martes, 1 de abril de 2014

Highlands -Capítulo 5 (última Promo)

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18


Capítulo 5
Brillo enemigo.




      –¡Lárgate de mi casa!
      Telma le tiró una piedra y Gilbride se protegió el rostro con las manos.
      –¡Telma, no tienes derecho a seguir viviendo aquí!
      –¡Quizás tengo más derecho que un desgraciado insensible! Deja de venir cada día a decirme lo mismo. ¡Me tienes harta!
       Volvió a lanzarle otra piedra y le dio en plena sien. Gilb giró el rostro por el golpe y apretó los dientes tan irritado que chilló.
      –¡Dios, dame fuerzas para no matarla! –exclamó al cielo extendiendo los brazos y moviéndolos efusivamente.
       Telma notó frío y distante a ese tonto de cabello trenzado. Había aparecido por aquellos lares como si entre ellos no hubiese pasado nada y eso la molestó muchísimo. Era una ingenua, había suspirado en anhelos por volver a verle. Soñando día tras día poder escuchar los cascos de la yegua trotar por el viejo puente de madera, verlo detenerse en el establo con flores para ella y tras eso pedirle perdón por todo. Esperaba un «lo siento» pero ese escocés no era capaz de decir nada bonito.
      –¡Vete!
      –De eso nada monada.
      –Gilb…
      –No pienso….
      –¡Vete!
      MacBheann estaba indomable aquella mañana. En cuanto lo vio desmontar de Ginebra, suspiró sonriente y corrió a recibirle, pero las bonitas frases de la boca de él fueron que se marchase de allí al grito de ya, que su tiempo se había agotado en aquel lugar. Parecía cansado de venir día sí día también, para el mismo fin. Hundida por creer que era una chica especial por esperarle, se sintió estúpida. No le importaba y los besos y caricias de los días pasados, eran polvo esparcido sobre el aire, que viajaba en la indiferencia cuando él la miraba.
      Gilbride adelantó el paso, Telma estaba lista para arremeter de nuevo contra él. Agarró otro guijarro, de los muchos que había tomado del suelo y los lanzó paulatinamente. Gilb no daba abasto para cubrirse del bombardeo y comenzó a correr en todas direcciones y finalmente hacía ella. Telma dio tres pasos hacia atrás, hasta que se golpeó la espalda contra la pared y le tiró otra piedra que rebotó ridículamente en el pecho del highlander, cuando la agarró del brazo. Él refunfuñaba hablando muy rápido en una lengua que no comprendió, quizás la estaba insultando, así que por prevenir alzó el dedo corazón y lo mandó a paseo.
      –¡Ay! Deja de tirarme piedras.
      La última que le arrojó le dio en el ojo. Ella soltó una risita y él suspiró como si con ello implorase un poco paciencia.
      –Me has hecho mucho daño, MacBheann.
      –¡Pero si eres tú la que me tira cosas!
      –¿Eh? ¡No! No me refiero a eso, cabestro.
      –¿Entonces cuál es el motivo?
      Mira que era tonto. Estaba muy claro el motivo de su dolor y no era por sus visitas. ¿Tenía que explicarle realmente paso por paso el motivo de su enfado y decepción?
      –M-mi dolor viene por aquel día que estuvimos, ya sabes, nos besamos y estuvimos a punto de hacerlo.
      –Muchacha, el daño que te hice aquel día me lo hice también a mí mismo, no te vayas a creer que soy un infame hombre. Jamás tuve que haber pensado que eras otra mujer más.
      –¿Soy otra mujer más? –no lo comprendía, pero se enfureció.
      –No exactamente.
      –Pero has dicho que…
      –Lo pensé.
      El silencio hizo mella en ellos. Gilb alzó un dedo acusador, pero en vez de golpearla con el índice como esperaba que hiciese contra su hombro, le dedicó una leve caricia en la mejilla que bajó hasta sus labios y se detuvieron ahí. Luego cerró la mano formando un puño de nudillos blancos y le dio la espalda.
      –¿Explícame eso de que soy una más.
      Lo tuvo que preguntar para salir de dudas, pero Gilbride siguió caminando hasta el establo y sacó a su montura de un brillante negro azabache, para montar y de nuevo marcharse sin dar explicaciones. Otra vez la dejaba plantada.
      La mañana pasó rápida y pronto llegó el día siguiente. Eran las dos de la tarde cuando Telma salió de casa rumbo el mercado de Inverness y allí llegó en un día lluvioso. Un día que le pareció muy especial y tranquilo. Un día de esos en los que sabes que estás en paz con la tierra y el cielo y que nadie puede molestarte. Amenamente ni siquiera miras por donde pisas.
      Inverness relucía con colores cerúleos y cándidos, la gran fortaleza daba un aire de fuerza y seducción que sus enemigos a lo largo de la historia no habían podido mirar de otra manera, que con fascinación y temor. La boda de la hija del Laird estaba a tres días de celebrarse, la prima de Gilbride iba a contraer matrimonio con un hombre mucho más mayor que ella, pero a nadie parecía importarle.
      Los preparativos estaban casi terminados, las invitaciones enviadas de punta a punta del país. Telma de León estaba intrigada por saber cómo eran los sacramentos en aquel lugar. Ser la mujer de un hombre. Formar una familia. ¿Gilbride sería perfecto para bailar en la fantasía de su sueño?
      –Menudas tonterías pienso. Ese insensible no sería capaz de aparecer por el altar el día de nuestra boda. –Cometió el error de no pensar lo que había dicho en voz alta.
      –Si no probamos no sabemos. –Susurró aquella voz potente y sensual tras ella.
      Al voltearse se dio de bruces contra el brazo tatuado de Gilbride, aunque se apartó rápida, él la agarró de la muñeca. ¿Acaso la seguía allá donde iba?
      –¿Quién tiene que asistir a tú boda, forastera? ¿Yo u otro?
      El aire soplaba con fuerza y se apartó una guedeja del rostro para poder encararle sin complicaciones. ¡Dios! Era tan fascinante detenerse a mirarle, tan altivo, risueño, con esos labios apetecibles para otro garbeo transitorio, su labio inferior más grueso que el superior y esa nariz recta e ilustre… «No tan recta» pensó.
      Algún puñetazo o más de uno, había dañado el puente torciéndolo unos milímetros a la derecha, cosa apenas perceptible, pero que Telma supo apreciar sin mofa o burla. Estaba fabuloso y con la camisa medio abierta dejaba entrever su vello crespo y rizado, de un negro intenso recorriendo todo su pectoral fornido con aquellos tatuajes que a ella le hubiese gustado lamer y saborear en un acto llevado por el diablo.
      Ya estaba de nuevo pensando en aquel día. Toda su alegría se desmoronó en segundos y le dio la espalda, mirando como tres niños corrían alrededor de un pozo, jugando a su alrededor libres de complicaciones y responsabilidades.  Añoraba ser una chiquilla.
      –¡La forastera se quiere casar conmigo! –Cantó Gilbride.
      –No contigo.
      –Sí. –Contradijo con voz cortante.
      –No contigo, te repito.
      Contestó malhumorada y él se echó a reír al verla poner morritos como una niña enrabietada. Le tiró del moflete sonrojado y Telma le pegó una palmada sonora en el pecho.
      –Pues si no te quieres casar con un ser magnifico como yo, vete de mi casa. –Cansino hasta la muerte.
      –¡No seas pesado!
      –Vete o pasarás las peores semanas de tu vida. Ahí queda la cosa, en el aire. Piensa en ello. –Vocalizó lentamente y ella le pegó una patada en la espinilla.
      –¡No me amenaces maldito escocés!
      Lo dejó donde estaba, después de soltar esa gran mano que la tomaba de la muñeca. Acelerando el paso miró hacia atrás para ver si la seguía, pero Gilb se quedó clavado en el sitio maneando una mano a modo de despedida con una sonrisa casi mortífera en su cuadrado rostro. Ella volvió la vista al frente con la cabeza bien alta y orgullosa, pero se golpeó la cara contra un pilote de un puesto cercano que apareció de la nada.
      –¡Au, qué daño!
      –¡Torpe!
      Gilbride estalló en carcajadas golpeándose el vientre con la mano, mientras llamaba la atención de los aldeanos. Muchos se ladearon para ver que sucedía. Ahora ella era la comidilla de medio pueblo.
      Maldiciendo a todos los santos y agachando la cabeza por sentirse avergonzada ante su mal vocabulario, decidió seguir su rumbo y comprarse algún capricho para calmar su humillación.
      Mientras echaba un vistazo al orfebre que hilaba un collar de perlas, se apoyó contra una pared de piedra y alzó la vista al cielo. Los nubarrones negros cubrían hasta el horizonte, los relámpagos lejanos iluminaban la penumbra de los valles en su lento movimiento y llegarían para descargar sobre su cabeza los truenos, quizás al anochecer.
      Sola y sin su padre, sin el abrazo protector de él, seguro que se pondría a gritar presa del miedo por los retumbos, pero todavía quedaban horas para eso. De momento sólo chispeaba
      Nunca le había gustado vivir en un sitio con un temporal igual. Amaba el sol y las tierras pajizas, los bosques acogedores y poco profundos. El Reino de Castilla era un dominio precioso, caliente, que te llenaba de ilusión. La gente era diferente a los escoceses, más cordiales. Pero en cualquier parte del mundo, supuso ella, las personas tendrían diferentes costumbres y formas de comportarse.
      Echaba mucho de menos su tierra. Las highlands de Escocia era un terreno montañoso, inhóspito, alto y pastoril, que calaba profundamente en los huesos. Con esa humedad que te hacía sentirte cansado y sin ganas de nada, para los que no estaban acostumbrados. Pero no todo era tan terrible y ella se iba acostumbrando a los nuevos parajes, tan similares a los asturianos o gallegos. El norte de España era sin duda lo más parecido que había visto desde que llegó a las highlands.
      Refunfuñando, Telma consiguió alejarse casi todo el día de Gilbride.



      –Si Dios me llega a decir esta mañana que mi sobrino hacía acto de presencia en mi hogar, es que no me lo hubiese ni creído. ¡A mis brazos fortachón!
      Su enorme tío lo recibió entre apretones de manos y apretujones de oso. Diez años habían pasado. Hacía tanto tiempo que ambos no se veían, que ahora no había forma de quitárselo de encima. Su prima María Isabel corrió por el pasillo, alzando los bajos de su precioso y llamativo vestido escarlata, para no pisárselo en su carrera. Se lanzó a la espalda de Gilbride y ambos chillaron dando vueltas sobre sí mismos.
      –La niña se hace mujer. Déjame que te vea Isa. –La alejó para no perder detalle de su cuerpo.
      Gilbride escudriñó a su prima y le pareció adorable. No rayaba la perfección de la belleza, pero era bonita y tenía una sonrisa jovial y llena de temperamento astuto. Sus ojos eran marrones y su cabello oscuro como la noche y ondulado como el destino. La nariz la tenía larga y recta, labios carnosos y rojizos. Mofletes rosados y lunares bajo el labio superior y en el pómulo derecho. Eran las cosas que a un hombre llamaban la atención, al menos a él sí.
      Como semental y amante que era, no dudó en deslizar los dedos alrededor de las curvas de sus inflados pechos por encima del cordaje de su jubón bien apretado. Su piel lúcida y tersa era la más enviada por las mujeres de la zona. Aquello si era pegar un estirón, ni la mismísima Olivia era tan bonita.
      Isa se movió avergonzada sabiendo la reputación de su sensual primo y soltó una risita nerviosa. Arthur apartó las manos de su sobrino y lo agarró de la muñeca llevándoselo por el pasillo, antes de tener que presenciar como su hija perdía la virginidad al mínimo pestañeo.
      –Te corto las manos como la toques, quedas avisado –le advirtió–. Vamos, quiero saber las nuevas que me traes de tus viajes.
      Paseando por el patio de armas y subiendo por las únicas escaleras del recinto que eran de madera, que daban al Gran Salón –por si llegaban enemigos y atacaban el feudo, poderle prender fuego y evitar que subieran– siguieron  su camino por la armería en donde unos guardias limpiaban y ordenaban el armamento. Saludaron cuando los vieron pasar y siguieron con su faena.
      Llegados al Gran Salón, un lugar frío y poco amueblado, lleno de pinturas representativas de la familia y tapices, Gilb se dejó caer pesadamente en una silla. Así sin más una de las patas se torció y las demás le siguieron crujiendo y rompiendo. Gilbride cayó de espaldas dándose un fuerte golpe en la nuca, contra el borde de la mesa y por un segundo quedó desorientado completamente.
      –¡Muchacho! –Arthur corrió a socorrerle con tierna preocupación, agarrándole del brazo tiró de él hasta dejarlo en pie.
      –G-gracias. –Logró decir al tiempo que se llevaba la mano tras la nuca y notaba algo húmedo y mojado. Era sangre.
      –¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
      –Estoy algo mareado, pero ha sido más el susto que el golpe, gracias por preocuparte tío.
      Gilbride caminó hasta la chimenea, con suerte la pared no se caería también lanzándolo hacia abajo, para abrirse la cabeza contra el pavimento del patio. Alba estaba jugando con su vida, desde que llegó a sus tierras.
      –Creo que estoy gafado.
      –Lo que  estás es gordo.
      –¿Gordo? Y, ¿dónde ves tú gramos de grasa en mi cuerpo? –se quejó ofendido.
      –Es cierto, no estás gordo, eres torpe –y lo dijo con toda la naturalizad del mundo–. Toma asiento en otra silla. –Ocultó una sonrisilla mordaz.
      Gilbride se sentó en un banquillo robusto, reposó la pierna en una silla cercana y apoyando la espalda en el borde de la mesa, sujetó la jarra de vino que una criada le entregó.
      Después de eludir preguntas del tipo, ¿por qué te fuiste cuando Colin murió? Pasó a hablar sobre los MacLeod.
      –El castillo de Dunvegan no quedó muy bien parado –le explicó a su tío–, y aunque no se desmoronó del todo, ya saben de qué sangre estoy hecho. Tenías que haber visto como corrían cuando yo llegué. No sé de dónde sacaron a sus patéticos aliados, pero soltaron las armas y entraron en los portones principales antes de que cayesen tras la embestida de los arietes –dijo orgulloso como si su sola presencia fuese temible–. La lluvia de flechas caía sin descanso. La batalla comenzó sobre las primeras horas del día y acabó ya entrada la noche. La pena es que fue un alto mutuo cuando la mujer de Hugh MacLeod III, salió en pleno caos y detuvo la batalla. –No le explicaría cómo lo hizo, pero esa mujer era la más valiente que jamás había conocido.
      –Ignoro que te habrán hecho los MacLeod, pero no quiero que pongas a nuestro…
      –Mi vida…
      –En peligro, porque tengo una hija y tres en camino. La partera presupone que son más de dos, ¡tu tía está enorme! –exageró.
      –¿Está embarazada? ¡Eso es genial, tío Arthur! Felicidades.
      De pronto MacBheann sintió una punzada de celos y algo que no supo catalogar en su corta mente. Notaba un intenso vacío, que no sabía cómo llenar. El pecho se le contrajo y se mareó. Como una musa a su mente, afloró la sonrisa de Telma y la forma del hoyuelo derecho de su boca que se le formaba cuando se enfadaba. Su contoneo de caderas al caminar. Sus apetecibles senos pequeños y redondeados, manzanitas maduras para el placer de un hombre que llevaba días hinchado y molesto… Cerró la mente con candado para no pensar en ella.
      Llevándose las manos al vientre, notó las mariposas traidoras que no dejaban de martirizarle. Se resguardó en la conversación por donde la había dejado. Los MacLeod.
      Claro que ellos no le habían hecho nada, pero Gilb era un mercenario que guerreaba por pagas y gloria ajena. Le daba igual a quién matar mientras pudiese blandir su claymore con alguien. Igualarse, aprender, sufrir, verse cara a cara con la muerte. No había nada más. Ningún ánimo de lucro y Mervin bien lo sabía.
      Simplemente y aunque no quería reconocerlo, estaba perdido en la vida. Sinclear y Colin ya no estaban vivos. Su única forma de superar la soledad de la falta de sus progenitores era hacer pagar a otros su sufrimiento. En más de una ocasión había pensado en presentarse en las tierras de los MacCallister, pero buscar al responsable del asesinato de su madre, era una tarea tardía. Luck se había escondido y sólo de vez en cuando se dejaba ver por los caminos, junto a su cuadrilla. En diversas ocasiones Eideard había llegado a molestarle con insinuaciones de cobardía y hombría. Le quisieron robar, pegar y matar. ¿Acaso tenían miedo de que pudiera vengarse? Claro que lo pensaba hacer, pero quería dejarles el miedo en el cuerpo. Cuanto más tiempo pasase, más dejarían a un lado la idea de que el pobrecito de Gilbride no se tomaría la justicia por su mano. Lo estaba consiguiendo. Eid se había acercado a él sin temor aquel día en el mesón, después de su último encuentro de hace diez años en la casita que ahora la forastera ocupaba. No le tenían miedo y ahora era el momento perfecto para atacar.
      –Gilbride. –El bueno de Arthur movió una mano delante de su cara y volvió de sus pensamientos.
      –¿Qué?
      –Los MacLeod. No quiero que ensucies el nombre de los MacBheann luchando contra ellos. No sé si me entiendes, muchacho.
      –Entender lo entiendo. Querer parar ya es otra cosa. Yo no voy clamando a voz en vivo que los MacBheann queremos las cabezas de ellos. Sólo proclamo mis ganas de luchar, ¿qué importa lo que un sólo hombre haga si todo su clan no le sigue?
      Pregunta estúpida, sabiendo las razones obvias de lo que acaba de decir.
      –¡Ay la madre…! –Arthur se llevó las manos a la pelona cabeza–. Un hombre puede matar y un ejército seguirle. Un hombre puede dictar sobre corazones ignorantes y una masa enloquecida y preñada con las mentiras de ese único hombre, destruir y peligrar la integridad humana. Y cuando se trata de clanes, muchacho, sólo observa como juzgan a los otros MacCallister por los crímenes de Sir Luck Logan y es sólo un hombre –lo estaba riñendo–. Es increíble que no sepas en que tiempos vivimos. Aquí se condena a toda la cesta cuando una manzana está podrida. No me creo que tú hayas pronunciado esas palabras. Confiésame, ¿algo te preocupa? ¿Me lo quieres contar?
      Silencio.
      Después de meditar bastante sobre sus problemas, se paseó las manos por el largo cabello castaño y comenzó a jugar con los adornos de sus trenzas. Telma lo estaba llevando a actuar como un ignorante. Él sabía la diferencia entre los actos de un hombre o de todo un clan. Era como por así decirlo, culpar a todos los ingleses de ser unos desgraciados, cuando no todos tenían la culpa de los asedios constantes que asolaba a Escocia con guerras tras guerras. Arthur seguía mirándole a la espera de que hablase.
      Era duro contarle lo que ya había escupido anteriormente a Mervin.
      –Es por una mujer. –Respondió al fin, con la vista perdida.
      –¿De verdad?
      – De la buena.
      El whisky pasó a ser la bebida reina del Gran Salón, cuando el vino quedó acabado a un lado en la mesa. Ambos hombres hablaron sobre mujeres y los horribles dolores de cabeza que daban. Eran malas, desde luego que lo eran. Diablos con tetas que con sus cuerpos y sus maneras hacían del hombre su esclavo.
      Gilb odiaba estar en baja forma mental. No quería pensar en una sola mujer. Él las quería a todas y no verse obligado a compartir el resto de su vida con una sola. Le daba miedo, miedo el compromiso. A jurarle amor eterno a alguien sin poder cumplir con esa responsabilidad. No podría hacer eso el Lobo, ¿o sí?
      –¿Pero no quieres tener hijos o casarte? –preguntó Arthur colocándose el plaid sobre el hombro izquierdo.
      –Esa era mi idea cuando puse los pies en las highlands, pero luego la conocí y todos mis planes se han tambaleado un poco. Recuerdo tiempos pasados, soy el amante de las damas de alta cuna, soy…
      –…un materialista que se ha vendido totalmente cegado a la realidad. –Arthur era muy sincero.
      –Quizás, Mervin me lo dice constantemente.
      Arthur se carcajeó.
      –Lo que no te diga el bueno de Zeus. –Meneó la cabeza y bostezó.
      Gilb se llevó las manos a las dagas que reposaban alrededor de su cintura y desenfundó una con parsimonia. La lanzó contra un tapiz familiar que odiaba desde que era un chiquillo y tensó los músculos.
      –¿Aún tienes ese horrible tapiz colgado? ¿Cuándo podré verlo quemado?
      –¿Ya estamos otra vez? ¡El tapiz me lo dejas quieto! –le riñó como solía hacer cuando era pequeño.
      –¡Es horrible!
      Vio su arma clavada en el cortinaje y observó con ojos fijos el dibujo de aquel cerdito con la cabeza alta, majestuoso y orgulloso caminando por un campo verde, mientras dos perros lobo lo seguían de cerca con sus fauces bien abiertas.
        –¿Sabes? Colin lo tejió cuando tenía catorce años –se giró para mirarlo–. Decía que tu padre era ese cerdito. Que caminaba sin molestarse en mirar los peligros de la vida y que por eso era tan feliz.
      –¿Así que mi padre era un cerdo?
      Los dos rieron de nuevo.
      –¡No era un cerdo! Era un hombre demasiado tranquilo. Vivía más allá de las pretensiones. ¿Lo comprendes?
      –Ahora sí.
     –Con la tontería del tapiz me has cambiado de tema. Háblame de esa mujer.
      –¿Tengo que seguir humillándome?
      Arthur juntó los dedos y dejó un mínimo espacio entre el índice y el pulgar.
      –No tienes remedio, tío. Apenas la conozco. Ella es una chica muy imperfecta para mi gusto. En el poco tiempo que he estado a su lado le ha dado tiempo a pegarme con un cubo, me ha tirado piedras a la cabeza, me ha insultado… –evitó recalcar su intento fallido de sexo.
      –¿Cómo se llama?
      –Se llama Telma de León.
      –¿Española? ¡Me gusta! Las mujeres españolas son fogosas y tienen un carácter terrible.
      –Ella lo tiene, pero es inocente y dulce a su vez.
      –Ojo, no he dicho que no sean dulces o inocentes, muchacho.
      –¿Quieres callarte y dejarme contar la historia? –se inclinó hacia delante apoyando los codos en los muslos, después se alisó el kilt con aire distraído.
      –Lo que pasa, es que esa extranjera me ha quitado la casa y llevo semanas durmiendo en el hostal del viejo Búho. Telma no quiere irse y yo quiero recuperar lo que es mío pero no quiero dañarla. No es la típica mujer con la que estoy acostumbrado a relacionarme. No tiene codicia, es joven, demasiado joven para un hombre de treinta años como yo.
      –¿Qué edad tiene?
      –Pues no lo sé. –Se encogió de hombros.
      El Laird golpeó la mesa con la palma de la mano y de nuevo comenzaron las carcajadas. Gilbride sospechaba que la gente se reía muy a menudo de él. Al menos últimamente.
      –¿No le has preguntado nada sobre su vida? –quiso saber.
      –Alguna cosa, pero poco importante, su nombre, su clan. Poco más.
      –Pues tu tío hacía todo lo contrario –una voz femenina y ronca los sobresaltó, era su tía–. Tu tío me acosó a preguntas cuando nos conocimos hará ya veinte años, no se callaba ni bajo el agua.
      Lorenay MacBheann daba pasos cortos, mientras su doncella personal la ayudaba sujetándola del brazo. Cuando se detuvo delante de Gilbride, él se puso en pie y besó la mano de su tía. Estaba claro que Isabel era el vivo retrato de su madre.
      Poco sonriente como de costumbre, Lorenay posó sus ojos negros en él. La francesa apretó el brazo de su sobrino cuando decidió tomar asiento y lo hizo despacio, tomándose su tiempo.
      –Lo siento, ma chère, pero estoy tan gorda como horrible y me duele todo.
      –No digas tonterías, estás preciosa.
      –¿Me has visto bien?    
      –Lo suficiente para que sigas siendo mi tía favorita –sonrió encantador–.Seguro que salen unos primos colosales y llenos de energía.
      Consiguió arrancarle una sonrisa a la pobre mujer que se colocó la trenza al lado derecho de su hombro y acarició las puntas. Quizás la manía de Gilb venía de ella.
      –¿Sabes querida mía, que nuestro magnifico sobrino tiene problemas de amor? –soltó fanfarrón Arthur y Lorenay aplaudió por la noticia.
      –¡Es maravilloso! Gilbride se nos casa por fin.
      –No corras tanto, maldita sea. –Se quejó el highlander y desclavó la daga cuando se aproximó al maldito tapiz.
      No, ahora que lo miraba con otros ojos, con los del conocimiento, sonrió y acarició al cerdito añorando a su padre. Lo necesitaba.
      –No le hables así a tu tía, es muy capaz de tirarte a las brasas y comerte.
      –Ignoraré a ambos –dijo ella–, mon amour, ¿quién es la elegida? ¿Una marquesa aburrida, una viuda rica? ¿Una joven cortesana de la corte de Jacobo? Déjame pensar. ¿Quizás una hija virginal de algún Laird a la que hayas desflorado por error?
      MacBheann se giró sobresaltado, con los ojos muy abiertos. ¿Esa era su reputación? Ahora comprendía aquel grito interior que lo hizo volver a casa. Tragó saliva duramente y comprendió el significado de los cuentos de su madre.
      –Muy bien, si queréis saber cómo es, mañana por la noche vendré a cenar con Telma. Si antes no acabo lapidado. –Mientras se daba media vuelta y salía del Gran Salón, escuchó a sus tíos morir de risa.
      ¡Maldita chiquilla! Hasta sus tíos se reían de él por sufrir mal de amores.


Al día siguiente.


      Agarrándola de las piernas como un conejo indefenso, la arrastró fuera de la cama cerca de las nueve y media de la mañana. Ahí llegaba, sin modales ni juicio para echarla sin resentimiento.
      Golpeándole con una zapatilla había conseguido apartarlo a un lado, pero mientras hacía ademán de sacarlo de la habitación a empujones, el hombre la cogió al vuelo y la dejó sobre su hombro. Como un saco de sémola.
      –¡Maldito escocés arrogante y desgraciado, suéltame!
      El camisón de lino se abrió dejándole el trasero al aire, algo que Gilbride no desaprovechó para tocar, pues paseó su dedo entre nalga y nalga y luego lo metió entre sus pliegues para sacarle un gemido inesperado, antes de devolver a cubrir ese trasero respingón y terso con la tela.
      –¡Pero no me metas el dedo ahí!     
      Entre gritos y pataletas bajó con ella las escaleras, pero Telma se agarró a la barandilla y no se soltó. Gilbride sufrió mucho para arrancarla de ahí y seguir bajando hasta sentarse en una banqueta y ponerla encima de sus piernas.
      –Hoy estás de suerte. Vas a cenar conmigo.
      –¿Eso es suerte? ¡Si me sacas de la cama como un loco vikingo, no esperes que acepte nada! ¿Sabes llamar a la puerta o tienes modales?
      Lo miró con severidad, pero esa mañana Gilb estaba más radiante que nunca. Lo adoraba.
      –Oh vamos, no seas así, mira. –Señaló a otro hombre que estaba apoyado en la puerta de entrada. Pelirrojo y medio dormido, bostezó y saludó, Zeus Mervin.
      –¡Mervin!
      –Latha math. No diré que tal has despertado, ya veo lo idiota que puede llegar a ser el musculitos. –Se echó a reír y salió fuera cuando vio que Gilbride lo miraba con ferocidad.
      –Después de que te deje lavarte, forastera, vamos a ir a comprarte algo de ropa, el día de hoy te lo regalo a ti. –Le acarició la mejilla y ella cerró los ojos.
      Lo notó inclinarse hacia delante y la cogió en brazos sintiéndose una princesa de cuentos de hadas. Él caminó de nuevo hasta las escaleras y la dejó en el primer peldaño de madera. Ambos se miraron fijamente. Gilbride alzó su gran mano llena de cicatrices y le tocó un seno y luego el otro. La sobó unos segundos antes de que Telma le abofeteara ofendida y él se girase sobre sus botas sonriente y animado para salir fuera.
     ¿Cómo se atrevía a tocarle los pechos?
      Estaba confusa y tenía sueño. Cuando salió de casa una vez vestida, cerró la puerta con llave y la guardó en el bolsillo del delantal grisáceo. Se remangó las mangas blancas y caminó con una mano en la cadera, haciendo bailar el contoneo de sus pasos hasta detenerse tras Mervin y ver a Gilb jugando con unos cuantos gatitos a pesar de ser alérgico.
      –¿Vamos a ir a comprar telas? –quiso saber, pues no estaba para derrochar lo poco que tenía ahorrado.
      –Mervin ha tenido la idea –respondió el highlander–. Como voy llevarte a cenar a casa de mis tíos, pues tienes que ir bonita. Si fuese por mí, te llevaría desnuda, cualquier cosa que lleves o que no lleves te hace estar preciosa.
      –¿Dé verdad me vas a llevar a cenar con tu familia? –se le hinchó el pecho del gozo.
      –De verdad, niña. ¿No quieres?
      –Claro que quiero, pero confieso que me coge descolocada, no esperaba nada de eso y menos de ti.
      –Aprovecha que está generoso. –Dijo Mervin abrazándola y ella le devolvió el abrazo.
       Sobre las horas siguientes estuvieron cabalgando por el camino que iba directo y sin dar mucha vuelta hacia Inverness. Gilbride la llevaba con él, como el día del acantilado y mientras viajaban hacia el pueblo, estuvieron hablando de María Isabel, la prima de MacBheann, que se iba a casar al día siguiente. Telma se ladeó para mirar el rostro sin afeitar de Gilbride y sonrió cuando la tarde pasada le preguntó con quién se iba a casar ella. ¿Con él o con otro? Estaba claro que de hacerlo, podría ser con el highlander.
      Comenzaba a comprender porque era incapaz de dejarse de tocar por las noches cuando el ardor que le producía pensar en Gilbride, anegaba todos sus sentidos de mujer. Tenía diecinueve años pero en ningún momento de su vida había conocido un tipo que la hiciese morir de rabia o de placer. Nadie igualaba la sensualidad que tenía ese hombre rudo y fuerte. Con esa tonta manía de tocarse el cabello cada dos por tres.
      Virgen y extraña en una tierra de druidas y leyendas paganas, había viajado para poder seguir viviendo después de haber matado en España. Salió ilesa de una violación contra MacCallister y de un momento caliente y febril con MacBheann en el acantilado frente al mar. Y seguía siendo la señorita indiscutible de la casa. No le iba tan mal, ¿no?
      Sonrió y por primera vez alzó la vista al cielo para ver la claridad en su vida gris. Eso era, seguir adelante, conocer nuevos territorios, personas y sentimientos. Escocia le había resultado ser un sitio horrible, lleno de salvajes y costumbres raras pero Mervin con su acostumbrada afabilidad y Gilbride protegiéndola y molestándola en los momentos más inoportunos le habían demostrado que había oportunidades hasta para una forastera que apenas comprendía la mitad de las palabras. Iba día tras día a los pueblos cercanos para aprender del vocabulario y ahora pensaba que podía mantener largas y aburridas conversaciones, conjugando de forma acertada y correcta.
      La mano de su hombre… ¡No! No era su hombre, pero sabía que le gustaba tenerlo cerca. La mano se posó en su cabeza y la hizo apoyar contra su torso, mientras le acariciaba un mechón dorado enredándolo en su dedo largo. Podía ser tan tierno cuando se lo proponía…



      Quizás ella no se daba cuenta, pero cada vez que apretaba el trasero contra él, se ponía malo. Ya estaba duro y caliente y si Mervin no estuviese con ellos la hubiese tomado en el mismo caballo.
      Las gotas de sudor resbalaban por su frente perlada, era un día bien caluroso. Justo cuando ladeó la cabeza para cubriese de la claridad con el dorso de la mano, divisó un brillo que traslucía en los árboles de su derecha. Abrió mucho los ojos y supo lo que era. ¡Una ballesta!
      Espoleó las riendas y la yegua se encabritó, en cuanto lo hizo agarró a Telma tirándola al suelo y la flecha que salió disparada hacia ellos se le clavó a él en el hombro.
      –¡Gilbride!– gritó Mervin.
      –¡Siud! –señaló–. En los árboles de tu derecha, el tercero por la fila de la izquierda! –avisó Gilb e hizo barricada con el cuerpo de la yegua para cubrir a Telma que había caído de bruces al polvoriento camino.
      La miró y gruñéndole sin palabras la obligó a quedar donde estaba, ella asintió pero chilló al estremecerse por la sangre que estaba perdiendo él. El astil de la flecha sobresalía por su hombro herido, pero parecía no importarle.
      Mervin ya había desenfundado uno de sus cuchillos y lo lanzó con tal precisión que del árbol cayó un hombre.
      –¡Alto!
      El pelirrojo saltó de su caballo gris y corrió hasta el atacante. No era ni más ni menos que Nathair, el hermanastro de Eideard y seguro que sus compañeros no andarían muy lejos de ese hombre de ojos saltones. Su cabello rubio seguía tan enmarañado como sucio. Mervin se le tiró encima.
      Gilbride desmontado de Ginebra miró a su bella forastera y le tendió la mano para levantarla del suelo.
      –Niña, arriba.
      –¡Gilb, te han dado! ¿Estás bien? ¿Te duele? ¿Qué hago?
      Él sabía muy bien lo que quería de ella. Una cama, el fuego de la lumbre y cubrirla con su peso en un lento coito de caricias. Le daría la luna si se la pedía y las estrellas si las exigía. No pudo evitar sentirse complacido al saber que Telma se preocupaba por él. La estrechó entre sus brazos alejando el dolor y la tomó del mentón con el índice y el pulgar. Así es como reclamó lo que más ansiaba de ella.
      –Bésame Telma. –Le pidió.
      –¡No me jodas, Gilbride! –se quejó el medio escocés–. Deja el arrumaco para después.
      Gilbride se echó a reír para ponerse a pensar que sólo a él se le podía ocurrir tal cosa en un momento como aquel. El beso tendría que esperar en las sombras, pero de aquella noche o de mañana no pasaría.
      Telma le miró con los ojos brillantes llenos de ternura y se apartó, pero supo que ella deseaba lo mismo que él, su comportamiento cándido se lo confesó con caricias de miel y melocotón.
      La apartó para caminar hasta el hermanastro de MacCallister, que lloriqueaba sin valor para arrancarse la daga que tenía clavada en la ingle. Nathair se removía en el suelo presa de los nervios y la ira, sabía lo que se le venía encima y no era nada alentador. Mervin le propinaba codazos para noquearlo, pero Nathair se resistía como una alimaña devolviendo la mitad de aquellos golpes que recibía. Finalmente, el forajido pateó el abdomen del pelirrojo que cayó de espaldas y se incorporó con la intención de huir internándose en el bosque. Fue un error, Nathair se topó de frente con el bíceps del MacBheann y cayó redondo al suelo.



      La había cagado. Llegó a pensar que podía matar al infame Lobo para  satisfacer la petición de Eid de acabar con el hombre que seducía a la extranjera, pero no pudo acabar el trabajo que le habían encomendado. Ahora estaba en un gran apuro. Con la boca contra el suelo, escupía toda la tierra que Mervin le hacía tragar.
      Cuando Mervin se cansó de jugar, Gilbride se acercó a él y le apretó la mandíbula y le arrancó el cuchillo de la ingle. Nathair bramó insultando y pateando al aire. ¡Los odiaba y mucho! El maldito cabrón de Zeus Mervin se beneficiaba de una buena puntería y Gilbride era un insensible que tanto le daba matar hoy que mañana.
      Tenía que haber estado más atento, pero había metido la pata y a pesar de todo, si llegaban a torturarlo, se prometió no decirles nada de Luck.
       –¡Maldito escocés, has hecho daño a Gilbride! –la bofetada que le descargó la muchacha, le hizo hundir la cara contra el árbol, raspándose así la mejilla. Gilbride lo empotró de nuevo, con un demoledor empujón cuando hizo ademán de apartarse.
      –Ya has escuchado a la mujer, habla Nathair, será lo mejor para todos y para tu escuálido cuerpo. No me apetece arrancarte el aliento.
      No diría nada, pensaba morir antes de hablar. Miró por encima del hombro al ángel de plata que lo observaba furiosa y con una mueca expectante. Era normal que Eideard estuviese encaprichado con ella, era bonita, una ninfa.
      –Es guapa la zorra. Dime Gilb, ¿te la has follado ya? ¿No quieres vendérsela a mi hermanastro? –preguntó para poner furioso al highlander, pero éste que se encontraba rascándose el mentón, sacó la lengua y la paseó afiladamente por la comisura.
      –La zorra no está en venta. –Exclamó Gilb y se cruzó de brazos tranquilamente.
      –Si no te has follado a la chica, lo habrás hecho con tu amigo, ¿me equivoco? –les provocó–. Dicen que le gusta que le den por la retaguardia. –Insinuó ciertas intimidades de Mervin.
      Durante mucho tiempo se había extendido el rumor que Campbell era un desviado invertido inmoral. Que había estado prendado del sacerdote de Inverness y que incluso habían tenido relaciones esporádicas. Aunque no se le podía juzgar por eso, el padre Abraham era el fetiche de cualquier muchacha joven o entrada en años.
      El medio escocés lo trincó de los pelos y lo lanzó por los suelos, totalmente cabreado. Nathair se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando recibió una patada en el vientre.
      –Au, no me trates tan mal Campbell, si sigues así no te dejaré encularme…
      –¿Te manda Luck? –Mervin ignoró su juego.
      –Sabéis que soy el menos indicado para hablar. –Respondió.
     Con la boca pastosa escupió la tierra que había tragado. Después de algunos golpes más, en los cuales se divirtió burlándose de ellos,  lo ataron por las escuálidas muñecas con una cuerda y se lo llevaron arrastrándolo camino a casa de Arthur.


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