martes, 1 de abril de 2014

Highlands -Capítulo 2 (Promo)


 Aviso: Borrador sucio y sin corregir (no es la maqueta limpia de la novela publicada, ya que nunca subo lo bueno a internet por culpa de los intentos de robo que he sufrido de mis novelas ) y que se han solucionado legalmente ante la Ley. Para disfrutar de la novela puedes hacer un pedido en raycuenca@hotmail.com o contacta con la editorial  info@editorialcirculorojo.com

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18


Capítulo 2
Pelea en el mesón.




      –¡Maldito patán! –gritó MacBheann cuando llegó finalmente a la taberna donde se había emborrachado el día anterior. Mervin estaba comiendo cuando dejó de masticar un trozo de pollo y le miró de soslayo algo confuso.
      Gilbride había aparecido por la puerta dando un fuerte portazo y se acercó con celeridad a él cuando lo encontró.
       –¿Patán? –preguntó tras masticar y tragar.
      Su mejor amigo tomó asiento y la silla crujió bajo su peso. Mervin reparó en las facciones tensas de Gilb y supuso que venía a culparle a él de alguna cosa. Que Dios le diese fuerzas para aguantar el mal genio de ese rudo salvaje.
      –¡Hay una mujer en mi casa!
      –Felicidades, ¿eso es bueno? –Bromeó Mervin. 
      Gilb le agarró de una oreja y tiró con fuerza haciéndole gritar.
      –¡Au! ¿Qué mosca te ha picado? –chilló atizándole un puñetazo a Gilb en el muslo y éste se lo devolvió triplicado y Mervin casi cae de la silla.
      –¡Ay!
      –¿Piensas que me puedo quedar de brazos cruzados?
      –¡Es que no se dé qué me estás hablando, Gilbride! ¡Deja de zurrarme!
      –¡Me has metido a una moza en casa! –lo acusó–. Buena actriz tengo que recalcar. ¡Esa niña me ha echado de mi propiedad alegando que la casa estaba abandonada y que no tengo ningún derecho sobre ella! No contenta con la victoria, me dice que puedo pasar de vez en cuando a visitarla! ¿Quién es la mujer, Mervin?
      A Gilb la guerra lo había dejado tonto. Tanto golpe en la cabeza y caídas le habían dejado el cerebro machacado, hecho puré.
      Cuando Mervin se hubo colocado de nuevo en la silla y puesto distancia entre los puños del highlander y él, cogió su jarra de vino y bebió de forma lenta, mirándole por encima del borde.
      –Yo no te he metido a ninguna moza en ninguna casa. –Dejó la jarra a su lado y siguió comiendo, pero de vez en cuando vigilaba a Gilbride, porque era difícil de predecir. Maldito animal…
      –¿Seguro?
      –En el hipotético caso que sea yo el culpable, no tienes pruebas contra mí. Además, no me he movido de la zona para buscar a ninguna actriz.
      –Pues entonces han ocupado mi casa. ¡Me han robado! – al asimilar la fatídica noticia se aterró–. ¡Esa niña vive con una veintena de gatos! Maldita sean los dioses, me pica todo el cuerpo. –Se rascó el cuello y los hombros–. ¿Cómo tengo la espalda?
      Mervin extendió el brazo y enganchó el bajo de la camisa para levantársela.     
      –La tienes llena de manchas rojas –acarició algunas con los dedos y Gilbride se encorvó buscando que Mervin le rascase con las uñas–. ¿Dices que una niña te ha quitado el hogar?
      –Una muchacha más bien, no creo que tenga más de diecisiete años...
      –¡Oooh, que terrible tragedia! –expresó burlesco–. Te lo tienes bien merecido, te dije que esa casa era tentadora y que un día volverías y no serías el señor indiscutible de villa idiota. –Sonrió.
      Gilbride se acarició las puntas del cabello, jugando con los adornos de las trenzas y le contó con todo lujo de detalles el descubrimiento de la chica, hasta que había pensado que él la había contratado para asustarlo. Mervin no pudo remediar escupir el vino y ponerse a reír a voces como una vieja chiflada.



      A MacBheann no le hizo mucha gracia que el pelirrojo lo tomase por estúpido. Siempre le estaba insultando con la misma palabra. «Tonto.» Pero esta vez sí que lo era, porque aunque Mervin parecía sorprendido y alegre de que una mujer le hubiese quitado la casa, a él esa casa le era más preciada que todo el rebaño de un siglo y la comida de un mes. Y ella lo había menospreciado, eso era lo peor.
      ¿Desde cuándo una mujer se comportaba así con el implacable Lobo MacBheann? Eso nunca sucedía y jamás tendría que haber pasado. Se suponía que dar pena con la historia de cómo construyó su hogar, la haría cambiar de parecer, pero quizás no se explicó con la suficiente soltura. Seguro que la causa del malentendido, era el idioma. Ella necesitaba que le hablasen lentamente y muchas palabras desconocidas le eran un muro de ignorancia. La próxima vez se atendría a esas consecuencias y trataría de ser mucho más claro: la cogería en brazos y la lanzaría por una de las ventanas. Adiós problemas, adiós, nada de hasta la vista o hasta luego.
      ¡Adiós!
      Zeus Mervin dejó de reír. Pero volvió a su pollo y pidió otra ronda de vino y algo de whisky para ambos.
      –¿Y es guapa? –preguntó el pelirrojo.
      –¿La moza?
      –Ajá.
      –No puedes hacerte una idea, es una preciosidad. Me ha dejado consternado y muy cachondo, tiene unos ojos de ensueño, pero imperfectos. –Confirmó Gilbride y se llevó una mano al vientre, notando de nuevo un suave cosquilleo que le subió hasta la comisura de los labios y le hizo sonreír.
      –Pues, veo dos opciones –alegó Mervin con un carraspeo–. La primera es que te vayas y la eches ahora mismo. La segunda es que te vayas y la cortejes. Así podrás acostarte con ella y quedarte con la casa, matas dos pájaros de un tiro. Estás muy necesitado… además, así consigues una buena moza para el hogar.
      Aunque Mervin tenía razón, Gilbride pensaba en una tercera opción.
      La tercera: no quería cargar con una mujer si realmente no se enamoraba y eso para MacBheann era complicado. Todas las féminas de Escocia le eran iguales, no hubo rincón de Inverness donde no colase su hombría. Se había acostado con vírgenes a las que pronto desechó por ser un problema, se había acostado con mujeres casadas, con viudas y con solteras, las tres últimas con grandes fortunas, que lo habían hecho un poco más rico.
      Telma de León era bonita y rayaba la belleza de una Dea, pero para él no era suficiente. Ella era pobre y no era la clásica mujer de su repertorio. Bueno, quizás con un poco de buen perfume, vestidos caros, joyas y ademanes de burguesía de las tierras bajas, podría convertirla en lo que él estaba acostumbrado a tener. Cuando se dio cuenta de por dónde iban sus pensamientos, comenzó a beber.



      Después de que el highlander se hubiese ido a tomar viento fresco, con su agotadora charla sobre la casa que la tenía aburrida, Telma se había vuelto a encontrar sola. Aunque no necesitaba a ese bruto tras de ella todo el tiempo, curiosamente lo echaba de menos, más bien echaba de menos discutir con alguien.
      El día había pernoctado en la más íntima estampa familiar que ella necesitaba para ser feliz, como era cocinar, discutir por tonterías, limpiar para alguien que ensuciase a conciencia… y cuando atendió a Ginebra en el establo, por primera vez vio que aquel lugar se asemejaba más un hogar que a un escondite temporal. Gilbride era lo suficientemente fuerte e irritable como para que ella se sintiera protegida y entretenida, chinchándole inocentemente.
      Pero no quería compartir la casa con él. Por un momento estuvo a punto de decirle que se quedase, ya que ella haría el equipaje, lo poco que tenía y se buscaría de nuevo la vida. Pero egoístamente no pensaba marcharse y dejar aquel lugar. Se había acostumbrado al deambular de los gatos por el campo, a dormir con el sonido relajante del riachuelo y a escuchar el rumor del bosque al caer la noche. Suspiró imaginando que MacBheann regresaría para conseguir lo que le pertenecía y prefirió dormir antes que preocuparse pensando en cosas que no podía evitar. Para cuando se hubo lavado y puesto el camisón, la casa volvía a estar fría y se abrigó con varias mantas. Adam entró trotando y saltó sobre la cama.
      –Buenas noches Adam.
      En cuanto ella se tumbó, el gatito se estiró perezosamente a sus pies. Tras sollozar por la gran soledad que ahogaba su alma, Telma no tardó en quedar profundamente dormida.
      La mañana clareó brumosa y fría. Telma caminaba por el camino del bosque con el gato tras ella. Había decidido ir a Inverness y pasar el resto del día en el mercado. Las fiestas de primavera proporcionaban tenderetes de comida o telas, también se celebran curiosos juegos que la podían entretener lo suficiente como para no aburrirse.
      Caminaba por un solitario camino abrigada por su capa grisácea y la poca protección que ofrecía un gato como animal de compañía. No tuvo miedo cuando pasó cerca del cementerio y por la zona más profunda del bosque. Pese a que tenía pavor de ser atacada por esos desechos humanos, que la habían perseguido hacía un mes, no podía esconderse por más tiempo bajo la cama. Si no empezaba a vivir ahora, jamás sería lo suficientemente fuerte para afrontar su nueva vida.
      Llegó a la amurallada Inverness y suspiró estremecida por la cantidad de gente que allí se congregaba. Paseó entre el gentío que había llegado de todos los pueblos vecinos. Telma fue mirando cada puesto de artesanía que se exponía. Se prendó de un broche y de unas horquillas con la forma de unas bellas mariposas. Pasó a la siguiente mesa y disfrutó observando como el carpintero fabricaba un arcón de viaje, forrado de cuero. Más allá del hombre había varias mesas y sillas de las que se enamoró al imaginarlas en su casa. También ojeó los arcones roperos, los escritorios más mordernos de la época y unas tinas novedosas que llamaban mucho la atención.
      Metió la mano en el sporran que llevaba alrededor de la cintura, anhelando tener aquello de lo que carecía, el dinero. Había sido mala idea bajar hasta Inverness, la frustración de tener cosas bonitas frente a ella y no poder comprarlas era horrible.
      Un aliento cálido le rozó la nuca y la estremeció. Aquel olor a caballo y cuero la hizo ladearse y observó al atractivo y varonil Gilbride MacBheann, que sonreía tan exageradamente que daba miedo.
      –Buenos días, MacBheann. –Le saludó.
      –Muy buena estás tú.
       El guerrero la tomó de la mano y chasqueó su lengua contra el paladar al fijarse en las míseras monedas que sujetaba Telma. Soltando un bufido de desaprobación, hizo que ella se guardase el caudal en el bolso y la tomó del brazo.
      –Dime que es lo que deseas, forastera, y te lo compraré yo.
–No quiero que tú me compres nada.
–¿Por qué no quieres?
      Telma sonrió al verle la cara, él parecía sobrecogido. Quizás es que ninguna mujer le negaba las cosas, o le daba vueltas a todo como ella hacía. ¿MacBheann era generoso con cualquiera? Estaba segura que si se dejaba alagar con regalos, él querría una merced a cambio del favor. No estaba dispuesta a ofrecerse en bandeja. Era ingenua pero no una tonta. Nunca había sido eso en España, pero en las Highlands… bueno, era otro cantar. Cuando se veía rodeada de gente, se comportaba de forma extraña, desconfiando de todo. Siempre con el miedo en el cuerpo.
      A decir verdad, era lo mejor que podía hacer. Necesitaba un empujón de ayuda para ver Escocia con ojos de una chica que no tenía miedo a nada. Era una asesina, había matado dos veces. Al escocés y al noble en la villa de Castilla sin olvidar que apuñaló a un alguacil cuando éste la persiguió hasta Asturias para detenerla. Luego se había escondido a bordo de un navío.

Recordó aquellos días:

      «A bordo del Gaudeamus había sufrido dolorosas horas encerrada para no ser descubierta. A muchos hombres les gustaba bajar y charlar en grupos de tres o seis en la bodega, y las horas se hacían eternas. Lo peor era cuando no podía salir, porque estaban ellos abajo. Se acurrucaba tras las cajas, con las extremidades adormecidas por la postura y evitaba por todos los medios toser o chillar cuando alguna rata correteaba por sus pies o sus manos, soltando ruiditos que la fastidiaban.
      Pero todo se fue al garete cuando muerta de hambre, había hurgado en el depósito como en otras tantas ocasiones en busca de una manzana. Una mano salida de la nada la agarró y al voltearse, aquel hombre corpulento la apartó del barrilete y la miró con severidad. Pensativo, aplaudió el disfraz de ella, apenas se notaba que era una chica bajo todas esas capas de ropa de mozo que ella había encontrado o mejor dicho robado a un jovencito marinero del Gaudeamus. No había duda que él sabía que era una mujer. Lo vio sonreír y luego el navegante le palmeó la espalda animadamente, casi tirándola al suelo del golpe, no parecía enfadado, ni molesto por tenerla allí.
      Después de responder las preguntas del gentil contramaestre, él había decidido mantener el silencio y ayudarla en todo lo que fuese posible hasta llegar al próximo destino. El oficial había sido bueno con ella. La escondió en su camarote y él pasó las noches durmiendo en cubierta para no incomodarla.
      Don Rodrigo Sebastián López, era un señor de unos cincuenta años bien plantados. Panzudo, generoso, siempre pulcro y bien afeitado. A Telma le gustaba el pañuelo azul que él llevaba anudado en la cabeza. Don Rodrigo tenía la manía de retorcerse el bigote y siempre le hablaba sobre amores en puertos lejanos. Él solía ir  vestido de negro con el pecho al descubierto. Siempre bien armado con un alfanje y muchas herramientas en su cinto de armas, más bien parecía un pirata. En la espalda tenía un gran tatuaje de un tiburón toro con la quijada abierta, peligrosamente gráfico y muy real. En el brazo derecho llevaba un dibujo de una mujer pelirroja y en el otro su hija.
      –Rodrigo, ¿quién es ella? –le había preguntado.
      –Mi mujer, murió al dar a luz. Pero no me pongas esa carita, preciosa. Mi hija sobrevivió y ahora está felizmente casada. Hasta soy abuelo. No me acostumbro a eso, pero es agradable volver a casa y ser recibido por la familia. –Eso le había comentado cuando preguntó.
      Telma escudriñó los rasgos cansados del marinero de dormir poco y mal. Un contramaestre tenía mucho trabajo que hacer, él vigilaba la conservación de los aparejos de la nave y proponía al capitán las reparaciones que creía necesarias. Mantenía el orden y la disciplina de la tripulación. Daba el aviso pronto y puntual al capitán, de cualquiera ocurrencia en que fuera necesaria la intervención de su autoridad. Se encargaba del inventario y del desarme de la nave. De todos sus aparejos y pertrechos, cuidando de su conservación y custodia. Era responsable directo de ejecutar las directivas en cuanto a mantenimiento que emitía el capitán y un largo etcétera que la mareó cuando lo supo.
      Durante las tres primeras semanas, Telma no estaba del todo cómoda. Sabía que el capitán ya comenzaba a sospechar, al ver que su contramaestre no pisaba el camarote, salvo para cambiarse de ropa y lavarse. Una noche, Estevan Castropol dejó el timón en manos de uno de sus hombres y pasó de largo a Rodrigo que dormía agarrado a una botella de vino. Siguió su camino bajando los primeros escalones para entrar bajo cubierta. Telma estaba metida dentro de la cama, apenas sin poder dormir, porque echaba de menos a su padre. Fue en ese momento cuando escuchó los pasos que iban directos a su puerta y pensó que era su amigo, pero no reconocía sus pasos. Más cuando la puerta hizo ademán de abrirse, gracias a Dios no lo hizo. El pestillo estaba echado. Se levantó de la cama y apoyó la oreja en la madera, escuchando el murmullo de unos pasos alejarse.
      –¡Rodrigo baja! –gritó el capitán.
      El oficial pronto hizo acto de presencia en el pasillo y Telma apretó los dientes con fuerza sin apartarse de la puerta.
      –¿Marinero qué diablos haces durmiendo día sí y día también en cubierta? –preguntó el capitán Castropol, con preocupación.
      Se hizo un silencio misterioso y luego la carcajada pacífica y dulce de Rodrigo se elevó como bruma mágica.
      –Señor, no sabía que se preocupaba tanto por mi salud.
      –Rodrigo, no es por tu salud, te lo aseguro. Si tú mueres, puedo sustituirte. –Mintió.
      Ambos eran muy amigos, pero cuando una mujer se interponía entre ambos, la amistad de los hombres daba una vuelta a la desconfianza y los malos juegos de sonrisas mortíferas, y cuartas de acero en las tripas. Peor siquiera cuando una mujer subía a bordo del navío sin que nadie supiese que estaba viajando con ellos.
      Pecaban de tozudos ignorantes al seguir pensando que llevar una fémina era de mal augurio.
      –No puedes sustituir a un genuino de la navegación como yo. Todos se te amotinarían, vieja morsa.
      Ambos se echaron a reír pero el capitán ordenó que abriese la puerta, para saber qué diablos ocultaba un hombre que era incapaz de estar lejos de su camastro en un duro día de trabajo.»
  


     –Despierta de tus pensamientos, forastera. –Gilbride zarandeó a la joven que chilló para que la soltase.
     Los dos silenciaron y MacBheann se cansó de esos silencios que llegaban cuando ella fingía ignorarlo. La tomó del brazo y la apretó contra su musculoso cuerpo. Telma inquirió un grito de sorpresa al verse acorralada entre sus músculos e intentó poner distancia entre ambos apoyando su mano en el torso de él. Aquella simple caricia revolucionó al hombre y tuvo que aguantar como un campeón el no insinuarle ir a una posada o que metiera la mano bajo el tartán, para acariciarle el hinchado bulto que esperaba ansioso meterse en ella.
      Nadie tocaba a MacBheann y se iba de rositas. Él notaba el calor de ella y su cabeza no le llegaba más arriba del pectoral. Sus suaves cabellos de trigo eran una caricia para todos sus sentidos y los rozó con los labios.
      Borracho por mirarla a los ojos, se sintió debilitado. Ella era tan frágil que le gustaba sentirse su protector.
      Táctica número uno según las reglas de Mervin: no acosar pero agradar.
      Tal y como era ella, Gilbride estaba seguro que a todo diría que no, así que la dejó en el lugar que ocupaba una mujer, la sumisión del silencio y la obediencia. Miró las sillas y las mesas que Telma había estado observando y llamó al ebanista para ver más de cerca los muebles. Arrastró a la muchacha y entre ambos hubo una mirada cómplice.
      Al salir del tendal, pasearon entre los muchos que había a lo largo de la travesía. Él cargaba con una mesa y Telma con las sillas. La plaza ante ellos se veía animada, llena de gente y niños, de músicos tocando sobre un tablado y de actividades para cualquier persona y edad. Telma miraba sin emoción alguna los tapices y banderas que colgaban de los balcones y las puertas. Él le señaló los cortinones más pequeños que pasaban colgando sobre sus cabezas y en los cuales se apreciaban los bordados que representaba la llegada de la primavera.
      Un sonido raro captó su atención cuando Gilbride miró hacia el suelo, el gato de la extranjera se le restregó por la pierna.
      –Quita bicho.
      Adam correteaba con la colita levantada y andaba con pasos elegantes mientras maullaba para llamar la atención y que no lo perdiesen de vista.
      Mientras Gilbride caminaba, ella sonreía al minino y hablaba con el animal como si pudiera entenderla. Maldito gato, si seguía cerca de él, muy pronto los picores lo someterían a crueles sarpullidos rojizos que atormentarían su piel. Ya comenzaba a notar algo tras la espalda, era muy molesto no poder rascarse, así que se apoyó contra una pared y se rascó bajando y subiendo como un oso contra un árbol.
      –¡Mmmh, sí, sí.
      –¿Qué haces?
      –¿No lo ves? Soy alérgico a los gatos y me rasco.



      Telma sonrió negando las locuras de ese hombre y siguió adelantándose hasta que se detuvo en un puesto donde observó las alhajas artesanales. Había pendientes, collares, pulseras y broches. Todo de latón, oro, plata o madera. Se exponían un gran número de telas y sporranes. Ella llevaba el suyo bien protegido, lo había encontrado haciendo limpieza en la parte superior de su casa y aunque le quedaban mejor a los hombres, ella decidió llevarlo, ya que dentro guardaba la daga.
       Los bolsitos o monederos típicos que eran los complementos de los trajes escoceses estaban expuestos en hileras de ocho, frente a ella. Unos estaban fabricados con cuero y había otros de pelo animal. Todos con ornamentaciones de plata sobre la zona superior en forma de abanico, con tres o cuatro bolas de chapa. Pero lo que llamó su atención fue un collar muy sencillo con la forma de un hada con pequeñas alas abiertas. Los ojos se le iluminaron por un simple colgante de plata que nunca llegaría a tener y que era una tontería mirar.
      –¡Niña, vamos! –gritó el guerrero ya bastante adelantado a ella.
      Telma dejó escapar el aire en un corto suspiró y se puso en marcha. Las muchachas más lozanas se prendaban del highlander cuando él se exhibía ante ellas, aunque parecía hacerlo para sacarles unas sonrisas. A Telma no le gustó ver que él guiñaba y mandaba besitos al aire para que las mujeres los cogieran al vuelo en un ridículo juego que ella veía de tontos. Las risitas pasaron de largo y odió al highlander que por fin la miró, reparando en su existencia.
      –Eres más lenta que una seanmhair.
      –¿Una qué? –gritó ella al no entenderle.
      –¡Una abuela! –respondió en castellano.
      Al detenerse cerca de una posada se dio cuenta que Ginebra estaba atada cerca del abrevadero. El hombre se acercó a su terco animal y le besó la frente mientras recogía las riendas y tiraba del animal pateando la puerta de la cuadra al pasar. Allí le hizo dejar los muebles, los cuales cubrieron con una tela para que no llamasen la atención. Gilbride suspiró algo fatigado al mirarla de nuevo y no lo hizo a los ojos, Telma se cruzó de brazos apretando sus senos y eso era lo que llamaba la atención del hombre, que se humedeció los labios con una pasada lenta y sensual de su lengua e insinuó un lametón en el aire. Claro, cómo no, le estaba mirando de nuevo el escote.
      Más tarde fueron a comer y a beber algo dentro de un mesón tranquilo, donde Telma se sintió atendida en todos los sentidos y para nada aburrida y miedosa. Había estado bromeando con él, en castellano y aprendiendo nuevas palabras casi todas malsonantes en gaélico. Su padre le solía mencionar que un hombre que sabía hacer reír a una mujer, sabría tratarla bien. Pero las risas terminaron cuando alguien conocido y nada grato entró y caminó acompañado de cinco hombres más. Telma sintió que su sangre quedaba helada dentro de sus venas. ¡No podía ser, ahora no!
      Altivo y risueño, parecía que el día de las fiestas de primavera estaba haciendo bien a Eideard MacCallister, el cual se acercó a la barra y golpeó con sendos puños el borde de madera. Gritó agarrando al tabernero por el cuello de la camisa, que sonó al rasgarse y lo zarandeó.
      –Que corra el alcohol y las mujeres, o lo pagarás caro, viejo estúpido.
      De León apretó los dientes y se fue hundiendo en su asiento. Intentaba camuflarse delante de Gilb, pues al ser ancho de espaldas, desde la posición de los malhechores quedaba oculta. ¡Tenía mucho miedo! Estaba horrorizada con la idea de volver a ver a su violador. ¡No sabía cómo actuar! Pero los ojos verdes de su nuevo amigo, no se apartaron de ella, la escrutaban con desalmada sensualidad.
      Gilb se ladeó y observó la barra, soltó un bufido desaprobatorio ante los modales de esos imbéciles. Seis hombres, conocía a cada uno de ellos y no le agradó verles a poca distancia de él. Se humedeció los labios y volvió a mirarla.
      –Son los malhechores de los que te hablé. Los pocos MacCallister que quedan en la región. –Le susurró.
      –V-vámonos. –Dijo muy bajito y agachó la cabeza cuando Eid miró hacia ellos.
      –No temas, conmigo no te pasará nada, eudail.
      –No es eso presumido arrogante, es que no quiero estar aquí, no quiero verles… ¿Nos vamos? Di que sí o me marcho yo.
      Los pasos no presagiaron nada bueno cuando fueron directos a la mesa y entonces la maldita risa repugnante que no se había quitado de la cabeza, resonó martilleándola con múltiples desgarros. La mano de MacCallister se posó en el hombro de Gilbride y ambos hombres se desafiaron con las miradas.



      –Vaya, vaya, menuda sorpresa verte por aquí Gilb.
      –Para ti soy MacBheann, no te tomes tantas confianzas conmigo. –Le habló fríamente con los dientes apretados.
      Eideard se paseó la lengua por los labios y observó a la mujer, entonces vio lo que creyó que había visto desde que entró en la taberna. Aquellos cabellos lisos y dorados, la delgada figura y el rostro primoroso con aquellas dos joyas por ojos. A la sazón no puedo evitar notar un picor cremoso en su miembro, que se endureció contra el breacan por recodar sus muslos y el caliente centro de su sexo. La muchacha agachó la cabeza sin valor para afrontar la situación y eso lo agradó. Le gustaba que las mujeres supiesen donde estaba su lugar.
      –Hola muchacha, nos volvemos a encontrar.
      Ella siguió sin alzar la vista y cerró los ojos, la táctica infantil de si no te veo no estás.
      –¿Os conocéis? –preguntó Gilbride y ella negó asustada.
      –Yo si la conozco y volvería a conocerla de esa forma tan intima. –Eid se movió alrededor del guerrero y acabó bordeando la mesa, Telma gimió sobrecogida y al levantarse con aquellas prisas tropezó con el asiento y cayó al suelo.
      Al caer chilló y pateó el aire intentando golpear a Eideard para alejarlo de ella. ¡Pero que ricura de mujercita! Pensó.
      Intentaba dañarlo otra vez como ya hizo en su día, todavía le quedaban las marcas de sus uñas por el cuello y los brazos.
      –¿Por qué te pones así? –se burló de ella–. Creo que ambos nos lo pasábamos muy bien aquel día…
      Tal y como la agarró, la soltó cuando la mirada de Gilbride le amenazó sin decir palabra. Si había en aquella tierra un hombre que intimidase con esos ojos de gato montés, era MacBheann. Ese tipo podía destripar a un hombre y ahorcarlo con sus propias entrañas aún palpitantes. No era la primera vez que se enfrentaba contra ese animal desdeñoso. Gilbride era endemoniadamente bueno en la batalla. Eid aún conservaba una espeluznante cicatriz –merced de MacBheann–  que nacía bajo su nuca y serpenteante hasta su nalga derecha.
      –¡No vuelvas a tocarla! –le gritó Gilbride golpeando con el puño la mesa y abriendo una grieta.
      –¡Gilb no dejes que me haga nada! –gritó la chica que se levantó y corrió a los brazos protectores de su enemigo, MacBheann la recibió estrechándola con fuerza. Eso no tendría que haber puesto celoso a MacCallister, pero lo hizo. Apretó los dientes y entrecerró los ojos mirando a ambos con gran odio.
      –Cuidado cuando te la folles, amigo. A la zorra le gusta desmayarse en mitad del acto. –Sonrió altanero y apartó la capa a un lado para acariciar la espada.
      Se ladeó para marcharse cuando un puño se encajó en su rostro y mareado hasta tal punto, tuvo que buscar apoyo en el respaldo de una silla. Eideard se limpió la comisura con los nudillos y se detuvo a mirar la sangre que manchaba su mano. No confesaría jamás que aquel golpe le había dolido más de lo que cabría esperar. MacBheann se le tiró encima y los dos hombres al caer sobre la mesa la destrozaron.



      Sabía que Telma tenía algún roce con ese puerco de Eideard, pues no era normal verle agachar la cabeza pavorosa de mirar al frente. Cuando se ladeó y vio quién entraba en la taberna, sonrió. Recordaba el último encuentro con aquellos hombres. Eid conservaba la caricia amistosa que le había dedicado en una pelea, cuando osaron entrar en sus tierras para robarle a Ginebra, matarlo y quemarle la casa.
      Desde que ese come estiércol se había acercado, Gilbride ya hacía rato que estaba preparado para cualquier bajeza por parte de Eideard. Odiaba tenerlo delante, odiaba su presencia y odiaba su fétido olor a sudor de semanas. No contento con restregarle la muerte de su madre, simplemente con esos gestos altaneros y silenciosos… ahora osaba sacar a la luz que se había beneficiado a Telma.
      No pensaba esperar más. Estaba claro que Telma temblaba como una hoja y su llanto lastimero le hizo saber que había sido una víctima más de los abusos de esos bastardos.  El hombre protector que surgió dentro de él, no pensaba permitir que se le faltase el respeto a una chica tan maravillosa como era ella.
      Le dio igual que la mesa cediera bajo el peso de ambos. Se la pelaba. Puñetazo tras puñetazo, iba dejando el rostro del rubio MacCallister sangrante y magullado. Pronto a su ayuda acudieron sus compañeros. Los cinco empujaron a la gente y tras ellos se alzaban  los gritos roncos del dueño del mesón, pidiéndoles que saliesen fuera a pelearse.



      Telma no podía creer lo que veía. La sangre manchaba los nudillos de MacBheann, pero no era suya, era de Eid que forcejeaba intentando escapar de sus garras. MacBheann era pura masa de músculos y rabia, si seguía así acabaría cortándole la vida al fugitivo. Ella se acercó para coger del brazo a Gilb, pero ciego por la pelea la empujó y la mujer acabó por los suelos. Uno de los cinco le pisó la mano y se quejó. Alguien compasivo tras Telma la agarró y la levantó sin problemas. Era un hombre bajito, pelirrojo y de ojos azules. Su rostro cuadrado y salpicado por pecas dejaba una barba limpia y recién recortada. Delgado pero fibroso y con una bonita nariz aguileña. El muchacho en apariencia, sonrió y la sacó de la taberna mientras escuchaba como el sonido de los golpes de acero chocaban y los clientes gritaban lanzando más leña al fuego, entusiasmados por un poco de acción.     
      Uno de los MacCallister voló por los aires y cayó encima de unas señoras mayores, que lo aporrearon a conciencia en cuanto él se puso en pie.
       –¡Vamos, chica, vamos! –le alentaba el pelirrojo.
       Mientras corrían entrando al establo, Ginebra relinchó. El gatito blanco de Telma se encontraba dormido encima de la silla de montar y los muebles seguían donde los habían dejado. Adam despertó cuando de León lo agarró, abrazándolo contra sus senos. Ella lloró y maldijo al mundo. Zeus Mervin apoyó una mano amiga en su brazo y tomó asiento mientras esperaban a que el señor de la guerra regresase de su venganza, si es que conseguía hallarla aquella tarde y atravesar el corazón de los asesinos de Colin.

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