerte no sea la única que pregunte primero y dispare después y no a la inversa –Razvân Dragomir se encontraba de pie junto a la repisa de la chimenea, observando las llamas alimentarse de la madera como si no hubiese un mañana prometedor para nadie–. A lo mejor es una impresión un poco vaga, pero espero hallar la respuesta en algún momento.
      –Tienes curiosidad.
      La vampira asintió a su compañero y de sus comisuras surgió un mohín gracioso que descubrió sus colmillos.
      –No es lo mismo verlo de ti o del zoquete de Alpha, que verlo de un supuesto enemigo... al que ahora tengo que ayudar.
      –¿Qué podrías llegar a sacar de esa chiquilla? –quiso saber–. A simple vista es sólo un trofeo, un punto intermedio en un tira y afloja.
      Ella se volteó con el ceño fruncido ante una pregunta tan comprometida. Era la única que había visto realmente el reflejo del alma de Ray Field, no quería dañarla, no quería ningún mal para ella.
      Cerrando los ojos resopló y se cruzó de brazos. Se encaminó hasta el sofá donde Baul descansaba recostado sobre los mullidos y variopintos cojines horteras, con una copa de coñac en la mano derecha.
      –¿Y yo para qué quiero sacar nada? –ronroneó–. Sólo quiero ver que hace cuando tenga los ojos abiertos a como están las cosas de verdad, ahí fuera.
      –Te meterás en problemas por ella? –la voz le manó ronca y poderosa–. ¿Lo harás únicamente para ver hasta dónde llega Field? –rascó con mimo la espalda de su amiga, que se había encogido como un animalillo sobre su enorme regazo.
      –Si lo hago es porque quiero hallar un poquito de alivio o de esperanza en los que aún no se han corrompido. Llámalo como quieras.
      –Ahí quería llegar yo –sonrió mucho más animado–. Quieres mirar con esperanza a la humanidad otra vez, después de ver todo lo que has visto…
      –Todo toca fondo, Baul. Ya es hora de que haya algo bueno, aunque sea una vez en la vida. Ella es un cometa que he estado esperando ver pasar –entrelazó su mano con la de él, dejando que el calor de él la calmase–. ¿Qué es la Basileia? no es sólo eso, es ella, es una chica que aunque se queje mil veces, se levanta mil una.
      –Es posible, pero no pongas toda tu confianza en una sola criatura –le advirtió–. El caos está presente en todas partes y un ser extraño, aunque sea humano, puede ser una anomalía pasajera.
      Razvân se carcajeó y los hombros le temblaron. Justamente esperaba ese tipo de cosas, para darle un empujón a su longeva vida impuesta malsanamente. El peligro era parte de un sistema de alerta y desconcierto que la hacía recorrer el mundo como una nómada sin saber nunca donde acabaría por asentarse o morir.
      Rascándose distraídamente el mentón, respondió a Bauldros. A ese viejo sabio y condescendiente tutor que la había acogido hacía ya muchos siglos.
      –Son esas anomalías fugaces las que le dan un poco de emoción a esto. Nosotros ya tenemos poco por lo que sorprendernos.
       –Es increíble, vas a ser la niñera de La Basileia.
       –Su apoyo en lo que me concierne. No quiero ni puedo dejarla vagar sola. Creo que ella puede ser una amiga, Baul –hubo un sentimiento encontrado en sus palabras, lo que la hizo saborear el momento, impresionada consigo misma–. Espero que no me decepcione, voy a depositar toda mi fe en ella.

martes, 1 de abril de 2014

Highlands Novela y trailer oficial Editorial


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  Título Original: Highlands -Un secreto machado 
  de sangre.
  Genero: Romance aventura.
  Páginas: 500
  Formato: Edición rústica con solapas
  PVP: 15 euros (directamente con la autora 10,50)
  Editorial: Circulo Rojo
  Relato extra: El Highlander Anhelado.

Highlands -Capítulo 5 (última Promo)

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18


Capítulo 5
Brillo enemigo.




      –¡Lárgate de mi casa!
      Telma le tiró una piedra y Gilbride se protegió el rostro con las manos.
      –¡Telma, no tienes derecho a seguir viviendo aquí!
      –¡Quizás tengo más derecho que un desgraciado insensible! Deja de venir cada día a decirme lo mismo. ¡Me tienes harta!
       Volvió a lanzarle otra piedra y le dio en plena sien. Gilb giró el rostro por el golpe y apretó los dientes tan irritado que chilló.
      –¡Dios, dame fuerzas para no matarla! –exclamó al cielo extendiendo los brazos y moviéndolos efusivamente.
       Telma notó frío y distante a ese tonto de cabello trenzado. Había aparecido por aquellos lares como si entre ellos no hubiese pasado nada y eso la molestó muchísimo. Era una ingenua, había suspirado en anhelos por volver a verle. Soñando día tras día poder escuchar los cascos de la yegua trotar por el viejo puente de madera, verlo detenerse en el establo con flores para ella y tras eso pedirle perdón por todo. Esperaba un «lo siento» pero ese escocés no era capaz de decir nada bonito.
      –¡Vete!
      –De eso nada monada.
      –Gilb…
      –No pienso….
      –¡Vete!
      MacBheann estaba indomable aquella mañana. En cuanto lo vio desmontar de Ginebra, suspiró sonriente y corrió a recibirle, pero las bonitas frases de la boca de él fueron que se marchase de allí al grito de ya, que su tiempo se había agotado en aquel lugar. Parecía cansado de venir día sí día también, para el mismo fin. Hundida por creer que era una chica especial por esperarle, se sintió estúpida. No le importaba y los besos y caricias de los días pasados, eran polvo esparcido sobre el aire, que viajaba en la indiferencia cuando él la miraba.
      Gilbride adelantó el paso, Telma estaba lista para arremeter de nuevo contra él. Agarró otro guijarro, de los muchos que había tomado del suelo y los lanzó paulatinamente. Gilb no daba abasto para cubrirse del bombardeo y comenzó a correr en todas direcciones y finalmente hacía ella. Telma dio tres pasos hacia atrás, hasta que se golpeó la espalda contra la pared y le tiró otra piedra que rebotó ridículamente en el pecho del highlander, cuando la agarró del brazo. Él refunfuñaba hablando muy rápido en una lengua que no comprendió, quizás la estaba insultando, así que por prevenir alzó el dedo corazón y lo mandó a paseo.
      –¡Ay! Deja de tirarme piedras.
      La última que le arrojó le dio en el ojo. Ella soltó una risita y él suspiró como si con ello implorase un poco paciencia.
      –Me has hecho mucho daño, MacBheann.
      –¡Pero si eres tú la que me tira cosas!
      –¿Eh? ¡No! No me refiero a eso, cabestro.
      –¿Entonces cuál es el motivo?
      Mira que era tonto. Estaba muy claro el motivo de su dolor y no era por sus visitas. ¿Tenía que explicarle realmente paso por paso el motivo de su enfado y decepción?
      –M-mi dolor viene por aquel día que estuvimos, ya sabes, nos besamos y estuvimos a punto de hacerlo.
      –Muchacha, el daño que te hice aquel día me lo hice también a mí mismo, no te vayas a creer que soy un infame hombre. Jamás tuve que haber pensado que eras otra mujer más.
      –¿Soy otra mujer más? –no lo comprendía, pero se enfureció.
      –No exactamente.
      –Pero has dicho que…
      –Lo pensé.
      El silencio hizo mella en ellos. Gilb alzó un dedo acusador, pero en vez de golpearla con el índice como esperaba que hiciese contra su hombro, le dedicó una leve caricia en la mejilla que bajó hasta sus labios y se detuvieron ahí. Luego cerró la mano formando un puño de nudillos blancos y le dio la espalda.
      –¿Explícame eso de que soy una más.
      Lo tuvo que preguntar para salir de dudas, pero Gilbride siguió caminando hasta el establo y sacó a su montura de un brillante negro azabache, para montar y de nuevo marcharse sin dar explicaciones. Otra vez la dejaba plantada.
      La mañana pasó rápida y pronto llegó el día siguiente. Eran las dos de la tarde cuando Telma salió de casa rumbo el mercado de Inverness y allí llegó en un día lluvioso. Un día que le pareció muy especial y tranquilo. Un día de esos en los que sabes que estás en paz con la tierra y el cielo y que nadie puede molestarte. Amenamente ni siquiera miras por donde pisas.
      Inverness relucía con colores cerúleos y cándidos, la gran fortaleza daba un aire de fuerza y seducción que sus enemigos a lo largo de la historia no habían podido mirar de otra manera, que con fascinación y temor. La boda de la hija del Laird estaba a tres días de celebrarse, la prima de Gilbride iba a contraer matrimonio con un hombre mucho más mayor que ella, pero a nadie parecía importarle.
      Los preparativos estaban casi terminados, las invitaciones enviadas de punta a punta del país. Telma de León estaba intrigada por saber cómo eran los sacramentos en aquel lugar. Ser la mujer de un hombre. Formar una familia. ¿Gilbride sería perfecto para bailar en la fantasía de su sueño?
      –Menudas tonterías pienso. Ese insensible no sería capaz de aparecer por el altar el día de nuestra boda. –Cometió el error de no pensar lo que había dicho en voz alta.
      –Si no probamos no sabemos. –Susurró aquella voz potente y sensual tras ella.
      Al voltearse se dio de bruces contra el brazo tatuado de Gilbride, aunque se apartó rápida, él la agarró de la muñeca. ¿Acaso la seguía allá donde iba?
      –¿Quién tiene que asistir a tú boda, forastera? ¿Yo u otro?
      El aire soplaba con fuerza y se apartó una guedeja del rostro para poder encararle sin complicaciones. ¡Dios! Era tan fascinante detenerse a mirarle, tan altivo, risueño, con esos labios apetecibles para otro garbeo transitorio, su labio inferior más grueso que el superior y esa nariz recta e ilustre… «No tan recta» pensó.
      Algún puñetazo o más de uno, había dañado el puente torciéndolo unos milímetros a la derecha, cosa apenas perceptible, pero que Telma supo apreciar sin mofa o burla. Estaba fabuloso y con la camisa medio abierta dejaba entrever su vello crespo y rizado, de un negro intenso recorriendo todo su pectoral fornido con aquellos tatuajes que a ella le hubiese gustado lamer y saborear en un acto llevado por el diablo.
      Ya estaba de nuevo pensando en aquel día. Toda su alegría se desmoronó en segundos y le dio la espalda, mirando como tres niños corrían alrededor de un pozo, jugando a su alrededor libres de complicaciones y responsabilidades.  Añoraba ser una chiquilla.
      –¡La forastera se quiere casar conmigo! –Cantó Gilbride.
      –No contigo.
      –Sí. –Contradijo con voz cortante.
      –No contigo, te repito.
      Contestó malhumorada y él se echó a reír al verla poner morritos como una niña enrabietada. Le tiró del moflete sonrojado y Telma le pegó una palmada sonora en el pecho.
      –Pues si no te quieres casar con un ser magnifico como yo, vete de mi casa. –Cansino hasta la muerte.
      –¡No seas pesado!
      –Vete o pasarás las peores semanas de tu vida. Ahí queda la cosa, en el aire. Piensa en ello. –Vocalizó lentamente y ella le pegó una patada en la espinilla.
      –¡No me amenaces maldito escocés!
      Lo dejó donde estaba, después de soltar esa gran mano que la tomaba de la muñeca. Acelerando el paso miró hacia atrás para ver si la seguía, pero Gilb se quedó clavado en el sitio maneando una mano a modo de despedida con una sonrisa casi mortífera en su cuadrado rostro. Ella volvió la vista al frente con la cabeza bien alta y orgullosa, pero se golpeó la cara contra un pilote de un puesto cercano que apareció de la nada.
      –¡Au, qué daño!
      –¡Torpe!
      Gilbride estalló en carcajadas golpeándose el vientre con la mano, mientras llamaba la atención de los aldeanos. Muchos se ladearon para ver que sucedía. Ahora ella era la comidilla de medio pueblo.
      Maldiciendo a todos los santos y agachando la cabeza por sentirse avergonzada ante su mal vocabulario, decidió seguir su rumbo y comprarse algún capricho para calmar su humillación.
      Mientras echaba un vistazo al orfebre que hilaba un collar de perlas, se apoyó contra una pared de piedra y alzó la vista al cielo. Los nubarrones negros cubrían hasta el horizonte, los relámpagos lejanos iluminaban la penumbra de los valles en su lento movimiento y llegarían para descargar sobre su cabeza los truenos, quizás al anochecer.
      Sola y sin su padre, sin el abrazo protector de él, seguro que se pondría a gritar presa del miedo por los retumbos, pero todavía quedaban horas para eso. De momento sólo chispeaba
      Nunca le había gustado vivir en un sitio con un temporal igual. Amaba el sol y las tierras pajizas, los bosques acogedores y poco profundos. El Reino de Castilla era un dominio precioso, caliente, que te llenaba de ilusión. La gente era diferente a los escoceses, más cordiales. Pero en cualquier parte del mundo, supuso ella, las personas tendrían diferentes costumbres y formas de comportarse.
      Echaba mucho de menos su tierra. Las highlands de Escocia era un terreno montañoso, inhóspito, alto y pastoril, que calaba profundamente en los huesos. Con esa humedad que te hacía sentirte cansado y sin ganas de nada, para los que no estaban acostumbrados. Pero no todo era tan terrible y ella se iba acostumbrando a los nuevos parajes, tan similares a los asturianos o gallegos. El norte de España era sin duda lo más parecido que había visto desde que llegó a las highlands.
      Refunfuñando, Telma consiguió alejarse casi todo el día de Gilbride.



      –Si Dios me llega a decir esta mañana que mi sobrino hacía acto de presencia en mi hogar, es que no me lo hubiese ni creído. ¡A mis brazos fortachón!
      Su enorme tío lo recibió entre apretones de manos y apretujones de oso. Diez años habían pasado. Hacía tanto tiempo que ambos no se veían, que ahora no había forma de quitárselo de encima. Su prima María Isabel corrió por el pasillo, alzando los bajos de su precioso y llamativo vestido escarlata, para no pisárselo en su carrera. Se lanzó a la espalda de Gilbride y ambos chillaron dando vueltas sobre sí mismos.
      –La niña se hace mujer. Déjame que te vea Isa. –La alejó para no perder detalle de su cuerpo.
      Gilbride escudriñó a su prima y le pareció adorable. No rayaba la perfección de la belleza, pero era bonita y tenía una sonrisa jovial y llena de temperamento astuto. Sus ojos eran marrones y su cabello oscuro como la noche y ondulado como el destino. La nariz la tenía larga y recta, labios carnosos y rojizos. Mofletes rosados y lunares bajo el labio superior y en el pómulo derecho. Eran las cosas que a un hombre llamaban la atención, al menos a él sí.
      Como semental y amante que era, no dudó en deslizar los dedos alrededor de las curvas de sus inflados pechos por encima del cordaje de su jubón bien apretado. Su piel lúcida y tersa era la más enviada por las mujeres de la zona. Aquello si era pegar un estirón, ni la mismísima Olivia era tan bonita.
      Isa se movió avergonzada sabiendo la reputación de su sensual primo y soltó una risita nerviosa. Arthur apartó las manos de su sobrino y lo agarró de la muñeca llevándoselo por el pasillo, antes de tener que presenciar como su hija perdía la virginidad al mínimo pestañeo.
      –Te corto las manos como la toques, quedas avisado –le advirtió–. Vamos, quiero saber las nuevas que me traes de tus viajes.
      Paseando por el patio de armas y subiendo por las únicas escaleras del recinto que eran de madera, que daban al Gran Salón –por si llegaban enemigos y atacaban el feudo, poderle prender fuego y evitar que subieran– siguieron  su camino por la armería en donde unos guardias limpiaban y ordenaban el armamento. Saludaron cuando los vieron pasar y siguieron con su faena.
      Llegados al Gran Salón, un lugar frío y poco amueblado, lleno de pinturas representativas de la familia y tapices, Gilb se dejó caer pesadamente en una silla. Así sin más una de las patas se torció y las demás le siguieron crujiendo y rompiendo. Gilbride cayó de espaldas dándose un fuerte golpe en la nuca, contra el borde de la mesa y por un segundo quedó desorientado completamente.
      –¡Muchacho! –Arthur corrió a socorrerle con tierna preocupación, agarrándole del brazo tiró de él hasta dejarlo en pie.
      –G-gracias. –Logró decir al tiempo que se llevaba la mano tras la nuca y notaba algo húmedo y mojado. Era sangre.
      –¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
      –Estoy algo mareado, pero ha sido más el susto que el golpe, gracias por preocuparte tío.
      Gilbride caminó hasta la chimenea, con suerte la pared no se caería también lanzándolo hacia abajo, para abrirse la cabeza contra el pavimento del patio. Alba estaba jugando con su vida, desde que llegó a sus tierras.
      –Creo que estoy gafado.
      –Lo que  estás es gordo.
      –¿Gordo? Y, ¿dónde ves tú gramos de grasa en mi cuerpo? –se quejó ofendido.
      –Es cierto, no estás gordo, eres torpe –y lo dijo con toda la naturalizad del mundo–. Toma asiento en otra silla. –Ocultó una sonrisilla mordaz.
      Gilbride se sentó en un banquillo robusto, reposó la pierna en una silla cercana y apoyando la espalda en el borde de la mesa, sujetó la jarra de vino que una criada le entregó.
      Después de eludir preguntas del tipo, ¿por qué te fuiste cuando Colin murió? Pasó a hablar sobre los MacLeod.
      –El castillo de Dunvegan no quedó muy bien parado –le explicó a su tío–, y aunque no se desmoronó del todo, ya saben de qué sangre estoy hecho. Tenías que haber visto como corrían cuando yo llegué. No sé de dónde sacaron a sus patéticos aliados, pero soltaron las armas y entraron en los portones principales antes de que cayesen tras la embestida de los arietes –dijo orgulloso como si su sola presencia fuese temible–. La lluvia de flechas caía sin descanso. La batalla comenzó sobre las primeras horas del día y acabó ya entrada la noche. La pena es que fue un alto mutuo cuando la mujer de Hugh MacLeod III, salió en pleno caos y detuvo la batalla. –No le explicaría cómo lo hizo, pero esa mujer era la más valiente que jamás había conocido.
      –Ignoro que te habrán hecho los MacLeod, pero no quiero que pongas a nuestro…
      –Mi vida…
      –En peligro, porque tengo una hija y tres en camino. La partera presupone que son más de dos, ¡tu tía está enorme! –exageró.
      –¿Está embarazada? ¡Eso es genial, tío Arthur! Felicidades.
      De pronto MacBheann sintió una punzada de celos y algo que no supo catalogar en su corta mente. Notaba un intenso vacío, que no sabía cómo llenar. El pecho se le contrajo y se mareó. Como una musa a su mente, afloró la sonrisa de Telma y la forma del hoyuelo derecho de su boca que se le formaba cuando se enfadaba. Su contoneo de caderas al caminar. Sus apetecibles senos pequeños y redondeados, manzanitas maduras para el placer de un hombre que llevaba días hinchado y molesto… Cerró la mente con candado para no pensar en ella.
      Llevándose las manos al vientre, notó las mariposas traidoras que no dejaban de martirizarle. Se resguardó en la conversación por donde la había dejado. Los MacLeod.
      Claro que ellos no le habían hecho nada, pero Gilb era un mercenario que guerreaba por pagas y gloria ajena. Le daba igual a quién matar mientras pudiese blandir su claymore con alguien. Igualarse, aprender, sufrir, verse cara a cara con la muerte. No había nada más. Ningún ánimo de lucro y Mervin bien lo sabía.
      Simplemente y aunque no quería reconocerlo, estaba perdido en la vida. Sinclear y Colin ya no estaban vivos. Su única forma de superar la soledad de la falta de sus progenitores era hacer pagar a otros su sufrimiento. En más de una ocasión había pensado en presentarse en las tierras de los MacCallister, pero buscar al responsable del asesinato de su madre, era una tarea tardía. Luck se había escondido y sólo de vez en cuando se dejaba ver por los caminos, junto a su cuadrilla. En diversas ocasiones Eideard había llegado a molestarle con insinuaciones de cobardía y hombría. Le quisieron robar, pegar y matar. ¿Acaso tenían miedo de que pudiera vengarse? Claro que lo pensaba hacer, pero quería dejarles el miedo en el cuerpo. Cuanto más tiempo pasase, más dejarían a un lado la idea de que el pobrecito de Gilbride no se tomaría la justicia por su mano. Lo estaba consiguiendo. Eid se había acercado a él sin temor aquel día en el mesón, después de su último encuentro de hace diez años en la casita que ahora la forastera ocupaba. No le tenían miedo y ahora era el momento perfecto para atacar.
      –Gilbride. –El bueno de Arthur movió una mano delante de su cara y volvió de sus pensamientos.
      –¿Qué?
      –Los MacLeod. No quiero que ensucies el nombre de los MacBheann luchando contra ellos. No sé si me entiendes, muchacho.
      –Entender lo entiendo. Querer parar ya es otra cosa. Yo no voy clamando a voz en vivo que los MacBheann queremos las cabezas de ellos. Sólo proclamo mis ganas de luchar, ¿qué importa lo que un sólo hombre haga si todo su clan no le sigue?
      Pregunta estúpida, sabiendo las razones obvias de lo que acaba de decir.
      –¡Ay la madre…! –Arthur se llevó las manos a la pelona cabeza–. Un hombre puede matar y un ejército seguirle. Un hombre puede dictar sobre corazones ignorantes y una masa enloquecida y preñada con las mentiras de ese único hombre, destruir y peligrar la integridad humana. Y cuando se trata de clanes, muchacho, sólo observa como juzgan a los otros MacCallister por los crímenes de Sir Luck Logan y es sólo un hombre –lo estaba riñendo–. Es increíble que no sepas en que tiempos vivimos. Aquí se condena a toda la cesta cuando una manzana está podrida. No me creo que tú hayas pronunciado esas palabras. Confiésame, ¿algo te preocupa? ¿Me lo quieres contar?
      Silencio.
      Después de meditar bastante sobre sus problemas, se paseó las manos por el largo cabello castaño y comenzó a jugar con los adornos de sus trenzas. Telma lo estaba llevando a actuar como un ignorante. Él sabía la diferencia entre los actos de un hombre o de todo un clan. Era como por así decirlo, culpar a todos los ingleses de ser unos desgraciados, cuando no todos tenían la culpa de los asedios constantes que asolaba a Escocia con guerras tras guerras. Arthur seguía mirándole a la espera de que hablase.
      Era duro contarle lo que ya había escupido anteriormente a Mervin.
      –Es por una mujer. –Respondió al fin, con la vista perdida.
      –¿De verdad?
      – De la buena.
      El whisky pasó a ser la bebida reina del Gran Salón, cuando el vino quedó acabado a un lado en la mesa. Ambos hombres hablaron sobre mujeres y los horribles dolores de cabeza que daban. Eran malas, desde luego que lo eran. Diablos con tetas que con sus cuerpos y sus maneras hacían del hombre su esclavo.
      Gilb odiaba estar en baja forma mental. No quería pensar en una sola mujer. Él las quería a todas y no verse obligado a compartir el resto de su vida con una sola. Le daba miedo, miedo el compromiso. A jurarle amor eterno a alguien sin poder cumplir con esa responsabilidad. No podría hacer eso el Lobo, ¿o sí?
      –¿Pero no quieres tener hijos o casarte? –preguntó Arthur colocándose el plaid sobre el hombro izquierdo.
      –Esa era mi idea cuando puse los pies en las highlands, pero luego la conocí y todos mis planes se han tambaleado un poco. Recuerdo tiempos pasados, soy el amante de las damas de alta cuna, soy…
      –…un materialista que se ha vendido totalmente cegado a la realidad. –Arthur era muy sincero.
      –Quizás, Mervin me lo dice constantemente.
      Arthur se carcajeó.
      –Lo que no te diga el bueno de Zeus. –Meneó la cabeza y bostezó.
      Gilb se llevó las manos a las dagas que reposaban alrededor de su cintura y desenfundó una con parsimonia. La lanzó contra un tapiz familiar que odiaba desde que era un chiquillo y tensó los músculos.
      –¿Aún tienes ese horrible tapiz colgado? ¿Cuándo podré verlo quemado?
      –¿Ya estamos otra vez? ¡El tapiz me lo dejas quieto! –le riñó como solía hacer cuando era pequeño.
      –¡Es horrible!
      Vio su arma clavada en el cortinaje y observó con ojos fijos el dibujo de aquel cerdito con la cabeza alta, majestuoso y orgulloso caminando por un campo verde, mientras dos perros lobo lo seguían de cerca con sus fauces bien abiertas.
        –¿Sabes? Colin lo tejió cuando tenía catorce años –se giró para mirarlo–. Decía que tu padre era ese cerdito. Que caminaba sin molestarse en mirar los peligros de la vida y que por eso era tan feliz.
      –¿Así que mi padre era un cerdo?
      Los dos rieron de nuevo.
      –¡No era un cerdo! Era un hombre demasiado tranquilo. Vivía más allá de las pretensiones. ¿Lo comprendes?
      –Ahora sí.
     –Con la tontería del tapiz me has cambiado de tema. Háblame de esa mujer.
      –¿Tengo que seguir humillándome?
      Arthur juntó los dedos y dejó un mínimo espacio entre el índice y el pulgar.
      –No tienes remedio, tío. Apenas la conozco. Ella es una chica muy imperfecta para mi gusto. En el poco tiempo que he estado a su lado le ha dado tiempo a pegarme con un cubo, me ha tirado piedras a la cabeza, me ha insultado… –evitó recalcar su intento fallido de sexo.
      –¿Cómo se llama?
      –Se llama Telma de León.
      –¿Española? ¡Me gusta! Las mujeres españolas son fogosas y tienen un carácter terrible.
      –Ella lo tiene, pero es inocente y dulce a su vez.
      –Ojo, no he dicho que no sean dulces o inocentes, muchacho.
      –¿Quieres callarte y dejarme contar la historia? –se inclinó hacia delante apoyando los codos en los muslos, después se alisó el kilt con aire distraído.
      –Lo que pasa, es que esa extranjera me ha quitado la casa y llevo semanas durmiendo en el hostal del viejo Búho. Telma no quiere irse y yo quiero recuperar lo que es mío pero no quiero dañarla. No es la típica mujer con la que estoy acostumbrado a relacionarme. No tiene codicia, es joven, demasiado joven para un hombre de treinta años como yo.
      –¿Qué edad tiene?
      –Pues no lo sé. –Se encogió de hombros.
      El Laird golpeó la mesa con la palma de la mano y de nuevo comenzaron las carcajadas. Gilbride sospechaba que la gente se reía muy a menudo de él. Al menos últimamente.
      –¿No le has preguntado nada sobre su vida? –quiso saber.
      –Alguna cosa, pero poco importante, su nombre, su clan. Poco más.
      –Pues tu tío hacía todo lo contrario –una voz femenina y ronca los sobresaltó, era su tía–. Tu tío me acosó a preguntas cuando nos conocimos hará ya veinte años, no se callaba ni bajo el agua.
      Lorenay MacBheann daba pasos cortos, mientras su doncella personal la ayudaba sujetándola del brazo. Cuando se detuvo delante de Gilbride, él se puso en pie y besó la mano de su tía. Estaba claro que Isabel era el vivo retrato de su madre.
      Poco sonriente como de costumbre, Lorenay posó sus ojos negros en él. La francesa apretó el brazo de su sobrino cuando decidió tomar asiento y lo hizo despacio, tomándose su tiempo.
      –Lo siento, ma chère, pero estoy tan gorda como horrible y me duele todo.
      –No digas tonterías, estás preciosa.
      –¿Me has visto bien?    
      –Lo suficiente para que sigas siendo mi tía favorita –sonrió encantador–.Seguro que salen unos primos colosales y llenos de energía.
      Consiguió arrancarle una sonrisa a la pobre mujer que se colocó la trenza al lado derecho de su hombro y acarició las puntas. Quizás la manía de Gilb venía de ella.
      –¿Sabes querida mía, que nuestro magnifico sobrino tiene problemas de amor? –soltó fanfarrón Arthur y Lorenay aplaudió por la noticia.
      –¡Es maravilloso! Gilbride se nos casa por fin.
      –No corras tanto, maldita sea. –Se quejó el highlander y desclavó la daga cuando se aproximó al maldito tapiz.
      No, ahora que lo miraba con otros ojos, con los del conocimiento, sonrió y acarició al cerdito añorando a su padre. Lo necesitaba.
      –No le hables así a tu tía, es muy capaz de tirarte a las brasas y comerte.
      –Ignoraré a ambos –dijo ella–, mon amour, ¿quién es la elegida? ¿Una marquesa aburrida, una viuda rica? ¿Una joven cortesana de la corte de Jacobo? Déjame pensar. ¿Quizás una hija virginal de algún Laird a la que hayas desflorado por error?
      MacBheann se giró sobresaltado, con los ojos muy abiertos. ¿Esa era su reputación? Ahora comprendía aquel grito interior que lo hizo volver a casa. Tragó saliva duramente y comprendió el significado de los cuentos de su madre.
      –Muy bien, si queréis saber cómo es, mañana por la noche vendré a cenar con Telma. Si antes no acabo lapidado. –Mientras se daba media vuelta y salía del Gran Salón, escuchó a sus tíos morir de risa.
      ¡Maldita chiquilla! Hasta sus tíos se reían de él por sufrir mal de amores.


Al día siguiente.


      Agarrándola de las piernas como un conejo indefenso, la arrastró fuera de la cama cerca de las nueve y media de la mañana. Ahí llegaba, sin modales ni juicio para echarla sin resentimiento.
      Golpeándole con una zapatilla había conseguido apartarlo a un lado, pero mientras hacía ademán de sacarlo de la habitación a empujones, el hombre la cogió al vuelo y la dejó sobre su hombro. Como un saco de sémola.
      –¡Maldito escocés arrogante y desgraciado, suéltame!
      El camisón de lino se abrió dejándole el trasero al aire, algo que Gilbride no desaprovechó para tocar, pues paseó su dedo entre nalga y nalga y luego lo metió entre sus pliegues para sacarle un gemido inesperado, antes de devolver a cubrir ese trasero respingón y terso con la tela.
      –¡Pero no me metas el dedo ahí!     
      Entre gritos y pataletas bajó con ella las escaleras, pero Telma se agarró a la barandilla y no se soltó. Gilbride sufrió mucho para arrancarla de ahí y seguir bajando hasta sentarse en una banqueta y ponerla encima de sus piernas.
      –Hoy estás de suerte. Vas a cenar conmigo.
      –¿Eso es suerte? ¡Si me sacas de la cama como un loco vikingo, no esperes que acepte nada! ¿Sabes llamar a la puerta o tienes modales?
      Lo miró con severidad, pero esa mañana Gilb estaba más radiante que nunca. Lo adoraba.
      –Oh vamos, no seas así, mira. –Señaló a otro hombre que estaba apoyado en la puerta de entrada. Pelirrojo y medio dormido, bostezó y saludó, Zeus Mervin.
      –¡Mervin!
      –Latha math. No diré que tal has despertado, ya veo lo idiota que puede llegar a ser el musculitos. –Se echó a reír y salió fuera cuando vio que Gilbride lo miraba con ferocidad.
      –Después de que te deje lavarte, forastera, vamos a ir a comprarte algo de ropa, el día de hoy te lo regalo a ti. –Le acarició la mejilla y ella cerró los ojos.
      Lo notó inclinarse hacia delante y la cogió en brazos sintiéndose una princesa de cuentos de hadas. Él caminó de nuevo hasta las escaleras y la dejó en el primer peldaño de madera. Ambos se miraron fijamente. Gilbride alzó su gran mano llena de cicatrices y le tocó un seno y luego el otro. La sobó unos segundos antes de que Telma le abofeteara ofendida y él se girase sobre sus botas sonriente y animado para salir fuera.
     ¿Cómo se atrevía a tocarle los pechos?
      Estaba confusa y tenía sueño. Cuando salió de casa una vez vestida, cerró la puerta con llave y la guardó en el bolsillo del delantal grisáceo. Se remangó las mangas blancas y caminó con una mano en la cadera, haciendo bailar el contoneo de sus pasos hasta detenerse tras Mervin y ver a Gilb jugando con unos cuantos gatitos a pesar de ser alérgico.
      –¿Vamos a ir a comprar telas? –quiso saber, pues no estaba para derrochar lo poco que tenía ahorrado.
      –Mervin ha tenido la idea –respondió el highlander–. Como voy llevarte a cenar a casa de mis tíos, pues tienes que ir bonita. Si fuese por mí, te llevaría desnuda, cualquier cosa que lleves o que no lleves te hace estar preciosa.
      –¿Dé verdad me vas a llevar a cenar con tu familia? –se le hinchó el pecho del gozo.
      –De verdad, niña. ¿No quieres?
      –Claro que quiero, pero confieso que me coge descolocada, no esperaba nada de eso y menos de ti.
      –Aprovecha que está generoso. –Dijo Mervin abrazándola y ella le devolvió el abrazo.
       Sobre las horas siguientes estuvieron cabalgando por el camino que iba directo y sin dar mucha vuelta hacia Inverness. Gilbride la llevaba con él, como el día del acantilado y mientras viajaban hacia el pueblo, estuvieron hablando de María Isabel, la prima de MacBheann, que se iba a casar al día siguiente. Telma se ladeó para mirar el rostro sin afeitar de Gilbride y sonrió cuando la tarde pasada le preguntó con quién se iba a casar ella. ¿Con él o con otro? Estaba claro que de hacerlo, podría ser con el highlander.
      Comenzaba a comprender porque era incapaz de dejarse de tocar por las noches cuando el ardor que le producía pensar en Gilbride, anegaba todos sus sentidos de mujer. Tenía diecinueve años pero en ningún momento de su vida había conocido un tipo que la hiciese morir de rabia o de placer. Nadie igualaba la sensualidad que tenía ese hombre rudo y fuerte. Con esa tonta manía de tocarse el cabello cada dos por tres.
      Virgen y extraña en una tierra de druidas y leyendas paganas, había viajado para poder seguir viviendo después de haber matado en España. Salió ilesa de una violación contra MacCallister y de un momento caliente y febril con MacBheann en el acantilado frente al mar. Y seguía siendo la señorita indiscutible de la casa. No le iba tan mal, ¿no?
      Sonrió y por primera vez alzó la vista al cielo para ver la claridad en su vida gris. Eso era, seguir adelante, conocer nuevos territorios, personas y sentimientos. Escocia le había resultado ser un sitio horrible, lleno de salvajes y costumbres raras pero Mervin con su acostumbrada afabilidad y Gilbride protegiéndola y molestándola en los momentos más inoportunos le habían demostrado que había oportunidades hasta para una forastera que apenas comprendía la mitad de las palabras. Iba día tras día a los pueblos cercanos para aprender del vocabulario y ahora pensaba que podía mantener largas y aburridas conversaciones, conjugando de forma acertada y correcta.
      La mano de su hombre… ¡No! No era su hombre, pero sabía que le gustaba tenerlo cerca. La mano se posó en su cabeza y la hizo apoyar contra su torso, mientras le acariciaba un mechón dorado enredándolo en su dedo largo. Podía ser tan tierno cuando se lo proponía…



      Quizás ella no se daba cuenta, pero cada vez que apretaba el trasero contra él, se ponía malo. Ya estaba duro y caliente y si Mervin no estuviese con ellos la hubiese tomado en el mismo caballo.
      Las gotas de sudor resbalaban por su frente perlada, era un día bien caluroso. Justo cuando ladeó la cabeza para cubriese de la claridad con el dorso de la mano, divisó un brillo que traslucía en los árboles de su derecha. Abrió mucho los ojos y supo lo que era. ¡Una ballesta!
      Espoleó las riendas y la yegua se encabritó, en cuanto lo hizo agarró a Telma tirándola al suelo y la flecha que salió disparada hacia ellos se le clavó a él en el hombro.
      –¡Gilbride!– gritó Mervin.
      –¡Siud! –señaló–. En los árboles de tu derecha, el tercero por la fila de la izquierda! –avisó Gilb e hizo barricada con el cuerpo de la yegua para cubrir a Telma que había caído de bruces al polvoriento camino.
      La miró y gruñéndole sin palabras la obligó a quedar donde estaba, ella asintió pero chilló al estremecerse por la sangre que estaba perdiendo él. El astil de la flecha sobresalía por su hombro herido, pero parecía no importarle.
      Mervin ya había desenfundado uno de sus cuchillos y lo lanzó con tal precisión que del árbol cayó un hombre.
      –¡Alto!
      El pelirrojo saltó de su caballo gris y corrió hasta el atacante. No era ni más ni menos que Nathair, el hermanastro de Eideard y seguro que sus compañeros no andarían muy lejos de ese hombre de ojos saltones. Su cabello rubio seguía tan enmarañado como sucio. Mervin se le tiró encima.
      Gilbride desmontado de Ginebra miró a su bella forastera y le tendió la mano para levantarla del suelo.
      –Niña, arriba.
      –¡Gilb, te han dado! ¿Estás bien? ¿Te duele? ¿Qué hago?
      Él sabía muy bien lo que quería de ella. Una cama, el fuego de la lumbre y cubrirla con su peso en un lento coito de caricias. Le daría la luna si se la pedía y las estrellas si las exigía. No pudo evitar sentirse complacido al saber que Telma se preocupaba por él. La estrechó entre sus brazos alejando el dolor y la tomó del mentón con el índice y el pulgar. Así es como reclamó lo que más ansiaba de ella.
      –Bésame Telma. –Le pidió.
      –¡No me jodas, Gilbride! –se quejó el medio escocés–. Deja el arrumaco para después.
      Gilbride se echó a reír para ponerse a pensar que sólo a él se le podía ocurrir tal cosa en un momento como aquel. El beso tendría que esperar en las sombras, pero de aquella noche o de mañana no pasaría.
      Telma le miró con los ojos brillantes llenos de ternura y se apartó, pero supo que ella deseaba lo mismo que él, su comportamiento cándido se lo confesó con caricias de miel y melocotón.
      La apartó para caminar hasta el hermanastro de MacCallister, que lloriqueaba sin valor para arrancarse la daga que tenía clavada en la ingle. Nathair se removía en el suelo presa de los nervios y la ira, sabía lo que se le venía encima y no era nada alentador. Mervin le propinaba codazos para noquearlo, pero Nathair se resistía como una alimaña devolviendo la mitad de aquellos golpes que recibía. Finalmente, el forajido pateó el abdomen del pelirrojo que cayó de espaldas y se incorporó con la intención de huir internándose en el bosque. Fue un error, Nathair se topó de frente con el bíceps del MacBheann y cayó redondo al suelo.



      La había cagado. Llegó a pensar que podía matar al infame Lobo para  satisfacer la petición de Eid de acabar con el hombre que seducía a la extranjera, pero no pudo acabar el trabajo que le habían encomendado. Ahora estaba en un gran apuro. Con la boca contra el suelo, escupía toda la tierra que Mervin le hacía tragar.
      Cuando Mervin se cansó de jugar, Gilbride se acercó a él y le apretó la mandíbula y le arrancó el cuchillo de la ingle. Nathair bramó insultando y pateando al aire. ¡Los odiaba y mucho! El maldito cabrón de Zeus Mervin se beneficiaba de una buena puntería y Gilbride era un insensible que tanto le daba matar hoy que mañana.
      Tenía que haber estado más atento, pero había metido la pata y a pesar de todo, si llegaban a torturarlo, se prometió no decirles nada de Luck.
       –¡Maldito escocés, has hecho daño a Gilbride! –la bofetada que le descargó la muchacha, le hizo hundir la cara contra el árbol, raspándose así la mejilla. Gilbride lo empotró de nuevo, con un demoledor empujón cuando hizo ademán de apartarse.
      –Ya has escuchado a la mujer, habla Nathair, será lo mejor para todos y para tu escuálido cuerpo. No me apetece arrancarte el aliento.
      No diría nada, pensaba morir antes de hablar. Miró por encima del hombro al ángel de plata que lo observaba furiosa y con una mueca expectante. Era normal que Eideard estuviese encaprichado con ella, era bonita, una ninfa.
      –Es guapa la zorra. Dime Gilb, ¿te la has follado ya? ¿No quieres vendérsela a mi hermanastro? –preguntó para poner furioso al highlander, pero éste que se encontraba rascándose el mentón, sacó la lengua y la paseó afiladamente por la comisura.
      –La zorra no está en venta. –Exclamó Gilb y se cruzó de brazos tranquilamente.
      –Si no te has follado a la chica, lo habrás hecho con tu amigo, ¿me equivoco? –les provocó–. Dicen que le gusta que le den por la retaguardia. –Insinuó ciertas intimidades de Mervin.
      Durante mucho tiempo se había extendido el rumor que Campbell era un desviado invertido inmoral. Que había estado prendado del sacerdote de Inverness y que incluso habían tenido relaciones esporádicas. Aunque no se le podía juzgar por eso, el padre Abraham era el fetiche de cualquier muchacha joven o entrada en años.
      El medio escocés lo trincó de los pelos y lo lanzó por los suelos, totalmente cabreado. Nathair se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando recibió una patada en el vientre.
      –Au, no me trates tan mal Campbell, si sigues así no te dejaré encularme…
      –¿Te manda Luck? –Mervin ignoró su juego.
      –Sabéis que soy el menos indicado para hablar. –Respondió.
     Con la boca pastosa escupió la tierra que había tragado. Después de algunos golpes más, en los cuales se divirtió burlándose de ellos,  lo ataron por las escuálidas muñecas con una cuerda y se lo llevaron arrastrándolo camino a casa de Arthur.


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Highlands -Capítulo 3 (Promo)


 Aviso: Borrador sucio y sin corregir (no es la maqueta limpia de la novela publicada, ya que nunca subo lo bueno a internet por culpa de los intentos de robo que he sufrido de mis novelas ) y que se han solucionado legalmente ante la Ley. Para disfrutar de la novela puedes hacer un pedido en raycuenca@hotmail.com o contacta con la editorial  info@editorialcirculorojo.com

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18

 
Capítulo 3
Una cita con MacBheann.




      Gilbride gruñó como un oso muerto de hambre, pues habían tocado la moral a su joven forastera e iba a limpiar su honor de doncella. Podrían haberla violado, pero ellos morirían con ese recuerdo y no volverían a tocar a otra mujer.
      Preocupación por Telma. Por esa muchachita adorable.
      Mervin se tendría que callar el resto de su vida, si era capaz de cortejarla después de haber matado a esos salvajes sin tierras ni casa. Sería su héroe, ¿verdad?
      Se ladeó y propinó un puñetazo en el esternón a Iver, un hombre de larga cabellera morena y el rostro cortado por una cicatriz. Cuando el desgraciado se quedó sin aire, otro se lanzó en su ayuda, saltándole a la espalda para coserlo a puñaladas. Ese era Bartley de los Farquanson. Enfermizo, peligroso y con la mandíbula torcida por todos los golpes que se había dado de pequeño por ser medio ciego.
      Bartley tironeó del cabello a Gilbride, obligándole así a inclinar la cabeza hacia atrás para poder cortarle la garganta, pero había subestimado a su enemigo, pues Gilb corrió de espaldas hacia una pared, ensartó en los cuernos del ciervo disecado al delgado esbirro de los Farquanson y el tipo aulló hilvanado, muriendo en el acto. Los cuernos también habían penetrado algunos centímetros de nada en la espalda de MacBheann, pero no hizo sonido alguno de molestia. No les daría ese gusto.
      Delante estaban los que quedaban, que eran Iver tosiendo sin aire. Eideard entre desfallecido, agotado y lleno de coraje, con la boca hinchada, la ceja partida, la nariz rota y un corte en la mejilla. Escupió dos muelas que rodaron por el suelo. Nathair, el pequeño de los MacCallister y el favorito de Luck Logan, se crujía los nudillos. El mastodonte de Stirling que le miraba con fijeza y con los dientes apretados buscando cualquier hueco por donde atacarle. La sangre corría por la comisura de sus labios, cayéndole por la barba rojiza mal afeitada y bajando por el cuello hasta entrar en la raída camisa gris. Era un gran luchador y algo tan grave como tener un brazo roto le daba igual. Y tras él, empuñando un gran hacha de guerra, estaba el viudo «vikingo» Erick Herger, el joven acogido de Luck Logan.
      Los cinco respiraron acaloradamente cuando Gilbride parecía ser un semidiós que no necesitaba conseguir oxígeno para seguir golpeando, pero era todo pura fachada, por dentro estaba igual de agotado como el que más.
      Los MacCallister se miraron entre ellos y comenzaron a dar pasos cortos hacia delante. Tenían acorralado al highlander y con suerte podrían ensartarlo en los cuernos como a su infortunado y fallecido amigo. Pero ante ellos y empuñando un arma, apareció la mujer del tabernero. Con aquella gran guadaña en las rechonchas manos, la señora Marian la blandió de lado a lado para intimidarles e impedir que siguieran avanzando.
      Nathair sonrió y hablo:
      –El perro ayudado por una vieja bruja. Deje eso señora o se hará daño y, no queremos eso, ¿verdad? –se relamió los labios.
      –Muchacho cuida esa sucia boca o te la lavaré con jabón. ¿Cinco contra uno? ¡Me parece ofensivo y de cobardes! Vuestro padre, joven Nathair, os tendría que haber enseñado mejores modales.
      Los MacCallister se carcajearon por las palabras de la mujer y Eideard se adelantó para agacharse y recoger sus dientes. Marian le miró sin sentirse acobardada por esos rudos hombres, que por vivir en el bosque se habían convertido en alimañas sin sentido de la ley o la justicia.
      –¿Vamos a hacer caso de una estúpida mujer? –preguntó Erick alzando el hacha, pero Gilbride mantuvo la claymore muy cerca del rostro del descendiente de vikingos y éste le mantuvo el reto, no se movió.
      Se miraron a los ojos, hombre contra hombre. Fuertes y valientes sin miedo a la muerte.
      –Sois idiotas, Jesús bendito. Os acabo de dar una paliza a los seis, uno de vosotros está muerto –señaló tras él–. ¿Acaso deseáis acabar igual? Yo por mí sigo y os mato a todos.     
      Se humedeció los labios y Erick bajó el arma y le dio la espalda para alejarse.
      –Esa ramera a la que proteges –dijo Nathair–, mató a uno de nuestros hermanos. Eid sólo quiere divertirse con su pertenencia. Es posible que en su vientre se esté gestando un bastardo. –Sonrió con desdén y tuvo que salir corriendo al ver venir a un enfurecido Gilbride hacia él.
      Nathair se escondió tras la espalda de Stirling y se sintió seguro.
      –Marica. –Bufó Gilb a ese cobarde.
      La pelea siguió. Las jarras y las sillas fueron estrelladas entre ellos. Caían al suelo, se levantaban, se golpeaban y seguían rompiendo cosas. Se tiraban a la cabeza vasos y platos. Se tiraban hasta un gato que encontraron arrinconado en una esquina y el animal hundió las uñas en el rostro de Iver que gritó incrédulo, mientras salía por la puerta perseguido por el tabernero que empuñaba un rastrillo.
      –¡Ven aquí maldito desgraciado!
      Los que quedaban dentro, se volvieron a tirar encima de Gilb, él bloqueaba y atacaba con su espada. Tenía los brazos llenos de cortes, de magulladuras y de quemaduras, pero siguió dando guerra. Eideard ya agonizaba sin sentido encima de la barra y la pelea terminó cuando Zeus Mervin atacó por la espalda a los MacCallister apuñalando a dos de ellos en el costado, nada grave.
      –¡Maldito cobarde! –gritaron los heridos.
      En estampida se fueron marchando y dejaron al muerto colgado de la cornamenta del ciervo disecado.
      –Touché.


En casa.

      –¿De verdad ha podido con todos ellos? –casi gritó Telma mientras Mervin le daba un masaje en los pies. Apenas hacía una hora que habían llegado a casa de MacBheann y se respiraba serenidad. El acalorado y cansado guerrero estaba sentado con las piernas abiertas en una de las sillas nuevas, con la pierna sobre una banqueta. Una postura poco moral, donde la chica evitaba mirarle los testículos que quedaban a la vista, él no llevaba calzón bajo el kilt. Gilbride no se había dejado curar la herida de la espalda, pero si las de los brazos y bajo el mentón, cuando una daga de los atacantes le había cortado desde el labio inferior hasta la barbilla.
      Mervin se había arrodillado en el suelo para atender los cansados pies de Telma, ahora que tenía el placer de conocerla, no podía negar que le entusiasmaba que una chiquilla hubiese puesto de tan mal humor a su mejor amigo. Ella seguía muy nerviosa y el burro de Gilbride era incapaz de tocar los pies de una mujer sin meter la cabeza entre sus muslos, por eso mismo el pelirrojo se ocupaba de ella.
     –Sí, levantó a los cóignear por encima de su cabeza y los fue lanzando uno a uno por los aires –Mervin respondió la pregunta de la extranjera y movió las manos en todas direcciones para explicarse–. El mesón ha quedado hecho un desastre y ya verás cuando Marian llegue con la lista de destrozos que hay que pagar –eso se lo dijo a Gilb–. Ni todo el oro del mundo callará los gritos de esa arrabalera.
      –¿Qué es cóignear en gaélico? –preguntó ella.
      –Creo que la traducción exacta al castellano es cinco personas. Tenemos que enseñarte algunas palabras o expresiones que desconoces, para hacer más extenso tu léxico y que puedas ayudarme a poner verde a Gilbride. –Bromeó y ella sonrió divertida.
      –Tenéis una forma de hablar muy cerrada, por eso no puedo dejar de preguntar. –Replicó.
     Los dos se echaron a reír, mientras la mirada salvaje del highlander no se apartaba de los ojos de la chica. Telma parecía adorar la historia que el pelirrojo le iba contando sobre la trifulca.
      –Zeus Mervin, ¿me puedes contar más sobre lo sucedido en la taberna?
      –Llámame Mervin a secas, Telma.
      –Mervin, sigue con la historia.
      –¡Por fin una persona que quiere escuchar mis historias! ¡Bien! –apretó los deditos del pie y los relajó con suaves presiones.
      Mervin se aclaró la garganta y cogió de nuevo la damajuana con olor a menta, se frotó las manos con el líquido y volvió a seguir masajeando a Telma, que gimió gustosa cuando él hizo presión en la planta del pie.
      Gilb parecía que se había puesto furioso cuando Mervin consiguió sacarle un gemido a la chiquilla. El medio escocés miró de reojo a su salvaje compañero y Gilbride le hizo saber echándose a toser de forma cuentista, que le iba a partir los dientes como Telma volviese a soltar un ruidito sensual. Pero Mervin que adoraba enrabietar a su compañero, frotó y frotó el pie delicado de Telma hasta que ella inclinó el cuerpo hacia atrás, para recostarse contra el respaldo y se mordió el dedo disfrutando del masaje. Con esos suspiros tan dichosos, consiguió endurecer el miembro de Gilbride, que bufó irritado paseando su lengua de una comisura a otra.
      Telma, quedándose un poco traspuesta por las caricias, abrió los ojos al notar que las callosas manos de Zeus, ahora eran más rasposas contra el empeine y sus caricias más toscas. Cuando descendió la mirada se encontró con aquel animal. MacBheann estaba arrodillado en el suelo y había dejado a  Mervin bajo la mesa de un guantazo.
      –¿Qué miras? –inquirió con voz ronca el hombre.
      –P-pero… –el dedo del guerrero se posó en sus labios y ella no pudo evitar darle un suave besito, quizás buscando tranquilizarlo.
      Ante lo arrogante que era ese cabestro, la forastera se dejó acariciar cuando sus manos llenas de cicatrices mimaron algo más que sus tobillos, pues subieron por el gemelo y ella se tensó. Lo miró fijamente, tanto como él la mirarla a ella.
      Gilbride agachó la cabeza y besó su rodilla, elevando con cuidado el borde de la falda para dejarla bien doblada sobre el muslo. El calor invadió el salón. ¿O era ella la que ardía? ¿A lo mejor era él?
      Mervin se incorporó murmurando como una vieja agorera. Sabía que cuando algo se cruzaba en el camino de su amigo, no había forma de quitarle la tontería, ahora se había encaprichado de la moza e ignoraba hasta qué punto llegaría Gilbride para recuperar su casa.
      –Ahora vengo. –Se levantó del suelo después de gatear bajo la mesa y salió dando un portazo.



      –Dime Telma, ¿te gusta así? –paseó la lengua alrededor de la rodilla y los lunares que se encontraban ahí.
      Siguió haciendo círculos con aquella caliente lengua y la vio morderse los labios después de humedecerlos. Eso bastó para comenzar a subir por la pierna, besando el muslo por la cara externa. La estaba deseando más de lo que se había imaginado. Necesitaba hacerla suya, hundirse entre sus pliegues y hacerle tocar el cielo. Era un hombre que había deseado a muchas a lo largo de su vida y ella era una más con la que poder desfogarse.
      Sólo una más, ¿verdad?
      Él la había protegido, había limpiado su honor contra los MacCallister, le había comprado unos preciosos muebles que ella jamás hubiera soñado con tener y no había tomado represalias cuando Telma le golpeó en la cabeza con el cubo el día anterior. Era suya. Ya había hecho más por ella que por otras en su vida de amante.
      La joven se movió y cambió de postura, le pareció que aunque incomoda, estaba luchando contra algo que batallaba dentro de su corazón. Sonrió mirándola desde su posición y se prendó de nuevo de esos ojos tan imperfectos. Era una pequeña hada manceba y él un fauno en busca de una noche entre sábanas y jadeos.
      Apoyó las manos en sus pequeñas caderas, donde un hombre podría perderse durante horas y tiró bruscamente de ella hasta que estuvo sentada en el borde de la silla. De nuevo, Telma se humedecía los labios y Gilbride no aguantó más, elevándose sobre sus rodillas fue a besarla, pero Mervin volvió a entrar y se cortó la magia.
      –¡Mira Gilbride! –el medio escocés estaba eufórico sujetando a un gato–. ¡Mira que preciosidad de gato he encontrado ahí fuera!
      El pelirrojo llevaba el gato cogido como si fuese un bebé e incluso para degenerar al animal, lo acunaba.
      –Ese es Highlander. –Dijo Telma, observando al gato negro de ojos amarillos y cola anillada en blanco.
       La forastera escapó de Gilbride para ponerse a la vera de Mervin y acariciar tras las orejas al animal que maullaba.
      –¿Se llama Highlander? –preguntó boquiabierto el pelirrojo y comenzó a hacerle pedorretas. El gato se quejaba con lamentos de desesperación.
      –Vete Mervin. –Gruñó Gilb.
      –Hola Highlander, ¿cómo estás? ¿Quién es el más bonito de la casa? Sí tú, eres tú. Ooooh, dile hola al tío Mervincito!
      –¡Vete Mervin! –Volvió a gruñir alzando la voz, pero Zeus ni se inmutó. Se limitó a ignorarle.
      –¿Es un gato muy bonito verdad? –le dijo ella y el medio escocés asintió martirizando al animal.
      –¡Telma ven aquí! –gimió deseoso el saco de testosterona que comenzaba a cabrearse.
      –Acompáñame entonces arriba, Mervin, allí están los cachorros de Lisa y si quieres puedes jugar con ellos.
      Telma y Mervin caminaron hasta las escaleras que subían al único dormitorio y dos gatos más se unieron a ellos cuando se alejaron. Dejando al excitado MacBheann plantado de rodillas en el suelo con los ojos muy abiertos y con expresión dudosa.
      –¿Es que todo el mundo me ignora? –preguntó y un gato viejo con un ojo malherido se sentó a su lado y maulló mirándole como si le diera una respuesta clara. Un rotundo sí.


Tres semanas después.


      Gilbride estaba harto de masturbarse. Sus intentos de besar o tocar a Telma fracasaban estrepitosamente, pero por culpa de un tercero al que estaba cogiendo mucha tirria. Zeus Mervin siempre brotaba como un champiñón cuando menos lo esperaba y con cualquier excusa se llevaba a Telma con él para jugar o hablar dando un paseo por los terrenos de Beauly. Y esa tarde se había vuelto a entrometer. ¡No lo soportaba!
      Tumbado en una cama, con la mano dentro de la manta y apretando el doloroso miembro mientras pensaba en ella, Gilbride maquinaba un plan sin desatender sus necesidades. Se acomodó y miró el techo de su habitación. Al no poder dormir en su casa, ya que la forastera no le dejaba ni daba permiso para ello, tuvo que arrastrarse humillado hasta la posada del viejo Búho, para pedir una habitación.
      Suspiró totalmente amargado y siguió masturbándose. ¡No era justo!
      Cuando notó que se aproximaba el clímax, jadeó y maldijo entre dientes. No conseguía alcanzar el deleite por sí solo, un hombre de su tamaño necesitaba más que una mano para derramar su semilla y conseguir el preciado orgasmo. Enrabietado golpeó su almohada y la tiró contra la pared desatando su frustración. Bien, ya estaba cansado, volvería a la mañana siguiente a su maldita casa y echaría a esa maldita ocupa hogares, pero ahora tenía que dormir.
      Cuando despertó no lo hizo de mejor humor. Después de lavarse, se puso un kilt, desechó la idea de ponerse camisa y se anudó a la cintura el cinto de armas. Luego el sporran y se calzó las botas. Salió de la posada con la cabeza muy alta.
      –¡Buenos días muchacho! –canturreó el viejo Tomy, acariciándose el bigotillo negro, era el dueño de la posada. Gilb se acercó a él.
      –Buenos sean, Tomy. ¿Todo bien? ¿La familia bien?
      –La mujer dirigiendo mi vida –se echó a reír y golpeó la mesa donde el vaso de leche casi se derrama.– Y mis hijas andan como siempre, creyendo que no me entero con quien se encaman –se rascó la nuca–. Hacía mucho tiempo que no te veía, joven MacBheann. ¿Estás bien? Tienes mala cara.
      –Han pasado muchos años. ¿Tengo mala cara?
      –La misma cara que según mi primo decía que yo tenía al despertarme, cuando me presentó a mi desconsiderada esposa.
      Ese viejo consiguió hacerle reír y se carcajeó bien alto y ruidoso.
      –Siempre son las mujeres el problema del mundo. Tomy, necesito papel y algo para escribir.
      En cuanto el viejo le entregó lo que había pedido, Gilbride escribió de forma rápida y concisa una falsa carta fingiendo ser Elliot Campbell, el tío de Mervin.
      Horas más tarde cuando encontró a su amigo desayunando en una taberna cercana, le entregó la carta y Zeus Mervin salió al galope hacia Dundonnell sin perder tiempo. Se había creído realmente que su tío Elliot lo necesitaba para escoltar a su prima Elisa, hacia las tierras de su prometido. Gilbride era insuperable a la hora de falsificar la caligrafía de la gente. Ahora con Mervin fuera de juego, Telma no se escaparía.
       Cuando llegó al boscaje más espeso de Beauly, donde había levantado los cimientos de su casa, se quedó anonadado observando a Telma tender las sábanas en un improvisado tendedero. La soleada mañana de primavera, envolvía en seda la belleza de esa chiquilla. Su cabello tan liso y rubio reflejaba la luz con destellos plateados que lo llenaba de asombro. Podía seguir las curvas de esos pequeños senos, del vientre y el hueco de entre sus piernas, imaginando su cuerpo desnudo bajo ese vestido de camisa blanca y falda grisácea que no la favorecía. De pronto ansió llevarla a la casa de la costurera Ailein y vestirla para complacerse él mismo.
      –Me deja sin sentido. –Confesó a la nada.
      Telma se inclinó dándole la espalda al highlander. Ella aún ignoraba que estaba ahí y revolvió las prendas que quedaban por tender en el cesto de mimbre. Ver aquel trasero respingón pidiendo a gritos un pellizco o una palmadita en aquella posición tan golosa, lo hizo saltar del caballo automáticamente sin mirar por donde pisaba y tropezó de forma muy patosa, tanto que cayó al riachuelo de bruces.
      Telma se giró asustada con la funda de la almohada en las manos y miró más allá del puente. Al reconocer la yegua que estaba más tranquila que unas pascuas, corrió hacia la orilla y ahí en el agua, cómodamente sentado le sonreía Gilbride MacBheann.
      –¿Es una buena mañana para un chapuzón matutino? –le preguntó al verlo tan  a gusto por el remojón.
      –Digamos que sí. –Susurró él, palmeando el agua.
      –¿Hoy tendré que aguantar alguna amenaza nueva para que me vaya?
      –Que yo sepa niña, las otras semanas he sido comprensivo con tu situación, la cual no sé ni me interesa saber, pero bien mirado podría echarte a empujones. Además, yo no amenazo. –Se quejó ofendido.
      –No me voy a marchar Gilbride, no insistas más por favor –miró al cielo implorando paciencia–. ¡Venga ya! Claro amenazas, siempre lo haces.
      Silencio. Pasó un ángel entre ambos y tuvo que pensar con celeridad qué hacer.
      –¿Te place mi maise forastera el compartir el placer del chapuzón con un hombre atractivo y mojado?
      Ambos se echaron a reír y ella alargó la mano para sacarlo de ahí. Una vez fuera del agua, Gilbride se escurrió el kilt. La miró de reojo y sonrió satisfecho cuando la muchacha no apartó sus extraños ojos de sus muslos. Gilbride quiso levantarse un poco más el kilt, pero seguro que ella acabaría llorando por verle de nuevo el miembro y no le apetecía aguantar los llantos de nadie.
      –¿Tienes hambre? Te invito a comer.
      –Acabo de desayunar. –Dijo ella.
      –He dicho a comer, aún quedan un par de horas. ¿Quieres? –fingió ser tan modosito como encantador.
      –Me parece raro que me invites.
      –Estoy muy generoso, me he levantado feliz. –Mintió.
      Su idea era llevarla a comer a un lago y allí hacerla suya como quien no quiere la cosa, si no cataba su miel y su edén ahora mismo, no se quedaría tranquilo y estaba harto de darse placer con la mano.
      –¿No tienes nada mejor que hacer, admítelo Telma. ¿Puedes preparar una cesta con pan, queso, algo de carne y una manta?
      –¿Es una cita? –preguntó tan recelosa como fascinada.
      –¿Una cita? Podría llamarse así, pero no lo es. Es más una escapada de amigos. Tengo que procurar protegerte, porque los MacCallister aunque no hayan dado señales de vida, siguen por estos lares. Vamos no tengas miedo –le tendió la mano–. Nunca hago nada que te ponga en peligro. Creo que me he portado muy bien contigo. –Se acercó a ella lo justo para rodear su cintura y besarle la sien.
      –No tienes que defenderme de nadie –Telma se apartó–, me desequilibra que digas que me proteges cuando no piensas más que en echarme de aquí.
      Gilbride no entró al trapo, sólo le brindó una sonrisa afable, aunque por dentro le apetecía pegarle una patada a esa engreída española.
      Ella le hizo caso y se metió en casa para preparar la cesta con lo que él le había pedido.
      –¡Vamos, que se hace tarde! –gritó Gilb desde fuera, cepillando a Ginebra.
      Cuando Telma salió de casa, parecía muy risueña y feliz. Alzó una vieja gloria que hizo añorar tiempos pasados al guerrero. Aquella manta había sido de su padre. Gilbride creía perdida la prenda, pero no la recordaba tan limpia como ahora. Sonrió acercándose un par de pasos a la moza y la miró con un profundo sentimiento de añoranza.
      Se detuvo a observar con atención, como a ella le brillaban las joyas que tenía por ojos y suspiró anhelante.
      –Eres perfecta. 
      Ella sonrió avergonzada y se frotó contra el costado de Gilbride, que reprimió el impulso de tenderla en el suelo. Deseaba algo tan puro y tan inmoral de esa mujer, que temía tocarla y eso lo estaba volviendo loco.
      La agarró por la cintura con posesión y la arrastró contra su musculoso torso, oliendo así el aroma de su cabello pajizo. ¡No, no! Era una maldita tentación. Olía a frescor, a mujer, a deseo. ¡Necesitaba sexo!
      La apartó con brusquedad para ayudarla a montar en Ginebra. MacBheann montó tras ella y rodeándola con un fuerte brazo, la atrajo contra su pecho.



      ¿Por qué ese hombre deseaba torturarla? Después de estar tres semanas pegado a ella día tras día, intentando echarla o cortejarla –esa segunda opción la veía estúpida– ahora la sorprendía con una cita.
      Gilbride se le hacía el ser más pesado y terco que había tenido el placer de conocer. En su boca estaba siempre la frase del millón, pero Telma no quería perder la casa y desde luego no iba a compartirla para vivir con un hombre que apenas conocía y que revolucionaba sus sentidos de maneras catastróficas.
      Sus visitas sólo consistían en cuatro palabras y ella lo ignoraba. Cuando la tensión crecía de forma irracional entre ambos, se ponían a mirar las musarañas y cuando se animaba con la intención de sacar alguna conversación interesante, él se burlaba de ella por su pobre pronunciación. Vale, reconocía que hablaba mal, pero al menos lo intentaba.
      Nunca se aburría con MacBheann, de hecho esperaba ansiosa verlo aparecer para discutir con él. Le gustaba cuando le sonreía con esa boquita tan grande y sensual, de afiladas intenciones contra ella y su integridad moral. Era un magnifico idiota, no tenía remedio, pero cada día le gustaba más.
      En España había conocido a muchos hombres que eran tan indomables como Gilbride, pero se había mantenido alejada de ellos. Si bien, era la única chica que quedaba en todo el pueblo que aún no había contraído matrimonio.
      Cuando Telma miraba a Gilbride, veía en sus ojos que él la deseaba y se sentía especial. Mervin le había contado anécdotas de su amigo. Gilb era un conquistador nato de batallas y damas. En las cortes era adorado. Bueno, él y siete highlanders más, pero no supo de sus nombres. Hubo un tiempo, según Mervin, en el cual Gilbride se había rodeado de salones de fiestas y buenas compañías. De aquella era adolescente, pero tras la muerte de Sinclear, Gilbride dio la espalda a todo, luego con la muerte de su madre abandonó su hogar y marchó a guerras que no le cernían para venderse por cuatro monedas.
      ¿Y si ese hombre sólo necesitaba un poco de comprensión y cariño ajenos al sexo?
      Telma se propuso ser amiga del dueño de la casa donde vivía. Quería conocerle y egoístamente tenerle cerca, pues era fuerte y podría protegerla de los MacCallister por si regresaban.
      Se apoyó cómodamente contra el desnudo y varonil pecho del highlander y suspiró soñando despierta. Poco a poco iba teniendo más confianza en sí misma.
      Notaba la respiración suave del hombre y cómo la barbilla de él se había apoyado en su cabeza. Estaba canturreando una canción y Telma le acompañó cuando él repitió tres veces el compás de aquella melodía tan suave.
      Él le susurraba la canción al oído con esa voz tan melosa que la acaloraba por momentos.
      –Es una bonita canción. –Le dijo.
      –Mi madre me la cantaba cuando era pequeño. Dime forastera, ¿tu madre te cantaba cuando eras niña?         
      –No.
      Ella se ladeó para mirarle. Sus bocas quedaron a centímetros de rozarse, pero evitó las ganas y cerró los ojos apoyando la cabeza en su hombro.
      –Mamá era una mujer rara. Se pasaba el día fuera de casa y cuando regresaba  despotricaba porque según ella era infeliz compartiendo su vida con un herrero. Mi padre por tenerme protegida de mi madre, cerraba la puerta de mi habitación con llave, porque ella siempre llegaba borracha y buscando fastidiarme.
      –Lo siento pequeña. –Le besó la cabeza y notó como sin ningún disimulo hundía la nariz en su cabello e inhalaba su olor.
      ¿Por qué no paraba de hacer eso? ¿Acaso olía mal?
      –Mi madre era una mujer mala, hasta los diablos son más comprensivos que ella. Hacía años que ella se veía con un comerciante italiano, engañaba a mi querido padre. Recuerdo que el comerciante era un hombre detestable que quiso golpearme en varias ocasiones. –Gruñó con tremenda rabia.
      La mano de Gilb subió por su vientre y se detuvo a escasos centímetros de la curva de su seno izquierdo. Entonces la volvió a bajar, se apartó y subió hasta la mejilla donde le tiró del moflete y lo escuchó reír.
      –¡Ay! –se quejó ella por el tirón.
      –Me gusta esa voz de mujer letal que has puesto. ¿Tu madre llegó a pegarte?
      –No, no. Mi padre me mantenía bastante alejada de ella. Echo de menos a papá. –Se rascó la nariz.
      –Tienes un buen athair. –Sonrió él, añorado al suyo.
      –Lo malo es que me trata como a una niña de cinco años, pero no me importa, siempre he confiado en mi padre y he aprendido los valores más importantes de la vida a su lado y al lado de mi abuelo. Mi madre apenas ha sido una mota de polvo en nuestras vidas.
      Ambos se miraron y ella volvió a colocarse bien sobre la silla. Pasados los últimos lindes del bosque, ante ellos aparecieron tres caminos. Gilbride tomó el de la derecha y siguieron cuesta arriba, subiendo una empedrada colina repleta de ovejas. Saludaron a los pastores que alzaron los fustes para devolverles el saludo y siguieron su rumbo.
      No volvieron a hablar durante el largo trayecto. Cuando finalmente llegaron a su destino, ella abrió los ojos y quedó sin aliento. Estaban encima de un collado y el mar se extendía hasta el horizonte bajo ellos. Las bravas olas rompían contra las rocas a unos veinte metros de distancia y la caída era tan vertiginosa que el simple y suave roce del aire la atemorizaba.
      –Pensaba que íbamos a los lagos, ¿qué hacemos aquí?
      –Un hombre cambia de idea de vez en cuando, forastera, ¿no te gusta el lugar?
      –Claro que me gusta, pero no me lo esperaba.
      –Las vistas desde la loma son para privilegiados, puedes ver el mar, el bosque y más allá entre el follaje que adorna este precioso pareja natural, hay un pequeño pueblo famoso por sus lanas. –Le explicó señalando a cada lado.
      Hermoso. Expectante. Libre y dulce. El equilibrio perfecto entre tierra y agua. Era una tierra única y mágica. El poniente soplaba haciendo que sus cabellos se enredasen formando una gama de bonitos colores, rubio y marrón totalmente otoñal con toques vespertinos. Las gaviotas volaban sobre sus cabezas y se dejaban arrastrar por las corrientes para luego caer en picado y planear sobre las olas. Telma lloró.

Highlands -Capítulo 2 (Promo)


 Aviso: Borrador sucio y sin corregir (no es la maqueta limpia de la novela publicada, ya que nunca subo lo bueno a internet por culpa de los intentos de robo que he sufrido de mis novelas ) y que se han solucionado legalmente ante la Ley. Para disfrutar de la novela puedes hacer un pedido en raycuenca@hotmail.com o contacta con la editorial  info@editorialcirculorojo.com

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18


Capítulo 2
Pelea en el mesón.




      –¡Maldito patán! –gritó MacBheann cuando llegó finalmente a la taberna donde se había emborrachado el día anterior. Mervin estaba comiendo cuando dejó de masticar un trozo de pollo y le miró de soslayo algo confuso.
      Gilbride había aparecido por la puerta dando un fuerte portazo y se acercó con celeridad a él cuando lo encontró.
       –¿Patán? –preguntó tras masticar y tragar.
      Su mejor amigo tomó asiento y la silla crujió bajo su peso. Mervin reparó en las facciones tensas de Gilb y supuso que venía a culparle a él de alguna cosa. Que Dios le diese fuerzas para aguantar el mal genio de ese rudo salvaje.
      –¡Hay una mujer en mi casa!
      –Felicidades, ¿eso es bueno? –Bromeó Mervin. 
      Gilb le agarró de una oreja y tiró con fuerza haciéndole gritar.
      –¡Au! ¿Qué mosca te ha picado? –chilló atizándole un puñetazo a Gilb en el muslo y éste se lo devolvió triplicado y Mervin casi cae de la silla.
      –¡Ay!
      –¿Piensas que me puedo quedar de brazos cruzados?
      –¡Es que no se dé qué me estás hablando, Gilbride! ¡Deja de zurrarme!
      –¡Me has metido a una moza en casa! –lo acusó–. Buena actriz tengo que recalcar. ¡Esa niña me ha echado de mi propiedad alegando que la casa estaba abandonada y que no tengo ningún derecho sobre ella! No contenta con la victoria, me dice que puedo pasar de vez en cuando a visitarla! ¿Quién es la mujer, Mervin?
      A Gilb la guerra lo había dejado tonto. Tanto golpe en la cabeza y caídas le habían dejado el cerebro machacado, hecho puré.
      Cuando Mervin se hubo colocado de nuevo en la silla y puesto distancia entre los puños del highlander y él, cogió su jarra de vino y bebió de forma lenta, mirándole por encima del borde.
      –Yo no te he metido a ninguna moza en ninguna casa. –Dejó la jarra a su lado y siguió comiendo, pero de vez en cuando vigilaba a Gilbride, porque era difícil de predecir. Maldito animal…
      –¿Seguro?
      –En el hipotético caso que sea yo el culpable, no tienes pruebas contra mí. Además, no me he movido de la zona para buscar a ninguna actriz.
      –Pues entonces han ocupado mi casa. ¡Me han robado! – al asimilar la fatídica noticia se aterró–. ¡Esa niña vive con una veintena de gatos! Maldita sean los dioses, me pica todo el cuerpo. –Se rascó el cuello y los hombros–. ¿Cómo tengo la espalda?
      Mervin extendió el brazo y enganchó el bajo de la camisa para levantársela.     
      –La tienes llena de manchas rojas –acarició algunas con los dedos y Gilbride se encorvó buscando que Mervin le rascase con las uñas–. ¿Dices que una niña te ha quitado el hogar?
      –Una muchacha más bien, no creo que tenga más de diecisiete años...
      –¡Oooh, que terrible tragedia! –expresó burlesco–. Te lo tienes bien merecido, te dije que esa casa era tentadora y que un día volverías y no serías el señor indiscutible de villa idiota. –Sonrió.
      Gilbride se acarició las puntas del cabello, jugando con los adornos de las trenzas y le contó con todo lujo de detalles el descubrimiento de la chica, hasta que había pensado que él la había contratado para asustarlo. Mervin no pudo remediar escupir el vino y ponerse a reír a voces como una vieja chiflada.



      A MacBheann no le hizo mucha gracia que el pelirrojo lo tomase por estúpido. Siempre le estaba insultando con la misma palabra. «Tonto.» Pero esta vez sí que lo era, porque aunque Mervin parecía sorprendido y alegre de que una mujer le hubiese quitado la casa, a él esa casa le era más preciada que todo el rebaño de un siglo y la comida de un mes. Y ella lo había menospreciado, eso era lo peor.
      ¿Desde cuándo una mujer se comportaba así con el implacable Lobo MacBheann? Eso nunca sucedía y jamás tendría que haber pasado. Se suponía que dar pena con la historia de cómo construyó su hogar, la haría cambiar de parecer, pero quizás no se explicó con la suficiente soltura. Seguro que la causa del malentendido, era el idioma. Ella necesitaba que le hablasen lentamente y muchas palabras desconocidas le eran un muro de ignorancia. La próxima vez se atendría a esas consecuencias y trataría de ser mucho más claro: la cogería en brazos y la lanzaría por una de las ventanas. Adiós problemas, adiós, nada de hasta la vista o hasta luego.
      ¡Adiós!
      Zeus Mervin dejó de reír. Pero volvió a su pollo y pidió otra ronda de vino y algo de whisky para ambos.
      –¿Y es guapa? –preguntó el pelirrojo.
      –¿La moza?
      –Ajá.
      –No puedes hacerte una idea, es una preciosidad. Me ha dejado consternado y muy cachondo, tiene unos ojos de ensueño, pero imperfectos. –Confirmó Gilbride y se llevó una mano al vientre, notando de nuevo un suave cosquilleo que le subió hasta la comisura de los labios y le hizo sonreír.
      –Pues, veo dos opciones –alegó Mervin con un carraspeo–. La primera es que te vayas y la eches ahora mismo. La segunda es que te vayas y la cortejes. Así podrás acostarte con ella y quedarte con la casa, matas dos pájaros de un tiro. Estás muy necesitado… además, así consigues una buena moza para el hogar.
      Aunque Mervin tenía razón, Gilbride pensaba en una tercera opción.
      La tercera: no quería cargar con una mujer si realmente no se enamoraba y eso para MacBheann era complicado. Todas las féminas de Escocia le eran iguales, no hubo rincón de Inverness donde no colase su hombría. Se había acostado con vírgenes a las que pronto desechó por ser un problema, se había acostado con mujeres casadas, con viudas y con solteras, las tres últimas con grandes fortunas, que lo habían hecho un poco más rico.
      Telma de León era bonita y rayaba la belleza de una Dea, pero para él no era suficiente. Ella era pobre y no era la clásica mujer de su repertorio. Bueno, quizás con un poco de buen perfume, vestidos caros, joyas y ademanes de burguesía de las tierras bajas, podría convertirla en lo que él estaba acostumbrado a tener. Cuando se dio cuenta de por dónde iban sus pensamientos, comenzó a beber.



      Después de que el highlander se hubiese ido a tomar viento fresco, con su agotadora charla sobre la casa que la tenía aburrida, Telma se había vuelto a encontrar sola. Aunque no necesitaba a ese bruto tras de ella todo el tiempo, curiosamente lo echaba de menos, más bien echaba de menos discutir con alguien.
      El día había pernoctado en la más íntima estampa familiar que ella necesitaba para ser feliz, como era cocinar, discutir por tonterías, limpiar para alguien que ensuciase a conciencia… y cuando atendió a Ginebra en el establo, por primera vez vio que aquel lugar se asemejaba más un hogar que a un escondite temporal. Gilbride era lo suficientemente fuerte e irritable como para que ella se sintiera protegida y entretenida, chinchándole inocentemente.
      Pero no quería compartir la casa con él. Por un momento estuvo a punto de decirle que se quedase, ya que ella haría el equipaje, lo poco que tenía y se buscaría de nuevo la vida. Pero egoístamente no pensaba marcharse y dejar aquel lugar. Se había acostumbrado al deambular de los gatos por el campo, a dormir con el sonido relajante del riachuelo y a escuchar el rumor del bosque al caer la noche. Suspiró imaginando que MacBheann regresaría para conseguir lo que le pertenecía y prefirió dormir antes que preocuparse pensando en cosas que no podía evitar. Para cuando se hubo lavado y puesto el camisón, la casa volvía a estar fría y se abrigó con varias mantas. Adam entró trotando y saltó sobre la cama.
      –Buenas noches Adam.
      En cuanto ella se tumbó, el gatito se estiró perezosamente a sus pies. Tras sollozar por la gran soledad que ahogaba su alma, Telma no tardó en quedar profundamente dormida.
      La mañana clareó brumosa y fría. Telma caminaba por el camino del bosque con el gato tras ella. Había decidido ir a Inverness y pasar el resto del día en el mercado. Las fiestas de primavera proporcionaban tenderetes de comida o telas, también se celebran curiosos juegos que la podían entretener lo suficiente como para no aburrirse.
      Caminaba por un solitario camino abrigada por su capa grisácea y la poca protección que ofrecía un gato como animal de compañía. No tuvo miedo cuando pasó cerca del cementerio y por la zona más profunda del bosque. Pese a que tenía pavor de ser atacada por esos desechos humanos, que la habían perseguido hacía un mes, no podía esconderse por más tiempo bajo la cama. Si no empezaba a vivir ahora, jamás sería lo suficientemente fuerte para afrontar su nueva vida.
      Llegó a la amurallada Inverness y suspiró estremecida por la cantidad de gente que allí se congregaba. Paseó entre el gentío que había llegado de todos los pueblos vecinos. Telma fue mirando cada puesto de artesanía que se exponía. Se prendó de un broche y de unas horquillas con la forma de unas bellas mariposas. Pasó a la siguiente mesa y disfrutó observando como el carpintero fabricaba un arcón de viaje, forrado de cuero. Más allá del hombre había varias mesas y sillas de las que se enamoró al imaginarlas en su casa. También ojeó los arcones roperos, los escritorios más mordernos de la época y unas tinas novedosas que llamaban mucho la atención.
      Metió la mano en el sporran que llevaba alrededor de la cintura, anhelando tener aquello de lo que carecía, el dinero. Había sido mala idea bajar hasta Inverness, la frustración de tener cosas bonitas frente a ella y no poder comprarlas era horrible.
      Un aliento cálido le rozó la nuca y la estremeció. Aquel olor a caballo y cuero la hizo ladearse y observó al atractivo y varonil Gilbride MacBheann, que sonreía tan exageradamente que daba miedo.
      –Buenos días, MacBheann. –Le saludó.
      –Muy buena estás tú.
       El guerrero la tomó de la mano y chasqueó su lengua contra el paladar al fijarse en las míseras monedas que sujetaba Telma. Soltando un bufido de desaprobación, hizo que ella se guardase el caudal en el bolso y la tomó del brazo.
      –Dime que es lo que deseas, forastera, y te lo compraré yo.
–No quiero que tú me compres nada.
–¿Por qué no quieres?
      Telma sonrió al verle la cara, él parecía sobrecogido. Quizás es que ninguna mujer le negaba las cosas, o le daba vueltas a todo como ella hacía. ¿MacBheann era generoso con cualquiera? Estaba segura que si se dejaba alagar con regalos, él querría una merced a cambio del favor. No estaba dispuesta a ofrecerse en bandeja. Era ingenua pero no una tonta. Nunca había sido eso en España, pero en las Highlands… bueno, era otro cantar. Cuando se veía rodeada de gente, se comportaba de forma extraña, desconfiando de todo. Siempre con el miedo en el cuerpo.
      A decir verdad, era lo mejor que podía hacer. Necesitaba un empujón de ayuda para ver Escocia con ojos de una chica que no tenía miedo a nada. Era una asesina, había matado dos veces. Al escocés y al noble en la villa de Castilla sin olvidar que apuñaló a un alguacil cuando éste la persiguió hasta Asturias para detenerla. Luego se había escondido a bordo de un navío.

Recordó aquellos días:

      «A bordo del Gaudeamus había sufrido dolorosas horas encerrada para no ser descubierta. A muchos hombres les gustaba bajar y charlar en grupos de tres o seis en la bodega, y las horas se hacían eternas. Lo peor era cuando no podía salir, porque estaban ellos abajo. Se acurrucaba tras las cajas, con las extremidades adormecidas por la postura y evitaba por todos los medios toser o chillar cuando alguna rata correteaba por sus pies o sus manos, soltando ruiditos que la fastidiaban.
      Pero todo se fue al garete cuando muerta de hambre, había hurgado en el depósito como en otras tantas ocasiones en busca de una manzana. Una mano salida de la nada la agarró y al voltearse, aquel hombre corpulento la apartó del barrilete y la miró con severidad. Pensativo, aplaudió el disfraz de ella, apenas se notaba que era una chica bajo todas esas capas de ropa de mozo que ella había encontrado o mejor dicho robado a un jovencito marinero del Gaudeamus. No había duda que él sabía que era una mujer. Lo vio sonreír y luego el navegante le palmeó la espalda animadamente, casi tirándola al suelo del golpe, no parecía enfadado, ni molesto por tenerla allí.
      Después de responder las preguntas del gentil contramaestre, él había decidido mantener el silencio y ayudarla en todo lo que fuese posible hasta llegar al próximo destino. El oficial había sido bueno con ella. La escondió en su camarote y él pasó las noches durmiendo en cubierta para no incomodarla.
      Don Rodrigo Sebastián López, era un señor de unos cincuenta años bien plantados. Panzudo, generoso, siempre pulcro y bien afeitado. A Telma le gustaba el pañuelo azul que él llevaba anudado en la cabeza. Don Rodrigo tenía la manía de retorcerse el bigote y siempre le hablaba sobre amores en puertos lejanos. Él solía ir  vestido de negro con el pecho al descubierto. Siempre bien armado con un alfanje y muchas herramientas en su cinto de armas, más bien parecía un pirata. En la espalda tenía un gran tatuaje de un tiburón toro con la quijada abierta, peligrosamente gráfico y muy real. En el brazo derecho llevaba un dibujo de una mujer pelirroja y en el otro su hija.
      –Rodrigo, ¿quién es ella? –le había preguntado.
      –Mi mujer, murió al dar a luz. Pero no me pongas esa carita, preciosa. Mi hija sobrevivió y ahora está felizmente casada. Hasta soy abuelo. No me acostumbro a eso, pero es agradable volver a casa y ser recibido por la familia. –Eso le había comentado cuando preguntó.
      Telma escudriñó los rasgos cansados del marinero de dormir poco y mal. Un contramaestre tenía mucho trabajo que hacer, él vigilaba la conservación de los aparejos de la nave y proponía al capitán las reparaciones que creía necesarias. Mantenía el orden y la disciplina de la tripulación. Daba el aviso pronto y puntual al capitán, de cualquiera ocurrencia en que fuera necesaria la intervención de su autoridad. Se encargaba del inventario y del desarme de la nave. De todos sus aparejos y pertrechos, cuidando de su conservación y custodia. Era responsable directo de ejecutar las directivas en cuanto a mantenimiento que emitía el capitán y un largo etcétera que la mareó cuando lo supo.
      Durante las tres primeras semanas, Telma no estaba del todo cómoda. Sabía que el capitán ya comenzaba a sospechar, al ver que su contramaestre no pisaba el camarote, salvo para cambiarse de ropa y lavarse. Una noche, Estevan Castropol dejó el timón en manos de uno de sus hombres y pasó de largo a Rodrigo que dormía agarrado a una botella de vino. Siguió su camino bajando los primeros escalones para entrar bajo cubierta. Telma estaba metida dentro de la cama, apenas sin poder dormir, porque echaba de menos a su padre. Fue en ese momento cuando escuchó los pasos que iban directos a su puerta y pensó que era su amigo, pero no reconocía sus pasos. Más cuando la puerta hizo ademán de abrirse, gracias a Dios no lo hizo. El pestillo estaba echado. Se levantó de la cama y apoyó la oreja en la madera, escuchando el murmullo de unos pasos alejarse.
      –¡Rodrigo baja! –gritó el capitán.
      El oficial pronto hizo acto de presencia en el pasillo y Telma apretó los dientes con fuerza sin apartarse de la puerta.
      –¿Marinero qué diablos haces durmiendo día sí y día también en cubierta? –preguntó el capitán Castropol, con preocupación.
      Se hizo un silencio misterioso y luego la carcajada pacífica y dulce de Rodrigo se elevó como bruma mágica.
      –Señor, no sabía que se preocupaba tanto por mi salud.
      –Rodrigo, no es por tu salud, te lo aseguro. Si tú mueres, puedo sustituirte. –Mintió.
      Ambos eran muy amigos, pero cuando una mujer se interponía entre ambos, la amistad de los hombres daba una vuelta a la desconfianza y los malos juegos de sonrisas mortíferas, y cuartas de acero en las tripas. Peor siquiera cuando una mujer subía a bordo del navío sin que nadie supiese que estaba viajando con ellos.
      Pecaban de tozudos ignorantes al seguir pensando que llevar una fémina era de mal augurio.
      –No puedes sustituir a un genuino de la navegación como yo. Todos se te amotinarían, vieja morsa.
      Ambos se echaron a reír pero el capitán ordenó que abriese la puerta, para saber qué diablos ocultaba un hombre que era incapaz de estar lejos de su camastro en un duro día de trabajo.»
  


     –Despierta de tus pensamientos, forastera. –Gilbride zarandeó a la joven que chilló para que la soltase.
     Los dos silenciaron y MacBheann se cansó de esos silencios que llegaban cuando ella fingía ignorarlo. La tomó del brazo y la apretó contra su musculoso cuerpo. Telma inquirió un grito de sorpresa al verse acorralada entre sus músculos e intentó poner distancia entre ambos apoyando su mano en el torso de él. Aquella simple caricia revolucionó al hombre y tuvo que aguantar como un campeón el no insinuarle ir a una posada o que metiera la mano bajo el tartán, para acariciarle el hinchado bulto que esperaba ansioso meterse en ella.
      Nadie tocaba a MacBheann y se iba de rositas. Él notaba el calor de ella y su cabeza no le llegaba más arriba del pectoral. Sus suaves cabellos de trigo eran una caricia para todos sus sentidos y los rozó con los labios.
      Borracho por mirarla a los ojos, se sintió debilitado. Ella era tan frágil que le gustaba sentirse su protector.
      Táctica número uno según las reglas de Mervin: no acosar pero agradar.
      Tal y como era ella, Gilbride estaba seguro que a todo diría que no, así que la dejó en el lugar que ocupaba una mujer, la sumisión del silencio y la obediencia. Miró las sillas y las mesas que Telma había estado observando y llamó al ebanista para ver más de cerca los muebles. Arrastró a la muchacha y entre ambos hubo una mirada cómplice.
      Al salir del tendal, pasearon entre los muchos que había a lo largo de la travesía. Él cargaba con una mesa y Telma con las sillas. La plaza ante ellos se veía animada, llena de gente y niños, de músicos tocando sobre un tablado y de actividades para cualquier persona y edad. Telma miraba sin emoción alguna los tapices y banderas que colgaban de los balcones y las puertas. Él le señaló los cortinones más pequeños que pasaban colgando sobre sus cabezas y en los cuales se apreciaban los bordados que representaba la llegada de la primavera.
      Un sonido raro captó su atención cuando Gilbride miró hacia el suelo, el gato de la extranjera se le restregó por la pierna.
      –Quita bicho.
      Adam correteaba con la colita levantada y andaba con pasos elegantes mientras maullaba para llamar la atención y que no lo perdiesen de vista.
      Mientras Gilbride caminaba, ella sonreía al minino y hablaba con el animal como si pudiera entenderla. Maldito gato, si seguía cerca de él, muy pronto los picores lo someterían a crueles sarpullidos rojizos que atormentarían su piel. Ya comenzaba a notar algo tras la espalda, era muy molesto no poder rascarse, así que se apoyó contra una pared y se rascó bajando y subiendo como un oso contra un árbol.
      –¡Mmmh, sí, sí.
      –¿Qué haces?
      –¿No lo ves? Soy alérgico a los gatos y me rasco.



      Telma sonrió negando las locuras de ese hombre y siguió adelantándose hasta que se detuvo en un puesto donde observó las alhajas artesanales. Había pendientes, collares, pulseras y broches. Todo de latón, oro, plata o madera. Se exponían un gran número de telas y sporranes. Ella llevaba el suyo bien protegido, lo había encontrado haciendo limpieza en la parte superior de su casa y aunque le quedaban mejor a los hombres, ella decidió llevarlo, ya que dentro guardaba la daga.
       Los bolsitos o monederos típicos que eran los complementos de los trajes escoceses estaban expuestos en hileras de ocho, frente a ella. Unos estaban fabricados con cuero y había otros de pelo animal. Todos con ornamentaciones de plata sobre la zona superior en forma de abanico, con tres o cuatro bolas de chapa. Pero lo que llamó su atención fue un collar muy sencillo con la forma de un hada con pequeñas alas abiertas. Los ojos se le iluminaron por un simple colgante de plata que nunca llegaría a tener y que era una tontería mirar.
      –¡Niña, vamos! –gritó el guerrero ya bastante adelantado a ella.
      Telma dejó escapar el aire en un corto suspiró y se puso en marcha. Las muchachas más lozanas se prendaban del highlander cuando él se exhibía ante ellas, aunque parecía hacerlo para sacarles unas sonrisas. A Telma no le gustó ver que él guiñaba y mandaba besitos al aire para que las mujeres los cogieran al vuelo en un ridículo juego que ella veía de tontos. Las risitas pasaron de largo y odió al highlander que por fin la miró, reparando en su existencia.
      –Eres más lenta que una seanmhair.
      –¿Una qué? –gritó ella al no entenderle.
      –¡Una abuela! –respondió en castellano.
      Al detenerse cerca de una posada se dio cuenta que Ginebra estaba atada cerca del abrevadero. El hombre se acercó a su terco animal y le besó la frente mientras recogía las riendas y tiraba del animal pateando la puerta de la cuadra al pasar. Allí le hizo dejar los muebles, los cuales cubrieron con una tela para que no llamasen la atención. Gilbride suspiró algo fatigado al mirarla de nuevo y no lo hizo a los ojos, Telma se cruzó de brazos apretando sus senos y eso era lo que llamaba la atención del hombre, que se humedeció los labios con una pasada lenta y sensual de su lengua e insinuó un lametón en el aire. Claro, cómo no, le estaba mirando de nuevo el escote.
      Más tarde fueron a comer y a beber algo dentro de un mesón tranquilo, donde Telma se sintió atendida en todos los sentidos y para nada aburrida y miedosa. Había estado bromeando con él, en castellano y aprendiendo nuevas palabras casi todas malsonantes en gaélico. Su padre le solía mencionar que un hombre que sabía hacer reír a una mujer, sabría tratarla bien. Pero las risas terminaron cuando alguien conocido y nada grato entró y caminó acompañado de cinco hombres más. Telma sintió que su sangre quedaba helada dentro de sus venas. ¡No podía ser, ahora no!
      Altivo y risueño, parecía que el día de las fiestas de primavera estaba haciendo bien a Eideard MacCallister, el cual se acercó a la barra y golpeó con sendos puños el borde de madera. Gritó agarrando al tabernero por el cuello de la camisa, que sonó al rasgarse y lo zarandeó.
      –Que corra el alcohol y las mujeres, o lo pagarás caro, viejo estúpido.
      De León apretó los dientes y se fue hundiendo en su asiento. Intentaba camuflarse delante de Gilb, pues al ser ancho de espaldas, desde la posición de los malhechores quedaba oculta. ¡Tenía mucho miedo! Estaba horrorizada con la idea de volver a ver a su violador. ¡No sabía cómo actuar! Pero los ojos verdes de su nuevo amigo, no se apartaron de ella, la escrutaban con desalmada sensualidad.
      Gilb se ladeó y observó la barra, soltó un bufido desaprobatorio ante los modales de esos imbéciles. Seis hombres, conocía a cada uno de ellos y no le agradó verles a poca distancia de él. Se humedeció los labios y volvió a mirarla.
      –Son los malhechores de los que te hablé. Los pocos MacCallister que quedan en la región. –Le susurró.
      –V-vámonos. –Dijo muy bajito y agachó la cabeza cuando Eid miró hacia ellos.
      –No temas, conmigo no te pasará nada, eudail.
      –No es eso presumido arrogante, es que no quiero estar aquí, no quiero verles… ¿Nos vamos? Di que sí o me marcho yo.
      Los pasos no presagiaron nada bueno cuando fueron directos a la mesa y entonces la maldita risa repugnante que no se había quitado de la cabeza, resonó martilleándola con múltiples desgarros. La mano de MacCallister se posó en el hombro de Gilbride y ambos hombres se desafiaron con las miradas.



      –Vaya, vaya, menuda sorpresa verte por aquí Gilb.
      –Para ti soy MacBheann, no te tomes tantas confianzas conmigo. –Le habló fríamente con los dientes apretados.
      Eideard se paseó la lengua por los labios y observó a la mujer, entonces vio lo que creyó que había visto desde que entró en la taberna. Aquellos cabellos lisos y dorados, la delgada figura y el rostro primoroso con aquellas dos joyas por ojos. A la sazón no puedo evitar notar un picor cremoso en su miembro, que se endureció contra el breacan por recodar sus muslos y el caliente centro de su sexo. La muchacha agachó la cabeza sin valor para afrontar la situación y eso lo agradó. Le gustaba que las mujeres supiesen donde estaba su lugar.
      –Hola muchacha, nos volvemos a encontrar.
      Ella siguió sin alzar la vista y cerró los ojos, la táctica infantil de si no te veo no estás.
      –¿Os conocéis? –preguntó Gilbride y ella negó asustada.
      –Yo si la conozco y volvería a conocerla de esa forma tan intima. –Eid se movió alrededor del guerrero y acabó bordeando la mesa, Telma gimió sobrecogida y al levantarse con aquellas prisas tropezó con el asiento y cayó al suelo.
      Al caer chilló y pateó el aire intentando golpear a Eideard para alejarlo de ella. ¡Pero que ricura de mujercita! Pensó.
      Intentaba dañarlo otra vez como ya hizo en su día, todavía le quedaban las marcas de sus uñas por el cuello y los brazos.
      –¿Por qué te pones así? –se burló de ella–. Creo que ambos nos lo pasábamos muy bien aquel día…
      Tal y como la agarró, la soltó cuando la mirada de Gilbride le amenazó sin decir palabra. Si había en aquella tierra un hombre que intimidase con esos ojos de gato montés, era MacBheann. Ese tipo podía destripar a un hombre y ahorcarlo con sus propias entrañas aún palpitantes. No era la primera vez que se enfrentaba contra ese animal desdeñoso. Gilbride era endemoniadamente bueno en la batalla. Eid aún conservaba una espeluznante cicatriz –merced de MacBheann–  que nacía bajo su nuca y serpenteante hasta su nalga derecha.
      –¡No vuelvas a tocarla! –le gritó Gilbride golpeando con el puño la mesa y abriendo una grieta.
      –¡Gilb no dejes que me haga nada! –gritó la chica que se levantó y corrió a los brazos protectores de su enemigo, MacBheann la recibió estrechándola con fuerza. Eso no tendría que haber puesto celoso a MacCallister, pero lo hizo. Apretó los dientes y entrecerró los ojos mirando a ambos con gran odio.
      –Cuidado cuando te la folles, amigo. A la zorra le gusta desmayarse en mitad del acto. –Sonrió altanero y apartó la capa a un lado para acariciar la espada.
      Se ladeó para marcharse cuando un puño se encajó en su rostro y mareado hasta tal punto, tuvo que buscar apoyo en el respaldo de una silla. Eideard se limpió la comisura con los nudillos y se detuvo a mirar la sangre que manchaba su mano. No confesaría jamás que aquel golpe le había dolido más de lo que cabría esperar. MacBheann se le tiró encima y los dos hombres al caer sobre la mesa la destrozaron.



      Sabía que Telma tenía algún roce con ese puerco de Eideard, pues no era normal verle agachar la cabeza pavorosa de mirar al frente. Cuando se ladeó y vio quién entraba en la taberna, sonrió. Recordaba el último encuentro con aquellos hombres. Eid conservaba la caricia amistosa que le había dedicado en una pelea, cuando osaron entrar en sus tierras para robarle a Ginebra, matarlo y quemarle la casa.
      Desde que ese come estiércol se había acercado, Gilbride ya hacía rato que estaba preparado para cualquier bajeza por parte de Eideard. Odiaba tenerlo delante, odiaba su presencia y odiaba su fétido olor a sudor de semanas. No contento con restregarle la muerte de su madre, simplemente con esos gestos altaneros y silenciosos… ahora osaba sacar a la luz que se había beneficiado a Telma.
      No pensaba esperar más. Estaba claro que Telma temblaba como una hoja y su llanto lastimero le hizo saber que había sido una víctima más de los abusos de esos bastardos.  El hombre protector que surgió dentro de él, no pensaba permitir que se le faltase el respeto a una chica tan maravillosa como era ella.
      Le dio igual que la mesa cediera bajo el peso de ambos. Se la pelaba. Puñetazo tras puñetazo, iba dejando el rostro del rubio MacCallister sangrante y magullado. Pronto a su ayuda acudieron sus compañeros. Los cinco empujaron a la gente y tras ellos se alzaban  los gritos roncos del dueño del mesón, pidiéndoles que saliesen fuera a pelearse.



      Telma no podía creer lo que veía. La sangre manchaba los nudillos de MacBheann, pero no era suya, era de Eid que forcejeaba intentando escapar de sus garras. MacBheann era pura masa de músculos y rabia, si seguía así acabaría cortándole la vida al fugitivo. Ella se acercó para coger del brazo a Gilb, pero ciego por la pelea la empujó y la mujer acabó por los suelos. Uno de los cinco le pisó la mano y se quejó. Alguien compasivo tras Telma la agarró y la levantó sin problemas. Era un hombre bajito, pelirrojo y de ojos azules. Su rostro cuadrado y salpicado por pecas dejaba una barba limpia y recién recortada. Delgado pero fibroso y con una bonita nariz aguileña. El muchacho en apariencia, sonrió y la sacó de la taberna mientras escuchaba como el sonido de los golpes de acero chocaban y los clientes gritaban lanzando más leña al fuego, entusiasmados por un poco de acción.     
      Uno de los MacCallister voló por los aires y cayó encima de unas señoras mayores, que lo aporrearon a conciencia en cuanto él se puso en pie.
       –¡Vamos, chica, vamos! –le alentaba el pelirrojo.
       Mientras corrían entrando al establo, Ginebra relinchó. El gatito blanco de Telma se encontraba dormido encima de la silla de montar y los muebles seguían donde los habían dejado. Adam despertó cuando de León lo agarró, abrazándolo contra sus senos. Ella lloró y maldijo al mundo. Zeus Mervin apoyó una mano amiga en su brazo y tomó asiento mientras esperaban a que el señor de la guerra regresase de su venganza, si es que conseguía hallarla aquella tarde y atravesar el corazón de los asesinos de Colin.