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Highlands- published 2013 Editorial Circulo Rojo +18
Capítulo 1
La sorpresa de MacBheann.
«Aquel que encuentra la paz en su hogar, ya sea rey o aldeano, es de todos los seres humanos el más feliz».
Johann Wolfgang Von Goethe
Un mes más tarde, Inverness.
–¡Bebe, bebe, bebe, bebe!
Los gritos en la taberna eran ensordecedores, las risas inundaban cada
recoveco del gran salón y las mujeres y los hombres golpeaban las mesas
con sus jarras llenas de cerveza y whisky. Avivados por la competición,
alentaban al majestuoso soldado que acababa de llegar de la guerra a que
bebiera sin descanso.
Gilbride y Mervin –persuadido a duras
penas– habían apostado en beberse dos barriletes de vino antes que el
otro y el perdedor desembolsaría una generosa cantidad de monedas al
ganador, como para cubrirle las necesidades de todo un mes. Pero Mervin
Campbell había desfallecido sin remedio al undécimo trago del primer
barrilete.
–¡Bebe, bebe, bebe!
Gilbride había
ganado, pero él siempre llevaba sus apuestas hasta el final. Se alzó del
asiento imponente, agarrando las asas de su barrilete y tragó al son de
las voces que lo animaban con apuestas jugosas a favor de su persona.
–¿¡Quién soy!? –les gritó eufórico y la muchedumbre alzó sus jarras gritando su nombre.
–¡MacBheann!
–¡Más alto! –tensó los músculos de sus brazos y alzó el puño sobre su cabeza.
–¡MacBheann!
–¡Vamos posadera, que corra el segundo barrilete! –apenas se le
entendía cuando hablaba. Pisoteaba las palabras de lo borracho que
estaba.
Gilbride MacBheann quedó extasiado por el exceso de
alcohol y perdió la conciencia durante horas al golpearse de forma
adusta contra la mesa, perdiendo el conocimiento.
Cuando
despertó estaba en la misma posición. Su gran mano sujetaba el asa del
barrilete y abrió un ojo para ver que el gran salón de la taberna estaba
casi desierto. El alba ya asomaba colándose por las ventanas. Sonrió
estúpidamente con la boca pastosa y se apartó las guedejas pegadas al
rostro. Con un dolor horrible en la frente, se enderezó apoyando su
robusta espalda en el respaldo de su asiento y miró a la posadera de
redondas curvas que limpiaba arrodillada en el suelo. Sus senos iban y
venían cuando ella frotaba con fuerza el tramo de madera, quitando
vómitos y sangre.
Se puso en pie escupiendo a un lado y después
de peinarse su larga y castaña cabellera con los dedos, mimó los
adornos de sus seis finas trenzas y se ajustó el kilt a la cintura.
Apretó el cinto de armas y enfundó su claymore. Y ¿dónde diantres había
dejado su sporran? Se volteó hacia todas partes buscándolo, pero no lo
halló. Seguramente se lo habían robado mientras había estado dormido,
pero entonces lo encontró bajo la silla y se lo colocó.
Volvió a
escupir y la posadera fijó sus redondeados ojos saltones en él.
Totalmente irritada por sus nulos modales, la robusta Marian le tiró un
paño mojado a las piernas.
–¡Mervin! –gritó él, pero no obtuvo respuesta–, Marian, ¿Mervin se ha ido ya?
–No mi señor, está ahí abajo. –Señaló la mujer a un lado de la mesa.
Campbell se ayudó de una silla para ponerse en pie, pues había estado
durmiendo en el suelo y bostezó al tiempo que se desenredaba los rizos
pelirrojos que tenía revueltos en hojarasca y aglutinados con cerveza.
Daba pena mirarle, incluso se dio pena a sí mismo, cuando siempre era un
chico limpio y modesto.
–No grites Gilbride –le dijo–, me
duele todo, hasta las pestañas. Desde luego eres un diablo y mereces
morir quemado. Siempre consigues arrastrarme a tu mundo de indecencia y
alcohol cada vez que regresamos –arrastró las palabras con dificultad–.
Yo tendría que estar tirado en una cama y no durmiendo sobre charcos de
cerveza.
–¿Estabas durmiendo bajo la mesa? –logró
preguntar Gilb, cuando dejó de reír por ver a su amigo terriblemente
angustiado por la resaca.
Zeus Mervin Campbell era su mejor
amigo, llevaban veintisiete años juntos y eran tan inseparables como la
carne y el hueso. Donde iba uno el otro le seguía sin pensárselo dos
veces, se querían con locura.
Gilbride recordaba muy a menudo
las travesuras que tramaban cuando eran pequeños y no paraban quietos ni
un segundo. Corrían y se perseguían por los montes. Siempre regresaban a
casa llorando con las rodillas despellejadas o con arañazos y brechas
por las caídas. Robaban cabras y gallinas cuando alguno de los dos
perdía alguna apuesta y si Colin MacBheann, la madre de Gilb los
descubría, los trincaba de las orejas arrastrándolos de regreso a las
granjas, obligándoles a pedir perdón y trabajar en los huertos durante
semanas.
Sus mejores recuerdos eran cuando merendaban con ella en los megalitos más allá de las murallas y las granjas.
–Para no perder la costumbre, me has vuelto a ganar.
–Lógico pelirrojo, no sabes beber. –Respondió Gilb.
Su amigo era un hombre delgado y fibroso. No levantaba ni un palmo del
suelo a su lado, ya que apenas medía un metro sesenta y ocho, pero lo
que le faltaba de altura lo compensaba con un enorme corazón. Era el
hombre más rápido de toda Escocia. El medio escocés –como lo apodaban–
estaba dotado de unas piernas ágiles y de una gran resistencia pulmonar
que solía poner a prueba cada día. Podía correr durante horas. Mervin
era una persona bastante inteligente, de hecho, era uno de los pocos
hombres que conocía que sabía leer, escribir y dibujar. Le gustaba hacer
problemas matemáticos. Era un genio, ¿para qué mentir? era una ricura
con el rostro de un ángel.
–Anda, toma el dinero de la apuesta y
no quiero volver a verte hasta que no eche la última gota de vino –le
subió una arcada–. No es normal todo lo que puedes llegar a beber sin
irte al hoyo, ¿cómo lo haces Gilb?
–Son secretos de uno –le
respondió juguetón–. Aguanto bien todo lo que me proponga aguantar. Será
que soy más alto y el alcohol tarda más en afectarme que a ti,
pequeñín. –Le sacó la lengua y giró sobre sus talones después de
revolverle el pelo.
–Dirás que el orgullo no te permite perder
contra mí –ironizó Mervin, pero al final se echó a reír–. ¿Piensas
volver a esa ruinosa casa? –preguntó mientras observaba la musculosa
espalda de su alto amigo y esa manía que tenía de tocarse cada dos por
tres las puntas del cabello, pasando la mano tras la espalda y jugando
con los mechones que llevaba atados en pequeñas trenzas, con adornos
chapados en las puntas.
Gilbride MacBheann sin voltearse sonrió y habló:
–Te recuerdo que esa ruinosa casa es mi hogar. La hice con mis manos
esperando algún día poder reposar en ella… –vocalizó pesaroso–. ¿Sabes?
pretendo buscar esposa y tener hijos correteando por esa ruinosa casa.
Aquella confesión sobrecogió a Mervin, ¿hablaba otra vez de casarse y
tener bebés? Se imaginó la escena, dibujando a su amigo en una actitud
cariñosa con sus hijos e inflando su pecho de puro orgullo por el buen
fruto de su pene.
Mervin sorteó un asiento saltando por encima y se encaró a la espalda de Gilbride.
–¿Casarte? ¿Tú? ¡Eres incapaz de ocupar la cama de una muchacha más de
un día! –se burló de él–. La guerra te ha vuelto tonto –o quizás ya lo
era, pensó–. El mercenario que llevas dentro no aguantaría ni un mes en
la compañía de la misma mujer, por no decir una vida entera –se echó a
reír. Le dio un sonoro golpe en el macizo brazo tatuado con la palma
abierta y se alejó.
–¿Qué quieres decir? –se quejó el highlander.
–Que ninguna mujer con dos dedos de frente te escogería para ese fin.
Ahora –levantó las manos para explicarse–, yo soy tu amigo y deseo lo
mejor para ti, te conozco mejor que nadie y creo saber lo que mejor te
conviene en estos momentos –entrecerró los ojos–. Puedo ayudarte a
encontrar a una mujer, no a la perfecta ya que no existe, ni la quieres
–le aseguró–, puedo ayudarte a encontrar a una chica que haga que tu
corazón salte del pecho y quieras cometer la insensatez de querer
bajarle la luna del oscuro cielo para contentarla y verla sonreír.
Las palabras de Mervin hicieron peso en Gilbride, que inclinó el cuerpo
hacia atrás y se apoyó en el lateral de su preocupado compañero
pelirrojo.
–Quiero buscar una mujer que me respete, simplemente
eso –estaba decidido a casarse, pero esa palabra le daba miedo–.
Necesito algo nuevo, ¿lo entiendes?
–Sí Gilb, te entiendo
perfectamente –respondió el medio escocés–, pero buscar una mujer y
tener hijos puede ser algo muy bonito si uno está preparado para eso.
Siempre que te emborrachas hablas de boda y de soledad, pero cuando se
te pasa la resacaba olvidas tus palabras. Una mujer no es un juguete y
una familia no es un deseo temporal. –Le riñó.
–Pequeñín, yo voy en serio.
–¿Seguro? El gran Lobo es incapaz de comprometerse y bien que lo sabes.
–No pretendía destrozarle con la verdad, pero no pensaba meterle
pájaros en la cabeza si Gilbride no mostraba un interés real.
–¡No me mortifiques por ello! Ya se verá, pero sí que es cierto que estoy cansando de hacer siempre lo mismo.
Mervin lo empujó hacia delante y ambos hombres chocaron las manos con fuerza.
–Oye Gilb, yo estaré en Inverness toda la primavera, búscame si necesitas algo.
–Nos vemos pronto, pelirrojo.
Ahí lo dejó mientras salía por la puerta, pisando con fuerza el suelo
embarrado que se hundía bajo las suelas de sus botas. ¿Por qué Mervin
dudaba de él? ¡Pensaba demostrarle que estaba equivocado! Durante su
vida siempre había estado interesado por el sexo femenino, era un
hombre. Le encantaba observar a las mujeres. Para él eran madres
ejemplares, eran hermanas y primas y sobre todo amantes espectaculares y
arpías sanguinolentas.
Él era el Lobo MacBheann, apodado así
por una antigua conocida que no quería volver a ver. Él adoraba yacer
con mujeres, pero no con cualquier mujer. Era un sensual demente por ser
el deseo de las nobles cortesanas y señoras de bien, que podían sin
esfuerzo bañarlo de joyas y de oro por cada favor lúbrico, enredados en
sábanas y satén.
–«Un día descubrirás que has vivido una
mentira y has desperdiciado tus mejores años en brazos de quien no te
merece». –Su madre se lo había dicho cuando él tenía dieciocho años y
ahora tenía treinta y esas palabras seguían encerradas en lo más
profundo de su ser.
Mervin y su madre se equivocaban al decirle que era incapaz de hallar la felicidad, sin buscar algo a cambio.
¿Incapaz? Por favor, esa palabra no existía en el diccionario de
MacBheann. Pero la palabra más aberrante que había borrado de su día a
día era el adiós. Una simple despedida que evocaba sentimientos
dolorosos dentro de él. Gilbride le dijo adiós a su padre cuando se fue
de caza y Sinclear jamás regresó con vida.
Con la vista fija
en su kilt a cuadros rojos y verdes en hileras de azules, suspiró y
golpeó con su palma el cuello de Ginebra, su yegua negra. Juró que sería
capaz de alejarse de la sangre y las batallas de clanes por un tiempo,
hasta evitaría a las mujeres fatales con las que había yacido y
entablado amistad, por llamarlo de alguna manera. En sus venas corrían
las ansias de matar para ganarse un renombre, estaba seguro que esa vida
lo llevaría por el camino de la pena y la soledad y sus admiradoras no
le dejaban en mejor lugar, pero llevaba diez años muy solo y buscaba
algo que pudiera abrirle los ojos.
Por fin había llegado a su
pequeño terreno. El puente estaba ante él y un sentimiento de gozo lo
embriagó, volvía a casa. En ese instante se alertó al ver salir humo de
la chimenea. ¿Pero…? ¿Olía a cocido? Así era, su estómago no tardó en
rugir famélico.
Hizo trotar a la nerviosa Ginebra por el
puente y a su paso observó que estaba algo carcomido por la humedad, era
una obra maestra que necesitaba de continua supervisión y lo había
desatendido durante años. Pensó en buscar su antigua caja de
herramientas y ponerse a trabajar en un arreglo concienzudo, antes que
el puente acabase hecho añicos por las termitas y los azotes de la
naturaleza.
Gilbride curioseó el exterior de su casa mientras
se acercaba. Parecía que las flores crecían bien arregladas bajo las
ventanas en una especie de tiestos de barro y había ropa femenina
colgada de unas cuerdas. Cuando detuvo su yegua en el establo, no pudo
menos que silbar por verlo impoluto. La paja de trigo se hallaba
recogida a un lado, había un gato dormido encima de un cubo apoyado
contra la pared. Las estanterías de tabla relucían limpias y sin polvo,
con varias herramientas bien ordenadas y colgadas de sus alcayatas. Las
palas, las sillas de montar y las frazadas estaban pulcramente dobladas
sobre otro estante y los forrajes estaban al fondo, donde no impedía el
paso.
–Mira Ginebra –acarició a su montura tras las orejas–, ¿se nos ha colado el hada de la limpieza en casa?
La respuesta llegó repentinamente con un golpe por la retaguardia,
directo a su cabeza que lo hizo caer con violencia de la silla y acabó
tendido en el suelo boca abajo. Creyendo que lo estaban atacando sus
antiguos enemigos, se incorporó apenas sin darle tiempo al otro tipo a
reaccionar y con un grito se le tiró encima. Cuando retuvo al agresor
bajo su cuerpo, se quedó boquiabierto y jadeó atónito. Era una bellísima
hada rubia, quien forcejeaba inútilmente para quitárselo de encima.
Telma preparaba un rico cocido de verduras y mientras removía el
contenido con el cucharón, pensaba en la aburrida rutina en la que se
veía obligada a vivir. Se apartó y tomó asiento en la silla, posando los
codos sobre la destartalada mesa y miró con aire despistado el pequeño
huerto que se apreciaba con la ventana abierta. Suspiró recordando a su
abuelo. Sonrió agradecida por la buena mano que tenía él con la
agricultura y agradeció que la hubiese enseñado a plantar y cultivar. Lo
cierto es que Telma había perdido la fe durante las primeras semanas en
Escocia y creyó que sería incapaz de sobrevivir tanto tiempo lejos de
su tierra, o en aquella casa.
Intentaba ser fuerte y afrontar
con madurez su nuevo cambio, pero no le gustaba ese lugar, era frío y
hostil. Deseaba con todas sus fuerzas marcharse a Castilla, no podía
mentirse a sí misma y confesar que era genial y maravilloso vivir
rodeada de gente rara a la que no entendía cuando le hablaban en inglés.
Entendía más o menos el gaélico gracias a que su abuelo en sus años
mozos había viajado por Escocia, y sonrió al recordar como en sus ratos
libres le había enseñado el idioma para entretenerla, mientras su padre
estaba en la fragua familiar. Menos mal que los gestos eran universales
en cualquier remoto lugar y con aquello también salía del paso.
Resopló amargamente al reconocer que no podría regresar a España, le gustase o no, Beauly era su casa.
Mientras pensaba en su antigua vida, escuchó lejanamente los cascos de
un caballo aproximarse por el puente. Le costó asimilar que aquello no
era un espejismo, era real y se puso en pie con el corazón acelerado.
Salió por la puerta trasera para rodear la casita sin ser vista y así
poder asomarse por la esquina del muro. Lo vio. Telma había fijado la
vista en aquel semental y no en el caballo precisamente. Ese hombre que
se aproximaba era robusto, alto y muy fuerte. Su cabello trenzado caía
por su cintura como una cascada de cobre al sol. Aterradoramente
atractivo, llamaba la atención malsanamente. Ella se alarmó por su
presencia, ¿quién era? ¿Qué quería? No pensaba huir ahora que había
hecho de aquella casa su nido de pájaro.
El hombre a pesar de
tener un rostro agresivo, no tenía aspecto de ser como los bárbaros que
la habían perseguido un mes atrás.
Al verlo ir derecho al
establo, Telma lo siguió con sumo sigilo y cogió uno de los cubos que
estaban sobre el pozo en la parte trasera, justo cuando él estaba
distraído, ella aprovechó para golpearlo con todas sus fuerzas en la
cabeza y lo derribó de la silla haciéndole caer.
De pronto se
vio atropellada y cayó ella de espaldas al suelo. Respirando
agitadamente recordó aquel trauma de hacía un mes, la huida y
violación... Pero no se aterró, sólo se sintió más o menos segura de que
no pasaría nada de eso.
Ambos se miraban fijamente, se
estudiaban y respiraban casi a la par. Telma se humedeció los labios.
Ese hombre era llamativo, provocador y diabólico. El highlander le
brindó una amplia sonrisa y apartó la mirada verdosa para ver salir un
gatito blanco de dentro de la casa, el animal correteaba de un lado para
otro tras una mariposa.
–¿Mi casa se ha llenado de gatos? –le preguntó él con preocupación, era alérgico.
–Es mi casa. –Respondió Telma en una triste pronunciación gaélica.
Maravillado. Estaba sobrecogido por el hallazgo. Una mujer le esperaba
en casa con una veintena de animales peludos y vagos que se pasaban el
día durmiendo y comiendo. Era casi como pedir demasiado. Él deseaba
buscar esposa y las hadas le concedían el apócrifo hechizo de
encontrarla sin remover cielo y tierra para ese fin. Espera un segundo,
seguro que era una trampa. Su cuerpo se llenó de dudas. ¿Y si era un
engaño? Seguro que Mervin estaba detrás de todo eso. Su amigo sabía que
en cuanto Gilbride viese a una mujer en su casa, cocinando, limpiando o
creando una relación formal con él, echaría a correr despavorido. Se
tiraría por la ventana más próxima y saltaría al riachuelo para que la
corriente lo arrastrase bien lejos de ahí.
Después de ayudarla
a levantarla del suelo, se la quedó mirando estupefacto por la
respuesta de esa niña «es mi casa». ¿Su casa? ¡No era suya! Pero le
sonrió intentando ser encantador y la miró con más intensidad. Si
tenerla bajo él había hecho aullar al lobo que llevaba dentro… verla
ahora de pie a su lado cuan pequeña era, le hizo sentir la necesidad
apremiante de reclamarla como suya y prometerle que jamás tendría que
sentirse asustada mientras él estuviese a su lado.
Era una
muchachilla menuda, mucho más baja que Mervin. Lo que más cautivó al
soldado fueron sus ojos. La juzgaba de imperfecta por esa rareza. Su ojo
izquierdo era azul y el derecho marrón con un tono hacia el claro según
le daba la luz del sol. Se había fijado en sus labios, hinchados y algo
rojos por el frío de la mañana. Su nariz era recta y acabada con una
grácil punta redondeada. No quiso fijarse en nada más, se había
endurecido con tan sólo olerla ¡Maldita sea! Era una intrusa en su
hogar, él quería desnudarse, lavarse y dormir, no aguantar el hecho de
saber que le había robado la casa que tanto le costó construir.
Ella lo había invitado a entrar y cuando estuvieron dentro, observó con
templanza que la decoración aunque escasa, era acogedora. Una mujer
siempre hacía las cosas más fáciles colocando cualquier figura bonita en
alguna esquina y aromatizando el salón con flores. Por lo que vio en
ella, era una mujer tranquila y muy normal. Las que precisamente no
quería tener cerca de él, eran aburridas y sosas en la cama.
–Niña, ¿dices qué es tu taigh?
–¿Mi Taigh? –sonrió–, desde hace un mes.
Ambos se quedaron en silencio y él se dejó caer pesadamente en una
silla que acabó rompiendo bajo su peso y terminó golpeándose la cabeza
contra la pata de la mesa.
–¡Cuidado! ¿Estás bien? –corrió
hacia el caído invitado y éste se carcajeó entre el dolor y el ridículo
que acababa de hacer delante de ella.
–Tha mi gu math… –su
pronunciación fue tan cerrada que no lo entendió–. ¿No es sorprendente
que se haya roto? Es una mala señal. –Arqueó sus cejas castañas y ella
se encogió de hombros divertida.
–No es nada sorprendente ni
una mala señal, no puedes dejarte caer como un peso muerto encima de una
silla que ha estado fuera soportando malos temporales. –Le contradijo.
Gilbride no le dio la razón, la silla estaba perfectamente y se había
roto porque ella estaba allí, punto y final. Era un mal augurio y no
pensaba pasar por el aro al creer lo contrario. Se detuvo a escuchar la
pronunciación de ella y se dio cuenta que no era de Escocia, ni siquiera
de Inglaterra o Irlanda. Le daba igual de dónde venía la forastera,
sólo quería recuperar su casa y dormir. Así que se ayudó de la mano de
ella para levantarse, pero tan pronto como volvió a tocarla, su vientre
lo azotó con extraños sentimientos y se apartó bruscamente para alejarse
de la chiquilla.
–Intenta no romperme nada más. –Le pidió estupefacta, cuando él le soltó la mano.
–En el caso de que rompa algo más, a ti te tiene que dar exactamente
igual, es mi casa –y lo recalcó para metérselo en esa cabecita–. Mi
casa, ¿comprendes eso? Mía.
Gilbride entrelazó las manos tras la nuca, haciendo más agresiva su figura con los bíceps tensos y la mirada fija en ella.
–Mira muchacha, la casa es mía y te agradezco que la hayas cuidado, pero ahora tienes que irte.
–Eso has dicho, pero estaba abandonada cuando yo llegué. Ahora es mía. –Reprendió ella.
–¿Estaba abandonada? ¿Estás segura?
–Creo que lo estaba… –dudó por el tono elocuente de él.
Gilbride se acercó a la ventana y observó al mismo gato de antes, que
correteaba y saltaba para agarrar la cola de su yegua.
–¿Tú eres Gilbride MacBheann? –ella había recordado algo y él se ladeó con las manos aún tras la nuca.
–¿Cómo sabes quién soy?
–En el mercado de Inverness me han dicho que tú vivías aquí, que eres Gilbride MacBheann, el sobrino del Laird.
–Te han dicho bien, ¿cómo te llamas tú?
Se acercó a ella como un lobo que deseaba pegarle un mordisco a su
tierna y fresca presa. Cuando Gilb se aproximó, se sintió un gigante de
un metro ochenta, que comparado con la mayoría de sus amigos y enemigos
que eran más altos que él –menos Zeus Mervin– siempre intimidaba.
Después de estar lo suficientemente cerca de ella, como para oler el
perfume a jabón que desprendía la forastera, Gilb jadeó con el miembro
ya endurecido y carraspeó molesto. Se volteó dándole la espalda a la
chica para agarrarse el pene con la mano y empezó a darse palmadas sobre
el miembro, obligándole a bajar. No hubo manera de calmar su apetito
sexual y cuando ella lo descubrió, soltó un sonido agudo y sin palabras
le hizo saber lo desagradable que era.
Hombre malo, muy malo. Pam, Pam.
–¡Deja de mirarme!
–¡Eres inmoral! –gritó ella.
–Forastera, todos los hombres tienen uno de estos y yo llevo semanas
sin mojar –se la agarró con más ganas–. Como sigas mirándome, te juro
que te arrancaré la ropa y te empotraré contra la mesa para… –no terminó
la frase cuando ella se echó a llorar y se le tiró a los brazos en
busca de, ¿consuelo? Fue muy extraño, pero no la apartó.
Ajeno a
si era bueno o malo lo que le había dicho, la protegió atrayéndola más
hacia su torso para acunarla. Sonrió al notar dentro de él un hormigueo,
una corriente intrigante, dolorosa y desconocida que anegaba cada
rincón oculto de su corazón. La apartó de nuevo temeroso de lo que
notaba y la miró para ver si ella estaba mejor o necesitaba llorarle
más.
Nunca había sentido cosa igual al tocar a nadie, era un
cosquilleo intenso, algo que subía y bajaba y le acaloraba con raros
pensamientos de posesión y futuro. Pero como era idiota, lo achacaba a
malestares del vientre. Gilbride MacBheann, mercenario highlander y
amante de cortesanas, no creía en el amor y aún menos lo comprendía.
Telma seguía lloriqueando y él encima de aceptarla en sus brazos ahora
la rechazaba. Era una tonta al creer que podría buscar consuelo por
todos esos nervios que la atormentaban desde que había huido de España.
Seguía llorando sentada delante del fuego que calentaba el cocido y
removió la comida con el cucharón. Luego observó que él no hacía ademán
de reconfortarla y se sorbió la nariz mientras respiraba profundamente
para calmarse. Media hora más tarde sirvió la comida para ambos. Era
absurdo, lo que tenía que hacer era echarlo, pero como él decía que era
su casa… quería saber más cosas sobre él. Le gustaba observar esas
trenzas que llevaba en la parte trasera y lateral de su largo cabello.
¿Significarían algo? Los adornos metálicos le daban un aire más fiero y
primitivo. ¿Estaría casado?
Telma dejaba escapar de vez en
cuando un rápido suspiro y luego hundía la mirada en el pan de ázimo.
Pero finalmente el silencio se rompió.
–Cocinas bastante bien,
pero te noto nerviosa y aburrida –estiró las piernas bajo la mesa–.
Todavía no me has dicho tu nombre.
–Me llamo Telma.
–¿Telma qué? –quiso saber.
–No comprendo. –Se atragantó al masticar un trozo de pan y se golpeó el pecho para toser y escupirlo en la servilleta.
–Ya sabes, clan. ¿No tienes clan? –él la miró inquisitivo y Telma
arqueó una ceja mientras sonría encogiéndose de hombros. Gilb suspiró
impaciente.
¿Qué era un clan? ¿Por qué le preguntaba eso? Se
puso a pensar y llegó a la conclusión que clan sería algo como,
¿apellido de familia?
–No tengo clan como los de aquí, pero
si preguntas por mi apellido es León, Telma de León. –Respondió juntando
las manos sobre su regazo.
–¿Tú clan son los de León? Y,
¿cuántos sois? ¿Hay más en Escocia para que puedas irte con ellos a
vivir? Puedo llevarte si así lo deseas, no voy a comerte por el camino.
Ella se carcajeó y entornó los ojos con una grácil mueca en sus labios, pero enseguida se volvió a poner seria.
–Somos dos y no, no tengo familiares aquí. En fin, no quiero hablar de eso.
Él tuvo que comprenderla, porque cambió de postura sobre la banqueta y
prosiguió con otro tema, pero referente al apellido.
–De León, ¿eres española verdad? –preguntó el highlander con aquella gravedad que tenía al hablar.
–Sí, castellana de pura cepa. –Afirmó orgullosa.
Él sonreía secuaz y ella se fijó en sus dientes, aunque no eran tan
blancos como la nieve, se mantenían limpios y pulcros, bien bonitos y
rectos cosa que ella llegó a apreciar, ya que apenas veía gente con la
dentadura sana. Telma pudo ver que uno de sus incisivos estaba partido,
seguro que le habían dado un fuerte revés o se había caído y roto
parcialmente el diente por la zona inferior. Pensó que seguramente había
sido un puñetazo bien dado, ¿que menos que esperar eso de él?
–Muchacha, ¿quién te ha enseñado gàidhlig?
La pregunta le hizo relajar la expresión del rostro, se acarició el
cuello con el dedo, dejando una caricia fría y aterciopelada a su paso y
con pedantería respondió:
–Si te refieres al gaélico –dijo–.
Mi abuelo viajaba mucho y adoraba Escocia. Él me enseñó algunas palabras
cuando era pequeña y me fue educando entre dos lenguas. Según él, para
entretenerme o para llevarme de viaje cuando fuese una mujer. –Pero
había muerto antes de cumplir esa promesa.
Su abuelo era la
persona a la que más quería en el mundo, después de su padre, el cual
era un gran referente a seguir, una persona buena y honorable. Recordaba
a los dos con gran cariño, su padre seguía vivo pero su abuelo había
fallecido. Diego de León murió asesinado.
–Buen seanair entonces –Gilbride la devolvió de sus pensamientos.
–Lo era.
–Pero se nota que te enseñó alguien de fuera, cuando hablas cometes
muchos fallos. No sabes conjugar los verbos –hablaba el inteligente–.
Por eso te preguntaba quién te había enseñado. Además, más vale que
aprendas a hablar mejor, porque yo sé muy poco de castellano –mintió–, y
no me apetece hablarlo para que te rías de mí.
–Mientras
comprenda lo que me dices o lo que me dicen, no hace falta que aprenda
más de lo que sé, eso llegará con el tiempo. –Respondió cohibida.
Ese tipo era un caradura al decirle que cometía fallos al hablar. ¿Qué esperaba? ¡Si apenas sabía leer y escribir!
–Telma.
–Dime.
–Tienes un bonito nombre. No sé cuánto de leona tendrás, pero tienes
que marcharte de mi casa, se hace tarde y estoy agotado. Voy a dejarte
un par de horas para que recojas tus cosas y te acercaré a la posada más
cercana, allí te invitaré a la estancia para que la noche la pases bajo
techo. Eres guapa y joven, seguro que encuentras un trabajo.
–No sé si te has escuchado, pero estás siendo muy desconsiderado
conmigo. Te he invitado a comer y estoy siendo generosa. ¿De verdad
crees que me voy a ir?
Él se cuadró de hombros y se
quitó la camisa de lino sucia por el viaje y la dejó apoyada en el borde
de la mesa. Su pecho era perfecto, amplió y salteado por docenas de
cicatrices. Los músculos parecían tallados a cincel por la mejor mano de
un artista consagrado. Le surcaban tatuajes negros con letras arcanas
por el bíceps derecho y el antebrazo, yendo en línea por el omóplato y
enfilando el cuello hasta la clavícula. Su vello oscuro crecía alrededor
de todo su torso que subía y bajaba con la tranquila respiración. El
pelo desaparecía en sus abdominales y volvía a reaparecer bajo el
ombligo para esconderse bajo el kilt.
Ella no pudo evitar
alzarse un poco en el asiento para ver las dos hileras de músculos del
bajo vientre que tímidamente se escondían en su traje. Se imaginó como
sería verle lo que quedaba tapado y se ruborizó. Quizás él lo notó, pues
se recolocó sus zonas masculinas con la mano, con la excusa de qué la
tenía juguetona y se le quería escapar.
–Eres terrible. –Lo mandó a paseo, cuando él se carcajeó al ver que realmente ella se lo estaba comiendo.
–Pues deja de mirarme las partes. No quiero que vuelvas a llorar para
que enrojezcas esos ojos que me vuelven loco. –Confesó locuaz y sin
esfuerzo, como si se limitase a repetir lo que siempre les decía a sus
amantes.
El guerrero alargó la mano para ir al encuentro de la
suya, que reposaba cerca del vaso. Qué quería hacer ahora, ¿tocarla? En
cuanto ambas manos entraron en contacto, una fría y la otra templada,
cerró los ojos disfrutando de las caricias que le ofreció al jugar con
los nudillos, para ir subiendo por su muñeca y descender por su palma.
–Me temo que tendrás que marcharte –repitió cansinamente–. ¿Qué tengo
que hacer si te niegas? –señalando la puerta con su mano, rompiendo el
íntimo momento.
–Si me niego siempre te queda instalarte en el establo. –Protestó desafiante.
Lo tenía claro ese cretino si esperaba que agachase la cabeza para salir con el rabo entre las piernas.
–¡Eres una estúpida! –gritó el highlander, alzando la voz sobre la de
ella y ambos se aborrecieron gritando mucho más. Sus manos dejaron de
tocarse.
–¡Eres un osado al llegar aquí y decir que…! –no pudo
seguir cuando, él señaló algo con el dedo. Algo que quedaba colgado del
puente en un tablero.
–¿Quién soy yo? –gruñó colérico y ella sonrió desafiante poniendo morritos.
–¿Quién soy yo? –vocalizó despacio y ella se encogió de hombros
nuevamente, evitando fijar la mirada en él. Gilb soltó un bufido y Telma
se burló de él al decir:
–Eres… un tonto.
–¡Mira chica, estoy muy cansado para seguir discutiendo contigo! No me gusta que me molesten.
–Pero te encanta molestar.
–¿Por qué dices eso? No he venido para echarte. De primero tenía que
saber que estabas aquí y no lo sabía –respondió perdiendo la paciencia–.
Hagamos una cosa, déjame contarte algo y luego decide. –Táctica número
uno, dar pena.
Gilb estuvo contándole a la muchacha
lo importante que era para él esa casa. Hacía diez años, después de que
su madre fuese asesinada por los MacCallister, él había dejado el
castillo terrateniente de su familia y se había instalado lo más lejos
que pudo del pueblo y las murallas de Inverness. Le explicó que la
actual zona en la cual se encontraban, había sido un lugar campestre,
lleno de rocas y maleza por doquier, totalmente inhabitable. A él no le
asustaba hurgar la tierra y ponerse a trabajar para levantar de la nada
lo que a días de hoy, tenía que ser su hogar.
–Desde balaich me
ha gustado trabajar. Necesito sentirme útil, sea con lo que sea que
haga y mi taighe tiene un gran valor sentimental. Ya me tiendes, en
ocasiones los hombres escapan de su pasado construyendo un subterfugio…
–Lo entiendo perfectamente. ¿Qué significa balaich y taighe?
Casi había olvidado que durante las horas que habían estado hablando,
la forastera no dejaba de preguntarle sobre algunas palabras sueltas o
frases en gaélico. Él se aclaró la garganta y le respondió.
–Balaich algo así como niño, taighe casa.
Ella sonrió y él se prendó. Siguió contándole que cuando llegó a la
zona del riachuelo no había puente. Talando algunos árboles con su
hacha, que seguía en el establo, había ido cortando y dando forma a las
piezas para acabar perfeccionando lo que ahora colgaba entre orilla y
orilla. Cuando tuvo la instalación lista, se puso a detallar la madera,
dando forma a dibujos de suerte como tréboles y a dibujos de libertad
como caballos salvajes.
–Es fascinante, lo primero que me gustó
del puente fueron las tallas, son preciosas –dijo Telma–. Trabajar con
la madera y dar forma a lo que la imaginación desea es reconfortante, si
te sale bien. Mi padre es un artista con el hierro, es herrero, pero a
mi la fragua me hace sentir angustiada, será por ese horrible calor…
–había comentado mientras metía dentro de un barreño los platos sucios
para ir a lavarlos–. Highlander, explicándome que la casa te es
especial, no me hará salir corriendo y dejártela a ti. Yo necesito
quedarme y no voy a darte más explicaciones ni a escuchar las tuyas.
Gilb ocultó un movimiento brusco, como de querer levantar la mano
contra ella, así que lleno de irritación se había levantado y la siguió
fuera.
–Tienes un caballo precioso. –Señaló Telma y aquella
sonrisa de niña cándida, nubló los sentidos de MacBheann y se le
olvidaron las ganas de verla como una intrusa.
Extrañado,
volvió a pensar en Mervin. Seguro que él había contratado a esa
esplendida actriz, era tan profesional que fingía ser extranjera y él se
lo estaba creyendo. Soltó una risa irónica y se frotó las manos, sabía
dónde buscar a su amigo, aún seguía en Inverness. Se iba a enterar…
Gilbride siguió a la muchacha que salió de la casa rumbo al riachuelo.
La vio andar y contonear esas caderas que por normal no tendrían que
atraerlo, pero lo cautivaban de manera enigmática.
–Ginebra es
una yegua de pura raza, me la regaló mi padre –quiso cambiar de tema–.
Qué me dices de tus gatos, ¿los has ido recogiendo según los encontrabas
o ya estaban aquí? ¿Tienen nombres?
–Pues estaban aquí cuando
yo llegué, se colaban por una de las ventanas que permanecía medio
abierta. Ese gatito blanco que corretea alrededor de tu yegua se llama
Adam, es mi favorito –se arrodilló en el borde del riachuelo, dejando el
barreño a su lado–. Los demás también tiene nombre y Highlander es el
último gato que se ha unido a la manada. Son una buena compañía.
Remangándose el bajo del vestido marrón para no pisárselo con las
rodillas, comenzó a sacar los dos cuencos de madera donde sirvió las
verduras y las servilletas de tela pobre que estaban manchadas.
–¿Un gato se llama Highlander?
–Sí, me pareció divertido bautizarlo con el nombre que se les da a las
gentes de aquí, creo que así os llaman, ¿no? –hizo una mueca deliciosa
con sus labios sonrosados y le miró por encima del hombro.
–Sí
bueno, highlander viene a ser montañés o de las tierras altas. –Se
detuvo a explicarle, cosa que nunca hacia con nadie.
–Oye, ¿no te cansas de esperar a que me decida si me voy o no? –ironizó ella, mientras frotaba.
Le hubiese gustado agarrarla de los pelos y arrastrarla como un hombre
de las cavernas, por hablarle así. Nunca había puesto la mano encima a
una chica para dañarla con esas intenciones y no comenzaría ahora con
esa ladrona.
Arrogante hombretón, ella puso mala
cara y siguió lavando los platos con tranquilidad. Aquella mañana el sol
calentaba, pero a la sombra hacia demasiado fresco.
–MacBheann.
–Dime, muchacha. –Ambos volvieron a mirarse y ella sacó las manos del agua.
–Antes dijiste que tu madre tuvo un altercado con los MacCallister, ¿son tan peligrosos? –Telma sabía que lo eran.
–Lo cierto es que los MacCallister eran honorables, pero perdieron todo
cuanto tenían. Ahora los pocos de la rama de Sir Luck Logan de
MacCallister de Beauly que quedan, son malhechores. MacCallister bueno,
MacCallister colgado. ¿Por qué quieres saber si son peligrosos? ¿Te han
hecho algo?
–No, no me han hecho nada –mintió–, pero dicen que esos malhechores se ocultan en los bosques y quería estar prevenida.
Apartó los platos y cogió las servilletas para frotarlas con fuerza
dentro del agua, pero su mente se había inmolado en pensamientos que la
dañaban y no le hacían ningún bien. Recordaba el fétido olor del
violador y la angustia que pasó al huir de todos ellos. Despojada de su
libertad y de su pureza, había permanecido en pie cuando creyó que se
rendiría, que no soportaría el paso del tiempo, pero el mes había volado
ante sus ojos. No negaba que seguía estando muy perdida y Gilb no la
dejaba en mejor situación. Había estado contándole cosas de su pasado,
decorando con esmero el amor y la paciencia con que hizo la casita para
que ella se ablandase, y se marchase de allí diciendo «pobrecito.»
–El clan MacCallister no es peligroso si no se le provoca, –Gilbride
posó su mano en la cabeza de ella y Telma se giró para mirarle–, pero la
rama de Luck es otro cantar, están perseguidos por el rey y pueden
llegar a cometer actos terribles. –Aclaró con firmeza y se sentó a su
lado, como si buscase leerle la mente para indagar en sus pensamientos.
Ambos se encontraron mirándose con fijeza e incluso él hizo el ademán
de reconfortarla al ver como lo miraba con un pensamiento oculto.
Gilbride le acarició la mejilla con los nudillos de su gran mano y ella
quiso detener el tiempo para hacer suya la sensación de paz que en ese
momento él le transmitió.
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