martes, 1 de abril de 2014

Highlands -Capítulo 3 (Promo)


 Aviso: Borrador sucio y sin corregir (no es la maqueta limpia de la novela publicada, ya que nunca subo lo bueno a internet por culpa de los intentos de robo que he sufrido de mis novelas ) y que se han solucionado legalmente ante la Ley. Para disfrutar de la novela puedes hacer un pedido en raycuenca@hotmail.com o contacta con la editorial  info@editorialcirculorojo.com

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 Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18

 
Capítulo 3
Una cita con MacBheann.




      Gilbride gruñó como un oso muerto de hambre, pues habían tocado la moral a su joven forastera e iba a limpiar su honor de doncella. Podrían haberla violado, pero ellos morirían con ese recuerdo y no volverían a tocar a otra mujer.
      Preocupación por Telma. Por esa muchachita adorable.
      Mervin se tendría que callar el resto de su vida, si era capaz de cortejarla después de haber matado a esos salvajes sin tierras ni casa. Sería su héroe, ¿verdad?
      Se ladeó y propinó un puñetazo en el esternón a Iver, un hombre de larga cabellera morena y el rostro cortado por una cicatriz. Cuando el desgraciado se quedó sin aire, otro se lanzó en su ayuda, saltándole a la espalda para coserlo a puñaladas. Ese era Bartley de los Farquanson. Enfermizo, peligroso y con la mandíbula torcida por todos los golpes que se había dado de pequeño por ser medio ciego.
      Bartley tironeó del cabello a Gilbride, obligándole así a inclinar la cabeza hacia atrás para poder cortarle la garganta, pero había subestimado a su enemigo, pues Gilb corrió de espaldas hacia una pared, ensartó en los cuernos del ciervo disecado al delgado esbirro de los Farquanson y el tipo aulló hilvanado, muriendo en el acto. Los cuernos también habían penetrado algunos centímetros de nada en la espalda de MacBheann, pero no hizo sonido alguno de molestia. No les daría ese gusto.
      Delante estaban los que quedaban, que eran Iver tosiendo sin aire. Eideard entre desfallecido, agotado y lleno de coraje, con la boca hinchada, la ceja partida, la nariz rota y un corte en la mejilla. Escupió dos muelas que rodaron por el suelo. Nathair, el pequeño de los MacCallister y el favorito de Luck Logan, se crujía los nudillos. El mastodonte de Stirling que le miraba con fijeza y con los dientes apretados buscando cualquier hueco por donde atacarle. La sangre corría por la comisura de sus labios, cayéndole por la barba rojiza mal afeitada y bajando por el cuello hasta entrar en la raída camisa gris. Era un gran luchador y algo tan grave como tener un brazo roto le daba igual. Y tras él, empuñando un gran hacha de guerra, estaba el viudo «vikingo» Erick Herger, el joven acogido de Luck Logan.
      Los cinco respiraron acaloradamente cuando Gilbride parecía ser un semidiós que no necesitaba conseguir oxígeno para seguir golpeando, pero era todo pura fachada, por dentro estaba igual de agotado como el que más.
      Los MacCallister se miraron entre ellos y comenzaron a dar pasos cortos hacia delante. Tenían acorralado al highlander y con suerte podrían ensartarlo en los cuernos como a su infortunado y fallecido amigo. Pero ante ellos y empuñando un arma, apareció la mujer del tabernero. Con aquella gran guadaña en las rechonchas manos, la señora Marian la blandió de lado a lado para intimidarles e impedir que siguieran avanzando.
      Nathair sonrió y hablo:
      –El perro ayudado por una vieja bruja. Deje eso señora o se hará daño y, no queremos eso, ¿verdad? –se relamió los labios.
      –Muchacho cuida esa sucia boca o te la lavaré con jabón. ¿Cinco contra uno? ¡Me parece ofensivo y de cobardes! Vuestro padre, joven Nathair, os tendría que haber enseñado mejores modales.
      Los MacCallister se carcajearon por las palabras de la mujer y Eideard se adelantó para agacharse y recoger sus dientes. Marian le miró sin sentirse acobardada por esos rudos hombres, que por vivir en el bosque se habían convertido en alimañas sin sentido de la ley o la justicia.
      –¿Vamos a hacer caso de una estúpida mujer? –preguntó Erick alzando el hacha, pero Gilbride mantuvo la claymore muy cerca del rostro del descendiente de vikingos y éste le mantuvo el reto, no se movió.
      Se miraron a los ojos, hombre contra hombre. Fuertes y valientes sin miedo a la muerte.
      –Sois idiotas, Jesús bendito. Os acabo de dar una paliza a los seis, uno de vosotros está muerto –señaló tras él–. ¿Acaso deseáis acabar igual? Yo por mí sigo y os mato a todos.     
      Se humedeció los labios y Erick bajó el arma y le dio la espalda para alejarse.
      –Esa ramera a la que proteges –dijo Nathair–, mató a uno de nuestros hermanos. Eid sólo quiere divertirse con su pertenencia. Es posible que en su vientre se esté gestando un bastardo. –Sonrió con desdén y tuvo que salir corriendo al ver venir a un enfurecido Gilbride hacia él.
      Nathair se escondió tras la espalda de Stirling y se sintió seguro.
      –Marica. –Bufó Gilb a ese cobarde.
      La pelea siguió. Las jarras y las sillas fueron estrelladas entre ellos. Caían al suelo, se levantaban, se golpeaban y seguían rompiendo cosas. Se tiraban a la cabeza vasos y platos. Se tiraban hasta un gato que encontraron arrinconado en una esquina y el animal hundió las uñas en el rostro de Iver que gritó incrédulo, mientras salía por la puerta perseguido por el tabernero que empuñaba un rastrillo.
      –¡Ven aquí maldito desgraciado!
      Los que quedaban dentro, se volvieron a tirar encima de Gilb, él bloqueaba y atacaba con su espada. Tenía los brazos llenos de cortes, de magulladuras y de quemaduras, pero siguió dando guerra. Eideard ya agonizaba sin sentido encima de la barra y la pelea terminó cuando Zeus Mervin atacó por la espalda a los MacCallister apuñalando a dos de ellos en el costado, nada grave.
      –¡Maldito cobarde! –gritaron los heridos.
      En estampida se fueron marchando y dejaron al muerto colgado de la cornamenta del ciervo disecado.
      –Touché.


En casa.

      –¿De verdad ha podido con todos ellos? –casi gritó Telma mientras Mervin le daba un masaje en los pies. Apenas hacía una hora que habían llegado a casa de MacBheann y se respiraba serenidad. El acalorado y cansado guerrero estaba sentado con las piernas abiertas en una de las sillas nuevas, con la pierna sobre una banqueta. Una postura poco moral, donde la chica evitaba mirarle los testículos que quedaban a la vista, él no llevaba calzón bajo el kilt. Gilbride no se había dejado curar la herida de la espalda, pero si las de los brazos y bajo el mentón, cuando una daga de los atacantes le había cortado desde el labio inferior hasta la barbilla.
      Mervin se había arrodillado en el suelo para atender los cansados pies de Telma, ahora que tenía el placer de conocerla, no podía negar que le entusiasmaba que una chiquilla hubiese puesto de tan mal humor a su mejor amigo. Ella seguía muy nerviosa y el burro de Gilbride era incapaz de tocar los pies de una mujer sin meter la cabeza entre sus muslos, por eso mismo el pelirrojo se ocupaba de ella.
     –Sí, levantó a los cóignear por encima de su cabeza y los fue lanzando uno a uno por los aires –Mervin respondió la pregunta de la extranjera y movió las manos en todas direcciones para explicarse–. El mesón ha quedado hecho un desastre y ya verás cuando Marian llegue con la lista de destrozos que hay que pagar –eso se lo dijo a Gilb–. Ni todo el oro del mundo callará los gritos de esa arrabalera.
      –¿Qué es cóignear en gaélico? –preguntó ella.
      –Creo que la traducción exacta al castellano es cinco personas. Tenemos que enseñarte algunas palabras o expresiones que desconoces, para hacer más extenso tu léxico y que puedas ayudarme a poner verde a Gilbride. –Bromeó y ella sonrió divertida.
      –Tenéis una forma de hablar muy cerrada, por eso no puedo dejar de preguntar. –Replicó.
     Los dos se echaron a reír, mientras la mirada salvaje del highlander no se apartaba de los ojos de la chica. Telma parecía adorar la historia que el pelirrojo le iba contando sobre la trifulca.
      –Zeus Mervin, ¿me puedes contar más sobre lo sucedido en la taberna?
      –Llámame Mervin a secas, Telma.
      –Mervin, sigue con la historia.
      –¡Por fin una persona que quiere escuchar mis historias! ¡Bien! –apretó los deditos del pie y los relajó con suaves presiones.
      Mervin se aclaró la garganta y cogió de nuevo la damajuana con olor a menta, se frotó las manos con el líquido y volvió a seguir masajeando a Telma, que gimió gustosa cuando él hizo presión en la planta del pie.
      Gilb parecía que se había puesto furioso cuando Mervin consiguió sacarle un gemido a la chiquilla. El medio escocés miró de reojo a su salvaje compañero y Gilbride le hizo saber echándose a toser de forma cuentista, que le iba a partir los dientes como Telma volviese a soltar un ruidito sensual. Pero Mervin que adoraba enrabietar a su compañero, frotó y frotó el pie delicado de Telma hasta que ella inclinó el cuerpo hacia atrás, para recostarse contra el respaldo y se mordió el dedo disfrutando del masaje. Con esos suspiros tan dichosos, consiguió endurecer el miembro de Gilbride, que bufó irritado paseando su lengua de una comisura a otra.
      Telma, quedándose un poco traspuesta por las caricias, abrió los ojos al notar que las callosas manos de Zeus, ahora eran más rasposas contra el empeine y sus caricias más toscas. Cuando descendió la mirada se encontró con aquel animal. MacBheann estaba arrodillado en el suelo y había dejado a  Mervin bajo la mesa de un guantazo.
      –¿Qué miras? –inquirió con voz ronca el hombre.
      –P-pero… –el dedo del guerrero se posó en sus labios y ella no pudo evitar darle un suave besito, quizás buscando tranquilizarlo.
      Ante lo arrogante que era ese cabestro, la forastera se dejó acariciar cuando sus manos llenas de cicatrices mimaron algo más que sus tobillos, pues subieron por el gemelo y ella se tensó. Lo miró fijamente, tanto como él la mirarla a ella.
      Gilbride agachó la cabeza y besó su rodilla, elevando con cuidado el borde de la falda para dejarla bien doblada sobre el muslo. El calor invadió el salón. ¿O era ella la que ardía? ¿A lo mejor era él?
      Mervin se incorporó murmurando como una vieja agorera. Sabía que cuando algo se cruzaba en el camino de su amigo, no había forma de quitarle la tontería, ahora se había encaprichado de la moza e ignoraba hasta qué punto llegaría Gilbride para recuperar su casa.
      –Ahora vengo. –Se levantó del suelo después de gatear bajo la mesa y salió dando un portazo.



      –Dime Telma, ¿te gusta así? –paseó la lengua alrededor de la rodilla y los lunares que se encontraban ahí.
      Siguió haciendo círculos con aquella caliente lengua y la vio morderse los labios después de humedecerlos. Eso bastó para comenzar a subir por la pierna, besando el muslo por la cara externa. La estaba deseando más de lo que se había imaginado. Necesitaba hacerla suya, hundirse entre sus pliegues y hacerle tocar el cielo. Era un hombre que había deseado a muchas a lo largo de su vida y ella era una más con la que poder desfogarse.
      Sólo una más, ¿verdad?
      Él la había protegido, había limpiado su honor contra los MacCallister, le había comprado unos preciosos muebles que ella jamás hubiera soñado con tener y no había tomado represalias cuando Telma le golpeó en la cabeza con el cubo el día anterior. Era suya. Ya había hecho más por ella que por otras en su vida de amante.
      La joven se movió y cambió de postura, le pareció que aunque incomoda, estaba luchando contra algo que batallaba dentro de su corazón. Sonrió mirándola desde su posición y se prendó de nuevo de esos ojos tan imperfectos. Era una pequeña hada manceba y él un fauno en busca de una noche entre sábanas y jadeos.
      Apoyó las manos en sus pequeñas caderas, donde un hombre podría perderse durante horas y tiró bruscamente de ella hasta que estuvo sentada en el borde de la silla. De nuevo, Telma se humedecía los labios y Gilbride no aguantó más, elevándose sobre sus rodillas fue a besarla, pero Mervin volvió a entrar y se cortó la magia.
      –¡Mira Gilbride! –el medio escocés estaba eufórico sujetando a un gato–. ¡Mira que preciosidad de gato he encontrado ahí fuera!
      El pelirrojo llevaba el gato cogido como si fuese un bebé e incluso para degenerar al animal, lo acunaba.
      –Ese es Highlander. –Dijo Telma, observando al gato negro de ojos amarillos y cola anillada en blanco.
       La forastera escapó de Gilbride para ponerse a la vera de Mervin y acariciar tras las orejas al animal que maullaba.
      –¿Se llama Highlander? –preguntó boquiabierto el pelirrojo y comenzó a hacerle pedorretas. El gato se quejaba con lamentos de desesperación.
      –Vete Mervin. –Gruñó Gilb.
      –Hola Highlander, ¿cómo estás? ¿Quién es el más bonito de la casa? Sí tú, eres tú. Ooooh, dile hola al tío Mervincito!
      –¡Vete Mervin! –Volvió a gruñir alzando la voz, pero Zeus ni se inmutó. Se limitó a ignorarle.
      –¿Es un gato muy bonito verdad? –le dijo ella y el medio escocés asintió martirizando al animal.
      –¡Telma ven aquí! –gimió deseoso el saco de testosterona que comenzaba a cabrearse.
      –Acompáñame entonces arriba, Mervin, allí están los cachorros de Lisa y si quieres puedes jugar con ellos.
      Telma y Mervin caminaron hasta las escaleras que subían al único dormitorio y dos gatos más se unieron a ellos cuando se alejaron. Dejando al excitado MacBheann plantado de rodillas en el suelo con los ojos muy abiertos y con expresión dudosa.
      –¿Es que todo el mundo me ignora? –preguntó y un gato viejo con un ojo malherido se sentó a su lado y maulló mirándole como si le diera una respuesta clara. Un rotundo sí.


Tres semanas después.


      Gilbride estaba harto de masturbarse. Sus intentos de besar o tocar a Telma fracasaban estrepitosamente, pero por culpa de un tercero al que estaba cogiendo mucha tirria. Zeus Mervin siempre brotaba como un champiñón cuando menos lo esperaba y con cualquier excusa se llevaba a Telma con él para jugar o hablar dando un paseo por los terrenos de Beauly. Y esa tarde se había vuelto a entrometer. ¡No lo soportaba!
      Tumbado en una cama, con la mano dentro de la manta y apretando el doloroso miembro mientras pensaba en ella, Gilbride maquinaba un plan sin desatender sus necesidades. Se acomodó y miró el techo de su habitación. Al no poder dormir en su casa, ya que la forastera no le dejaba ni daba permiso para ello, tuvo que arrastrarse humillado hasta la posada del viejo Búho, para pedir una habitación.
      Suspiró totalmente amargado y siguió masturbándose. ¡No era justo!
      Cuando notó que se aproximaba el clímax, jadeó y maldijo entre dientes. No conseguía alcanzar el deleite por sí solo, un hombre de su tamaño necesitaba más que una mano para derramar su semilla y conseguir el preciado orgasmo. Enrabietado golpeó su almohada y la tiró contra la pared desatando su frustración. Bien, ya estaba cansado, volvería a la mañana siguiente a su maldita casa y echaría a esa maldita ocupa hogares, pero ahora tenía que dormir.
      Cuando despertó no lo hizo de mejor humor. Después de lavarse, se puso un kilt, desechó la idea de ponerse camisa y se anudó a la cintura el cinto de armas. Luego el sporran y se calzó las botas. Salió de la posada con la cabeza muy alta.
      –¡Buenos días muchacho! –canturreó el viejo Tomy, acariciándose el bigotillo negro, era el dueño de la posada. Gilb se acercó a él.
      –Buenos sean, Tomy. ¿Todo bien? ¿La familia bien?
      –La mujer dirigiendo mi vida –se echó a reír y golpeó la mesa donde el vaso de leche casi se derrama.– Y mis hijas andan como siempre, creyendo que no me entero con quien se encaman –se rascó la nuca–. Hacía mucho tiempo que no te veía, joven MacBheann. ¿Estás bien? Tienes mala cara.
      –Han pasado muchos años. ¿Tengo mala cara?
      –La misma cara que según mi primo decía que yo tenía al despertarme, cuando me presentó a mi desconsiderada esposa.
      Ese viejo consiguió hacerle reír y se carcajeó bien alto y ruidoso.
      –Siempre son las mujeres el problema del mundo. Tomy, necesito papel y algo para escribir.
      En cuanto el viejo le entregó lo que había pedido, Gilbride escribió de forma rápida y concisa una falsa carta fingiendo ser Elliot Campbell, el tío de Mervin.
      Horas más tarde cuando encontró a su amigo desayunando en una taberna cercana, le entregó la carta y Zeus Mervin salió al galope hacia Dundonnell sin perder tiempo. Se había creído realmente que su tío Elliot lo necesitaba para escoltar a su prima Elisa, hacia las tierras de su prometido. Gilbride era insuperable a la hora de falsificar la caligrafía de la gente. Ahora con Mervin fuera de juego, Telma no se escaparía.
       Cuando llegó al boscaje más espeso de Beauly, donde había levantado los cimientos de su casa, se quedó anonadado observando a Telma tender las sábanas en un improvisado tendedero. La soleada mañana de primavera, envolvía en seda la belleza de esa chiquilla. Su cabello tan liso y rubio reflejaba la luz con destellos plateados que lo llenaba de asombro. Podía seguir las curvas de esos pequeños senos, del vientre y el hueco de entre sus piernas, imaginando su cuerpo desnudo bajo ese vestido de camisa blanca y falda grisácea que no la favorecía. De pronto ansió llevarla a la casa de la costurera Ailein y vestirla para complacerse él mismo.
      –Me deja sin sentido. –Confesó a la nada.
      Telma se inclinó dándole la espalda al highlander. Ella aún ignoraba que estaba ahí y revolvió las prendas que quedaban por tender en el cesto de mimbre. Ver aquel trasero respingón pidiendo a gritos un pellizco o una palmadita en aquella posición tan golosa, lo hizo saltar del caballo automáticamente sin mirar por donde pisaba y tropezó de forma muy patosa, tanto que cayó al riachuelo de bruces.
      Telma se giró asustada con la funda de la almohada en las manos y miró más allá del puente. Al reconocer la yegua que estaba más tranquila que unas pascuas, corrió hacia la orilla y ahí en el agua, cómodamente sentado le sonreía Gilbride MacBheann.
      –¿Es una buena mañana para un chapuzón matutino? –le preguntó al verlo tan  a gusto por el remojón.
      –Digamos que sí. –Susurró él, palmeando el agua.
      –¿Hoy tendré que aguantar alguna amenaza nueva para que me vaya?
      –Que yo sepa niña, las otras semanas he sido comprensivo con tu situación, la cual no sé ni me interesa saber, pero bien mirado podría echarte a empujones. Además, yo no amenazo. –Se quejó ofendido.
      –No me voy a marchar Gilbride, no insistas más por favor –miró al cielo implorando paciencia–. ¡Venga ya! Claro amenazas, siempre lo haces.
      Silencio. Pasó un ángel entre ambos y tuvo que pensar con celeridad qué hacer.
      –¿Te place mi maise forastera el compartir el placer del chapuzón con un hombre atractivo y mojado?
      Ambos se echaron a reír y ella alargó la mano para sacarlo de ahí. Una vez fuera del agua, Gilbride se escurrió el kilt. La miró de reojo y sonrió satisfecho cuando la muchacha no apartó sus extraños ojos de sus muslos. Gilbride quiso levantarse un poco más el kilt, pero seguro que ella acabaría llorando por verle de nuevo el miembro y no le apetecía aguantar los llantos de nadie.
      –¿Tienes hambre? Te invito a comer.
      –Acabo de desayunar. –Dijo ella.
      –He dicho a comer, aún quedan un par de horas. ¿Quieres? –fingió ser tan modosito como encantador.
      –Me parece raro que me invites.
      –Estoy muy generoso, me he levantado feliz. –Mintió.
      Su idea era llevarla a comer a un lago y allí hacerla suya como quien no quiere la cosa, si no cataba su miel y su edén ahora mismo, no se quedaría tranquilo y estaba harto de darse placer con la mano.
      –¿No tienes nada mejor que hacer, admítelo Telma. ¿Puedes preparar una cesta con pan, queso, algo de carne y una manta?
      –¿Es una cita? –preguntó tan recelosa como fascinada.
      –¿Una cita? Podría llamarse así, pero no lo es. Es más una escapada de amigos. Tengo que procurar protegerte, porque los MacCallister aunque no hayan dado señales de vida, siguen por estos lares. Vamos no tengas miedo –le tendió la mano–. Nunca hago nada que te ponga en peligro. Creo que me he portado muy bien contigo. –Se acercó a ella lo justo para rodear su cintura y besarle la sien.
      –No tienes que defenderme de nadie –Telma se apartó–, me desequilibra que digas que me proteges cuando no piensas más que en echarme de aquí.
      Gilbride no entró al trapo, sólo le brindó una sonrisa afable, aunque por dentro le apetecía pegarle una patada a esa engreída española.
      Ella le hizo caso y se metió en casa para preparar la cesta con lo que él le había pedido.
      –¡Vamos, que se hace tarde! –gritó Gilb desde fuera, cepillando a Ginebra.
      Cuando Telma salió de casa, parecía muy risueña y feliz. Alzó una vieja gloria que hizo añorar tiempos pasados al guerrero. Aquella manta había sido de su padre. Gilbride creía perdida la prenda, pero no la recordaba tan limpia como ahora. Sonrió acercándose un par de pasos a la moza y la miró con un profundo sentimiento de añoranza.
      Se detuvo a observar con atención, como a ella le brillaban las joyas que tenía por ojos y suspiró anhelante.
      –Eres perfecta. 
      Ella sonrió avergonzada y se frotó contra el costado de Gilbride, que reprimió el impulso de tenderla en el suelo. Deseaba algo tan puro y tan inmoral de esa mujer, que temía tocarla y eso lo estaba volviendo loco.
      La agarró por la cintura con posesión y la arrastró contra su musculoso torso, oliendo así el aroma de su cabello pajizo. ¡No, no! Era una maldita tentación. Olía a frescor, a mujer, a deseo. ¡Necesitaba sexo!
      La apartó con brusquedad para ayudarla a montar en Ginebra. MacBheann montó tras ella y rodeándola con un fuerte brazo, la atrajo contra su pecho.



      ¿Por qué ese hombre deseaba torturarla? Después de estar tres semanas pegado a ella día tras día, intentando echarla o cortejarla –esa segunda opción la veía estúpida– ahora la sorprendía con una cita.
      Gilbride se le hacía el ser más pesado y terco que había tenido el placer de conocer. En su boca estaba siempre la frase del millón, pero Telma no quería perder la casa y desde luego no iba a compartirla para vivir con un hombre que apenas conocía y que revolucionaba sus sentidos de maneras catastróficas.
      Sus visitas sólo consistían en cuatro palabras y ella lo ignoraba. Cuando la tensión crecía de forma irracional entre ambos, se ponían a mirar las musarañas y cuando se animaba con la intención de sacar alguna conversación interesante, él se burlaba de ella por su pobre pronunciación. Vale, reconocía que hablaba mal, pero al menos lo intentaba.
      Nunca se aburría con MacBheann, de hecho esperaba ansiosa verlo aparecer para discutir con él. Le gustaba cuando le sonreía con esa boquita tan grande y sensual, de afiladas intenciones contra ella y su integridad moral. Era un magnifico idiota, no tenía remedio, pero cada día le gustaba más.
      En España había conocido a muchos hombres que eran tan indomables como Gilbride, pero se había mantenido alejada de ellos. Si bien, era la única chica que quedaba en todo el pueblo que aún no había contraído matrimonio.
      Cuando Telma miraba a Gilbride, veía en sus ojos que él la deseaba y se sentía especial. Mervin le había contado anécdotas de su amigo. Gilb era un conquistador nato de batallas y damas. En las cortes era adorado. Bueno, él y siete highlanders más, pero no supo de sus nombres. Hubo un tiempo, según Mervin, en el cual Gilbride se había rodeado de salones de fiestas y buenas compañías. De aquella era adolescente, pero tras la muerte de Sinclear, Gilbride dio la espalda a todo, luego con la muerte de su madre abandonó su hogar y marchó a guerras que no le cernían para venderse por cuatro monedas.
      ¿Y si ese hombre sólo necesitaba un poco de comprensión y cariño ajenos al sexo?
      Telma se propuso ser amiga del dueño de la casa donde vivía. Quería conocerle y egoístamente tenerle cerca, pues era fuerte y podría protegerla de los MacCallister por si regresaban.
      Se apoyó cómodamente contra el desnudo y varonil pecho del highlander y suspiró soñando despierta. Poco a poco iba teniendo más confianza en sí misma.
      Notaba la respiración suave del hombre y cómo la barbilla de él se había apoyado en su cabeza. Estaba canturreando una canción y Telma le acompañó cuando él repitió tres veces el compás de aquella melodía tan suave.
      Él le susurraba la canción al oído con esa voz tan melosa que la acaloraba por momentos.
      –Es una bonita canción. –Le dijo.
      –Mi madre me la cantaba cuando era pequeño. Dime forastera, ¿tu madre te cantaba cuando eras niña?         
      –No.
      Ella se ladeó para mirarle. Sus bocas quedaron a centímetros de rozarse, pero evitó las ganas y cerró los ojos apoyando la cabeza en su hombro.
      –Mamá era una mujer rara. Se pasaba el día fuera de casa y cuando regresaba  despotricaba porque según ella era infeliz compartiendo su vida con un herrero. Mi padre por tenerme protegida de mi madre, cerraba la puerta de mi habitación con llave, porque ella siempre llegaba borracha y buscando fastidiarme.
      –Lo siento pequeña. –Le besó la cabeza y notó como sin ningún disimulo hundía la nariz en su cabello e inhalaba su olor.
      ¿Por qué no paraba de hacer eso? ¿Acaso olía mal?
      –Mi madre era una mujer mala, hasta los diablos son más comprensivos que ella. Hacía años que ella se veía con un comerciante italiano, engañaba a mi querido padre. Recuerdo que el comerciante era un hombre detestable que quiso golpearme en varias ocasiones. –Gruñó con tremenda rabia.
      La mano de Gilb subió por su vientre y se detuvo a escasos centímetros de la curva de su seno izquierdo. Entonces la volvió a bajar, se apartó y subió hasta la mejilla donde le tiró del moflete y lo escuchó reír.
      –¡Ay! –se quejó ella por el tirón.
      –Me gusta esa voz de mujer letal que has puesto. ¿Tu madre llegó a pegarte?
      –No, no. Mi padre me mantenía bastante alejada de ella. Echo de menos a papá. –Se rascó la nariz.
      –Tienes un buen athair. –Sonrió él, añorado al suyo.
      –Lo malo es que me trata como a una niña de cinco años, pero no me importa, siempre he confiado en mi padre y he aprendido los valores más importantes de la vida a su lado y al lado de mi abuelo. Mi madre apenas ha sido una mota de polvo en nuestras vidas.
      Ambos se miraron y ella volvió a colocarse bien sobre la silla. Pasados los últimos lindes del bosque, ante ellos aparecieron tres caminos. Gilbride tomó el de la derecha y siguieron cuesta arriba, subiendo una empedrada colina repleta de ovejas. Saludaron a los pastores que alzaron los fustes para devolverles el saludo y siguieron su rumbo.
      No volvieron a hablar durante el largo trayecto. Cuando finalmente llegaron a su destino, ella abrió los ojos y quedó sin aliento. Estaban encima de un collado y el mar se extendía hasta el horizonte bajo ellos. Las bravas olas rompían contra las rocas a unos veinte metros de distancia y la caída era tan vertiginosa que el simple y suave roce del aire la atemorizaba.
      –Pensaba que íbamos a los lagos, ¿qué hacemos aquí?
      –Un hombre cambia de idea de vez en cuando, forastera, ¿no te gusta el lugar?
      –Claro que me gusta, pero no me lo esperaba.
      –Las vistas desde la loma son para privilegiados, puedes ver el mar, el bosque y más allá entre el follaje que adorna este precioso pareja natural, hay un pequeño pueblo famoso por sus lanas. –Le explicó señalando a cada lado.
      Hermoso. Expectante. Libre y dulce. El equilibrio perfecto entre tierra y agua. Era una tierra única y mágica. El poniente soplaba haciendo que sus cabellos se enredasen formando una gama de bonitos colores, rubio y marrón totalmente otoñal con toques vespertinos. Las gaviotas volaban sobre sus cabezas y se dejaban arrastrar por las corrientes para luego caer en picado y planear sobre las olas. Telma lloró.

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