Las Crónicas de Ray Field -Confusión -published 2012 Editorial Anubis +18
Capítulo 2
No sabía dónde me
encontraba o si seguía en el mundo terrenal o había pasado a la prosperidad
aburrida y poco gratificante del conocido purgatorio.
La mayor parte del tiempo estaba adormilada
bajo los efectos de algún medicamento. Pero los pocos momentos en los que despertaba
desorientada y asustada, me encontraba con un hombre ataviado con indumentarias
de mayordomo, que me cuidaba dándome de comer y de beber, pero sin responder a
mis débiles preguntas.
¿Que había sido de mí? ¿Dónde me
encontraba? Pues no lo sé. A ciencia cierta no era mi casa, ni mi cuarto ni mi
familia la que me velaba. Casi podría decir que estaba en plena forma, que no
me dolía nada.
El miedo que mi cuerpo segregaba, se iba
disipando según pasaban las horas. El olor a ropa limpia y suavizante me
inundaba los sentidos, pero yo seguía sin abrir los ojos, pese a que estaba bien
pasé varios días encamada.
Al tercer día, una corbata aterciopelada
me acarició la nariz, como si alguien estuviese inclinado sobre mí para mirarme.
Me agité en la cama, era una bastante grande, rustica, estilo siglo XVI. La
cama constaba de cuatro postes de madera de cerezo tallada con formas y figuras,
que iban desde la base al techo, éste con frescos de imágenes variadas. Lo poco
que llegaba a ver cuando abría los ojos, era una doncella casi desnuda, que jugaba
con conejos blancos en un jardín repleto de flores llamativas y pavos reales.
Ahí llegaba el dolor de cabeza. Los
picores, la incomodidad. Humedeciéndome los labios, me los mordí. Abrí un ojo y
grité. Me asusté de verlo tan cerca de mí, observándome como si fuera una yegua
a la que montar, en una tórrida noche de lujuria desinhibida. Me sentí excitada
al instante sin comprenderme ni llegar a asociar; maldad inhumana, con vicio,
con peligro y con belleza inalcanzable. Sin duda reconocía ese rostro que no apartaba
sus ojos verdes de los míos. Lo había visto desde la ventana del cuarto de
baño, del despacho de mamá. Era Chevalier.
Un apuesto varón de unos veinticinco años
de edad, aproximadamente. Su larga cabellera oscura muy rizada, rivalizaba con
su blanca piel. Tenía un buclecito rebelde en la frente y unos mechones caían
sobre sus hombros, deslizándose espalda abajo hasta la cintura. Ni una sola
cana, ni una sola punta abierta. Yo tenía el pelo siempre alborotado por
cualquier cosa, aunque lacio, tenía que cortarme las puntas cada mes, él no.
Entrecerré los ojos y me acaricié el cuello. Las malas sensaciones llegaban de
golpe al notarme una pequeña herida cerrada, pero candente de escozor.
–No quería importunar tu descanso,
pequeña Brighid. –Me dijo
él, apoyando su mano en mi brazo.
Yo de un movimiento despreciativo le hice
saber que no quería que me tocase. ¿Quién diablos era? ¿Me había raptado?
–¿Quién eres y dónde estoy?
–Eres una chica directa. –Sonrió de forma
tranquila y tomó asiento en la cama, alzando las manos para que yo viera donde
las ponía.
–¡Maldito asesino!
Supongo que le sorprendió mi conducta, ya
que no le di tiempo para apartarse de mí. Me tiré encima de él con las claras
intenciones de arrancarle los ojos con mis dedos, pisarlos con mi pie, para
vengarme de la desaparición de mi madre. Rodamos por la cama. Él tenía mucha
fuerza, pero me agarraba de las muñecas con tal suavidad, como si temiera
romperme como una dollfie de porcelana. Me quedé estupefacta por ello, tanto cuidado
en alguien que no conoces, te puede encrespar.
Sentada a horcajadas encima de él,
atrapando su cadera con mis muslos desnudos, tragué saliva deteniéndome a
repasar su rostro marcado por la forma de un guerrero medieval. Unas cicatrices
sin importancia le enfilaban la ceja y el mentón, lo cincelaban como a un
perfecto ángel de la guerra, que ya no libraba ninguna por aburrimiento. Su
forma de hombros lo hacia ser un adonis de sangre azul. Era ancho de espaldas.
Imaginé que estaría desarrollado como esos bárbaros vikingos, pero sin marcar.
La nariz era larga pero no fea, con un toque magistral, señorial y noble. De ojos
sensuales, tan verdes como un prado recién regado por las lluvias de primavera.
Me sonreía con un mohín de niño malo. Sus labios… Una mujer podría perderse con
lo que él ofrecería con ellos. Besos suculentos que te harían tocar el cielo
con las puntas de los dedos.
–No soy un asesino, yo no te voy a hacer
ningún mal. –Consiguió decir. Pero yo no me lo creía.
–¡Has matado a mi madre! ¡Eres el hombre
del traje negro y los ojos verdes! –le chillé y quise abofetearle.
–Detente.
–Ordenó pacíficamente.
Pero no pronunció las palabras de sus
labios. Llegaron directamente de su mente a la mía.
Sin pilas para recrearme en la violencia,
me detuve y quedé con las manos apoyadas en la sábana de seda rosada. Por más
que me obligase a levantarme y asestarle el impaciente golpe, era incapaz de
moverme.
–Eres un monstruo. –Me envalentoné a
sollozar.
Chevalier me abrazó, acurrucándome contra
su pecho y me susurró palabras relajantes al oído. Acariciaba mi espalda
desnuda, creo que hasta me olfateaba como un perro y gruñía interiormente
poseído en una querella personal. Un tira y afloja por querer hacer algo y no
desearlo a su vez. Así estuvimos más de quince minutos, en los que no niego que
me agradaba su contacto. Aunque sus manos estaban congeladas al contraste del
calor de mi tersa piel adolescente, no me parecía desagradable. Hacía tiempo que
nadie se dedicaba a darme unas caricias tan sencillas y humildes, para conseguir
que dejase de llorar. Con mi nariz en su pecho, me llegó un aroma limpio y nada
que ver con la putrefacción del cabrón que casi me deja seca en el callejón.
Seguramente me había equivocado, juzgando al pobre Chevalier al tomarlo por
otro.
Pero esa alarma interna empezaba a
advertirme del peligro. Era una sensación que me mareaba, me entraban náuseas y
hasta se me activaban los reflejos para cualquier ataque súbito e imprevisible.
–¿Estás mejor? –susurró ronroneándome de
forma tajante.
Si
hubiera tenido bragas, se me habrían caído al suelo al instante. Pero no las
llevaba, estaba desnuda. ¿Por qué? no lo sé, era una de esas situaciones en las
que prefieres no saber quién te ha desnudado, lavado o metido en la cama.
–Ajá.
Maldita sea, mi voz tenía que haber sido
anodina, en vez de ello, surgió caliente y provocativa. Él lo notó, me estrechó
e hizo ademán de rodar conmigo por la superficie de la cama hasta tenderme de
espaldas. Lo hizo y yo no me negué. Mi larga cabellera sin peinar, teñía el
rosa de la sábana de un rojo cremoso.
Virginidad, deseo y adolescencia. Yo
necesitaba de su poderío masculino para sentirme completa, pero Ray adulta se
dejó ver montada en su increíble moto y se burló de mí, señalándole con su dedo
de uña con esmalte negro «era predecible.
Es encantador, ¿cierto?» Me expuso, arrancando el motor y desapareciendo por algún
lado de mi yo interno.
Tomé aire con lentitud. Él ni se
molestaba en respirar. No me daba cuenta de ese pequeño detalle, pero me daría
cuenta con las horas.
–¿Cómo te llamas? –pregunté apartándome
de él con desgana.
–No es el mejor momento ni el lugar, ni
las condiciones para decirte mi nombre, muchacha. ¿Por qué no te das un baño,
te relajas y te encuentras más tarde conmigo en la biblioteca?
Reparé en mi cuerpo desnudo, pero frente
a él era incapaz de saber que significaba la palabra vergüenza. No existía, ni
pertenecía a mi diccionario. Chevalier se puso en pie de la forma más ágil y
elegante que jamás había osado ver. No tocó la cama para nada, ni el menor
esfuerzo por inclinarse y ponerse a un lado del poste de madera. Sonriente, con
esos labios tan apetitosos, se dio media vuelta y salió de la habitación, con
un ronroneo gutural que me hizo odiarle por su condición.
Me
pedía que me duchase y no era mala idea. Después de tres días metida en la
cama, olía a sudor.
Ahora que estaba sola en el cuarto,
observé con detalle el techo y sus frescos. No entiendo mucho de arte, pero
tenía conciencia de lo que era bonito y feo. Aquello era algo que me dejó
completamente embobada. Me veía a mí misma plasmada en la joven de la pintura,
sonriente, abrazada a un conejito enorme y mirando al espectador desde su alta
posición. Parecía una chica sin preocupaciones, sin miedo y llena de confianza.
Tomando aire con desazón, me di cuenta de algo importante. ¿Dónde estaban los
espejos? no había ninguno. Entré en el cuarto de baño buscando un, pero cuando abrí
la puerta y pasé no lo encontré.
¿Qué cosa más extraña, verdad? Yo
necesitaba con suma urgencia saber que aspecto tenía. Seguramente estaba
horrible y quería verme el cuello.
El cuarto de baño era precioso. Blanco y
azulado de mármol y greda. Con accesorios variados. Me llamaba la atención una espectacular cabina de ducha, y al fondo una
bañera bañada en oro, separada por una mampara del bidet y del inodoro.
Tres
cuadros pequeños colgados en las paredes, ocupaban el lugar donde debería
colgar el espejo. Uno en especial era de Stomer, según leí en su firma, y debajo
del mismo una placa exponía su título: La incredulidad de Santo Tomás.
Di un paso al frente, calculé mentalmente
las medidas del cuarto y sopesé que allí dentro cabrían más de veinte personas,
sin necesidad de estar apretadas e incluso invitar a otras veinte. Volví a
fijar la vista en el techo. Era liso y blanco, con una lámpara arcaica de los
años cuarenta. El corazón me bombeaba en los oídos, esa mezcla de distribución
temporal, era un regusto agrio bajo mi epidermis.
Me acerqué al inodoro y abrí la tapa, al
tiempo que tomaba asiento, suspiré. ¿Dónde me habían metido? Me sentía fuera de
lugar y ridículamente observada…
¿Nunca
os pasa que la simple presencia de una fotografía, os pone nerviosos cuando
estáis tranquilos o simplemente relajados en el sofá? Me estaba pasando justo
eso, con otro lienzo titulado Judith,
del pintor Giorgio
Barbarelli da Castelfranco. En la pintura se mostraba a una mujer ataviada con
una túnica color salmón, apoyada en un muro de piedra, junto a un árbol,
pisando una cabeza humana. Agarrando con su diestra y sosegado el acero de una
espada. Me sorprendió mucho lo de la cabeza… Tendría que buscar la pintura por
Internet y leer sobre ella.
Estaba notando una alarma
suave, que me limaba el cuero cabelludo. Me rasqué hundiendo las uñas y volví a
suspirar con cierta angustia. Quizás si estiraba el brazo hacia delante, abría
la palma de la mano y cubría la visión del pequeño cuadro, me sentiría menos
vigilada. Así fue.
Me levanté cuando terminé, tiré
de la cadena y bajé la tapa caminando derecha a la bañera. No me apetecía una
ducha rápida, más bien, un baño espumoso y probar todos los jabones que
encontrase. Inclinándome hacia delante, abrí el grifo del agua caliente y la de
agua fría, maniobrando para que estuviera templada. Usé el tapón para cubrir la
obertura y llenar la bañera. Me había sentado en el borde dorado, observando
los cuadros y recordé algunos retazos de la noche en la que fui a buscar a mamá
a su despacho. Unos ojos verdes peligrosos, luces que se apagaban y encendían
solas. Las alarmas extrañas de mi subconsciente avisándome del peligro. Mi yo
adulta, la moto negra, el paraíso sangriento indoloro y quimérico de mi primera
parada dentro de mi mente. ¿Qué me estaba pasando? ¿Quién era yo? Me mareé. Ciertamente,
tenía miedo de que todo fuera real.
Vacía, incompleta y adusta.
Tres cosas unidas entre sí con grilletes que se acoplaban al estado anímico de
mi persona. El mundo me parecía demasiado grande, empezaba a pensar que estaba
loca e ingresada en un centro psiquiátrico, inducida a un estado vegetativo y comatoso.
De ahí la alucinación. ¿Quién era Chevalier? ¿Qué hacía yo en su casa?
Pasando la esponja por mi
piel blanca, me prometí a mí misma poner las piezas de puzzle en su lugar y
descubrir que estaba pasando. Ahora saldría del cuarto donde llevaba unos días
desorientada, buscaría al atractivo caballero trajeado y éste me llevaría a
casa en su BMW. Encontraría a mamá preocupada, sentada en el sofá con el
teléfono en la mano y la guía de los números de urgencia a los que habría
llamado, tachados con bolígrafo. Todo estaría bien, volvería al día siguiente
al instituto y a mis clases de francés.
Me desperté tiritando y
estornudé. Me había dormido y el agua ya estaba fría. Salí de la bañera con aire
distraído, con las yemas de las manos arrugadas. No me gustaba esa sensación,
me molestaba bastante. Busqué en los armarios, una toalla, pero escogí un
albornoz verde pistacho y me miré al espejo.
–No hay espejo.
Imaginaría mi desaliñada imagen, que
ahora olía a seis jabones diferentes. Salí del cuarto de baño y observé de
nuevo la pintura de la joven y sus conejos. Al apartar la vista y fijarla en la
cama, esta que antes había dejado deshecha, ahora lucía vestida con una nueva
colcha rosada de seda, ribeteada de flores blancas y sábanas limpias.
Encima de una silla estilo Luis XV,
descansaba una muda limpia. No era la mía, pero supuse que como la mía se había
roto, que de eso si me acordaba, Chevalier había dispuesto otra indumentaria
para no salir desnuda. No obstante, podría jurar y meter la mano en el fuego, a
que a él no le disgustaba absolutamente nada verme desnuda.
Yo tengo un cuerpo bonito, fino y de
hombros distinguidos. Alex mi hermano
mayor, solía decirme que sería una actriz perfecta para la burguesía del
renacimiento.
Me vestí con la camiseta de
manga corta de color marrón, me puse unos tejanos negros con cinturón del mismo
color, con una hebilla plateada y me calcé unas botas de punta redonda y sin
tacón. ¿Chevalier sabía mi talla?
Sin espejo donde peinarme,
salí fuera del cuarto dejando la puerta abierta. Di unos pasos por el pasillo y
giré sobrecogida sobre mí misma, para volver dentro. ¿Dónde diantres me habían
metido? Acababa literalmente de pasar de un siglo a otro. Adiós a los años
noventa, hola al medioevo. Asomé lentamente la cabeza por el umbral de la puerta.
El pasillo era larguísimo, con cortinajes como los que yo había visto en las
películas de Robin Hood. Siempre me hizo ilusión tocar esas armaduras con espada
o hachas y justo tenía una a diez pasos de mí. Corrí hasta allí y me detuve
delante de ella.
–Es increíble. Parece
verdadera… –quise tocar la espada.
Mis dedos recorrieron la empuñadura
recubierta de cuero de vaca y sonreí ilusionada. La hoja era de acero, de una
longitud de ochenta o noventa centímetros desde la base hasta la punta y estaba
mellada. Acertaría al decir que esa espada había quitado vidas en el campo de
batalla.
–¿La señorita tiene algún problema?
Giré sobre mis talones al reconocer al
mayordomo que cuidaba de mí. No se le veía muy alegre de verme.
–No, bueno, sí. No sé dónde tengo que ver
a tu…
–El señor la espera en la biblioteca del
primer piso. ¿Quiere qué la acompañe o prefiere la señorita explorar?
No me gustó aquel tono chaflán que usó
conmigo.
–Podrías ser menos arisco, ¿no crees? –le
respondí ofendida, él se encogió de hombros.
–Lo siento señorita, las mujeres que el
señor Marné suele traer, son unas mete narices. No me gustan las personas
entrometidas y curiosas.
–¿Unas qué? –arqueé una ceja sin
comprender.
El
joven mayordomo era una persona estirada, recto y serio. Un tanto pendenciero en
su forma de mirar por encima del hombro. Con su perfecto cabello corto castaño
cobrizo, con raya a un lado. Larga nariz redondeada, barbilla puntiaguda y perilla
recortada. Con pajarita recta bajo la nuez abultada. No era ni guapo ni feo. Sus
ojos pequeños y marrones no me decían más, de lo que sus palabras me
reprochaban. No le gustaba mi presencia, tampoco el hecho de haberme cuidado.
–Usted es sólo una muchacha, espero que
no le guste manosear las cosas con las manos pringosas. –Me echó en cara,
caminando hacia mí.
–No se preocupe, intentaré no romper
nada. –Ironicé.
–Eso espero, este lugar es distinguido.
–¿Distinguido? –protesté.
¿Acaso yo le caía mal? ¡Pero si no me
conocía!
–Es un hotel de cinco estrellas. El más
caro de la ciudad y aquí se hospeda gente de categoría. Así que no toque ni
moleste a nadie en el tiempo que el señor Marné la tenga pululando por estos
lares. Yo no soy su niñera, ¿comprende?
¡Ah, ya entiendo! Él tenía la orden de
vigilarme de cerca hasta que yo diera con el tal señor Marné. Podría decirse,
que sus palabras sonaron a que iba a quedarme mucho tiempo en manos de ese
hombre. ¿De verdad estaba en un hotel? ¿De ahí las diferentes decoraciones?
Tenía sentido.
Avancé un paso hasta el impoluto
mayordomo y le di un golpe con mi hombro en el costado, pasando de largo con la
cabeza bien alta. Lo miré de soslayo y sonreí al verle furioso por mi forma de actuar.
El zumbido suave de algo sobre mi cabeza
me llamó la atención. En una esquina del pasillo, había una cámara de seguridad
siguiendo todos mis movimientos.
–Señorita, la biblioteca está abajo, no
en esa dirección.
–No he dicho que vaya a bajar ahora
mismo, antes exploraré un poco.
Me volví para seguir mi camino, pero mi
alarma se activó tarde y no me dio tiempo a evitar el golpe. Colisioné contra
un torso duro, cubierto con un chaleco blanco, abotonado hasta el cuello. Las
manos frías de él, me agarraron de los hombros y nos miramos fijamente. ¡Diablos!
Me quería duchar de nuevo, pero en una piscina de hielo con formas de
corazones. ¿Por qué existían hombres tan guapos? ¡Hacían perder la razón a la
mujer más cuerda y pura! –por suerte con el tiempo controlaría mis impulsos
imperfectos hacía él– Su sonrisa de dientes blancos, con esos caninos alargados
un tanto vergonzosos, que volvían a esconderse tras los labios, me hipnotizaba.
Su pequeña cicatriz en el mentón era incitante. La provocación cegadora de sus
ojos dañaban los míos con promesas de dolor y placer.
Mi corazón bombeó mil veces más rápido de
lo que Walter Emerik, un compañero de clase, había logrado la primera vez que
me sacó a bailar en una fiesta del colegio y me dijo que tenía las pecas más
bonitas de todo el condado de Somerset.
–Me alegro verte más despierta que antes,
preciosa. –Sonrió de nuevo.
–B-bueno, no podría decir lo mismo.
Chevalier me ofreció su
brazo, para caminar hacia las escaleras. El ansia podía conmigo, incluso
pensaba que era afortunada de tenerle, de que hablase conmigo y me dedicase esas
muecas varoniles, cuando pronunciaba palabras anglas con acento francés del
Viejo Mundo. Y por otro lado, mi alma lo odiaba y quería verle morir entre
horribles sufrimientos. ¿Por qué?
–¿El baño te ha relajado? –me preguntó.
–Lo suficiente, sí. –Le respondí.
–¿Te gusta el arte?
Tomé aire llenando mis pulmones y me
encogí de hombros.
–Algo.
–El arte no es algo. El arte, gusta o no
gusta. No hay términos medios. –Se detuvo en el descansillo y deslizó su mano
hasta mi cintura.
–Hay términos medios por todas partes,
puede que el arte no te guste pero que lo sepas apreciar, como algo bien hecho y
bonito. –Le indiqué yo.
–Estás equivocada, muchacha. Con ese
pensamiento nunca llegarás a entender el arte. Y el arte hay que entenderlo. –Se
carcajeó y dejó de acariciar mi cintura, para descender las escaleras dejándome
atrás. Tras nosotros iba el mayordomo sin quitarme el ojo de encima.
Tuve que correr tras los pasos de Chevalier.
En el rato que yo estuve dormida en la bañera, el hombre se había cambiado de
ropa. Ya no vestía de traje, ahora iba más informal sin perder el toque de
seducción del cual estaba dotado.
Era cierto que estaba en un hotel, la
recepción se veía desde el hueco de la escalera. Una mujer menuda y con gafas,
pegaba la cara al ordenador para hacer el registro de habitación a dos hombres y
una niña, que correteaba con su muñeco de peluche cerca de ellos. El hall tenía
varias columnas griegas y sillones tapizados en tejido acrílico rojo, con base
y armazón en acero inoxidable. Unos bastidores
separaban la zona de fumadores y las de no fumadores.
Seguí bajando paso a paso las escaleras y
miré a mis pies. Una alfombra imperial de poliamida sobre reverso
antideslizante, iba desde arriba hasta abajo, formando un camino brillante de
glamour, hilado con el encanto de las telas de Turquía.
–¡Vamos, muchacha!
El
mayordomo ya estaba esperándome impaciente en la esquina de la derecha. Me
llevó casi arrastras hasta la biblioteca, farfullando cosas que no entendí. Empujándome
hacia dentro, cerró de un portazo y me quedé sola con Chevalier.
De espaldas a mí, él se apoyaba en una
ventana cerrada, jugando con sus largos dedos con el cordón dorado de la
cortina. Miró mi reflejo en el cristal, para posar sus verdes ojos en mí. No se
giró. Dedicó el tiempo al silencio y la noche, mientras yo veía perfectamente
la hora en un reloj de plata que lucía encima de la repisa de la chimenea, eran
las once y media recién tocadas.
La luna menguante se alejaba en el cielo
punteado de estrellas, el reflejo plateado que bañaba el cuerpo cremoso de Chevalier, se extendía por su rostro dándole una
tétrica imagen de la muerte bien vestida. Vi que se humedecía los labios y
cuando sonrió, el reflejo de su cara me asustó. ¿Dónde había visto yo esos
dientes tan largos? Eran colmillos agrestes, capaces de cortar el hueso más duro
de un animal fornido. Parpadeé, cerré los ojos, pero al abrirlos la visión del
vampiro del callejón seguía latente en mí, cuando miraba a Marné.
Era imposible que el hombre que tenía
delante fuera mi enemigo… ¿Lo era?
–¿Eres el hombre del BMW, verdad?
Su carcajada jocosa, erizó hasta el
último vello de mi cuerpo.
–¿Me recuerdas únicamente por mi coche?
–parecía sorprendido.
–Podría ser.
–Las mujeres sois cada vez más extrañas.
–Se dijo para sí mismo, como si recordase viejos tiempos.
Me punzaba el cuero cabelludo y volví a
rascarme frenéticamente, hundiendo las uñas.
–Tú eres la chica que me miraba, desde
una ventana del edificio de los juzgados. –No era una pregunta, sino una afirmación.
–Sí.
–La hija de Melisa y Dave Field. –Se
volteó clavando su vista en mis ojos. ¿Por qué me miraba como si le diera pena?
Odio que la gente haga eso.
–La
misma. –Respondí moviéndome por la sala, observando cada cuadro y escultura que
me rodeaba y la fila de estantes de cientos de libros de todos los tamaños y
temas diversos.
Posé la mano encima de un gran tomo en
latín titulado: Filii Terrae.
–Tu padre lleva años sin dejar que me
acerque a ti. No podía visitarte. –Lo dijo con amargura.
–¿V-visitarme a mí?
Si bien quería mantener la calma, aquello
lo rompió. ¿Qué chica no sueña con conocer a un hombre tan apuesto y gallardo
como Chevalier? Los hombros fuertes de él temblaron cuando soltó la estridente
carcajada, que me contagió.
–¿Te sorprende que quiera verte, joven Brighid?
–¿Estas de broma? ¡Claro!
–¿Y por qué? –parecía un niño grande, con
las manos tras la espalda esperando una piruleta.
–Pues no sé, eres un hombre muy guapo. Pero,
¿por qué mi padre no te dejaba verme?
Papá… como lo echaba de menos. Cerré los
ojos apoyando la frente en la estantería.
–Por miedo.
¿Por qué mi padre evitaría que un tipo
tan genial como ese, me conociera? ¿Acaso era por aprensión a perderme y verme
casada con don perfecto? Escuché «por miedo» y abriendo
de nuevo los ojos, me ladeé para preguntarle, pero él ya no estaba frente a la
ventana. Lo busqué a mí alrededor y pegué un refunfuño por el susto. Lo tenía
detrás de mí y no había escuchado sus pasos, por el suelo de parquet.
Dulcemente sensual y atrayente como un imán opuesto a mi voluntad, me sonrió de
esa forma carismática de noble elocuente.
–¿Miedo a qué? –me crucé de brazos y le
planté cara.
–A muchas cosas, amor.
Desvié la vista, pero él me agarró de la
barbilla con dos dedos y atravesamos miradas de preguntas y respuestas. La noche
no hacía más que comenzar y tenía tantas cosas que hablar con él… y no sabía ni
su nombre.
–Primero de todo, ¿cómo te llamas? El
mayordomo se dirige a ti como señor Marné.
–Roland, Roland Marné, así me llamo.
Robert Alaya jamás me llamará Roland –ocultó una sonrisa cruel–, tú puedes
hacerlo. Ven.
Tendiéndome la mano con cariño, yo se la
acepté y me llevó hasta el sofá grana, con cojines de un color más oscuro, en
donde tomé asiento y me recliné gustosa.
Él se sentó en la mesita de cristal que
tenía delante. Era un peso metamorfoseado en pluma. La mesa no crujió, ni hizo
ningún ademán de nada. Me sorprende la gente que es capaz de hacerme quedar
conmovida. No muchos pueden.
¿Así que el Chevalier del BMW tenía
nombre? Además uno que era mi favorito. Hace años mi padre pronunciaba ese
mismo nombre en una discusión tensa y mordaz, encerrado en su despacho hablando
por teléfono.
–¿Te llamas Roland? Me gusta ese nombre,
siempre lo he relacionado con otra época.
–Sé que te gusta. Y, ¿tú eres? –escondió
el granito de arena y se hizo el loco.
Él sabía cosas de mí que yo ignoraba y seguramente
mi nombre.
–Si
sabes quiénes son mis padres, Roland Marné, sabes perfectamente mi nombre. –Le
dije inclinándome hacia delante, golpeándole el pecho con mi dedo índice de
forma acusadora.
Si bien lo hice, él no me devolvió el golpe.
Nos echamos a reír. Sin embargo aunque estaba cómoda en su presencia, mis
alarmas recién descubiertas me advertían que no era sensato quedarme mucho
tiempo a su lado. No dejaba de picarme la cabeza, de estremecerme con
escalofríos que acosaban en aquel instante mi cuerpo, dejándolo frío y molido.
–Lo sé, pero me agradaría escucharte a ti
decir cómo te llamas, muchacha.
–Ya lo sabes. –Le dije, rascándome.
–¿Te encuentras bien? –acarició mi
rodilla, sin subir ni bajar la mano más allá de sus leves intenciones de ánimo.
Tuve que esconder el rostro entre un
cojín para evitar que viera que luchaba por no rascarme. Ahora no podía quedar
mal, yo no tenía piojos pero la cabeza me picaba horrores.
–Tengo un terrible picor por todas partes.
–Confesé avergonzada.
–Lo
tendrás hasta que consigas controlar el estado de peligro, tus alarmas me ven
como una amenaza. –Respondió.
Asombrada por lo que había escuchado, aparté
el cojín con la boca abierta. Reparé en sus facciones marcadas, pero ese tipo
era una estatua sin expresión alguna y no supe leer lo que pensaba.
–Mis alarmas, ¿cómo sabes tú…?
–Por ese motivo estás a salvo bajo mi
techo, Rayana.
–¡Ray! –casi le grité y me puse en pie.
Se me indigestaba mi nombre completo, sólo mi padre me llamaba Rayana.
No pensaba pasar un segundo más a su
lado. Ahora mismo llamaría a mi madre para que viniera a buscarme, no sabía en
que parte de la ciudad estaba el hotel, pero no importaba. Si tenía que ir a
pie hasta casa, mejor comenzar ahora. Temblé de nuevo al recordar a mi madre en
los brazos del hombre del callejón. Esos ojos verdes, aquella melena azabache.
Su piel pálida como la noche.
–¿Cuántos días hace que estoy aquí? –necesitaba
saberlo con exactitud.
–Tres días –me respondió inmediatamente–.
Tu padre ya sabe que estás aquí, pues lo he llamado yo. Así que no temas. Hay muchos
peligros ahí fuera, en la noche, pero yo no soy uno de ellos, no de momento.
–¡Mientes! ¿Qué has hecho con mi madre? ¿Qué
querías hacerme a mí?
Cogí un jarrón y sin más dilación se lo
lancé. Pero estalló en pedazos contra la mesa. ¡Él ya no estaba allí! Alarmada
por volver a ver las luces apagarse y encenderse, chillé y me acurruqué en una
esquina. Mi radar interno me decía que Roland estaba sobre mi cabeza. ¿De
verdad era un ser sobrenatural, para poder agarrarse al techo? Hubo un corte de
luz y escuché gritos de sorpresa en el hall. Al menos no era la única a
oscuras. Pero a diferencia de ellos, yo estaba a solas con un monstruo.
–No tienes que temerme, Ray. –Me dijo
desde algún punto del techo.
Aunque la plateada luz de la luna se
filtraba por la ventana, no era capaz de ver más que la sombra de los muebles.
Mirando hacia arriba, me moví hacia la puerta. Con suerte podría reunirme con
los demás en el hall y no morir a manos de un maestro experto en el
sufrimiento.
–¡Eres un desgraciado! ¿Para que me
sigues teniendo con vida? ¿Para divertirte? ¿Para rajarme el cuello cada vez
que gustes?
Recordaba estar desangrándome tendida en
el suelo. Con el vampiro arrodillado a mi vera, observando la vida que manaba
de mi herida abierta. Rápidamente me llevé las manos allí, buscando con el
dedo, algo que tendría que estar pero no estaba. Piel cerrada, músculo intacto,
aunque notaba cierta molestia en el interior. ¿Cómo era posible que en tres
días me hubiese curado tan rápido? ¡Mis huesos se habían roto por el abrazo!
–¡Dime que has hecho con mi madre! –chillé
histérica buscándole en vano cuando me rozó el brazo.
Ya no estaba en el techo, se hallaba a mi
izquierda. La brisa helada de su aliento mentolado, me rozó la nuca. Me asió de
la cintura, de la cabeza y me silenció cubriéndome los labios con su gélida mano.
–Sé que ahora estás perdida, que acabas
de despertar después de tres días luchando por sobrevivir a un ataque, pero
tienes que pararte a escuchar lo que tengo que decirte. Con gritos y pataletas,
no conseguirás más que ponerme nervioso.
Forcejeé histérica ante su contacto, le
insulté. Mis pies se despegaron del suelo, me elevó como a una muñeca de trapo
y caminó hasta el sofá. Se movía muy bien en la oscuridad, parecía un gato. Me
sentó con cuidado, temeroso de romperme y lo escuché reír ahogadamente. Sus
labios imperturbables no evitaron el contacto con mi mejilla cuando se inclinó
para sentarse junto a mí. Estaba tan nerviosa, que a la penumbra del apagón, no
estaba para nada cómoda. Me iba desplazando disimuladamente por el sofá y si no
hubiera sido por el reposabrazos, estaría en el suelo.
–Ni siquiera sé que hago aquí…
–Yo te encontré en un estado lamentable.
–Susurró, se movía cambiando de postura.
–Anda, enciende la luz. –Le rogué.
–Se ha ido la luz Brighid,
no soy un mago Terrae, no puedo chasquear los dedos e invocar una
esfera luminosa. –Parecía divertido.
No me hacía ninguna gracia no mirarle a
los ojos.
–¿Me encontraste en la calle por
casualidad? –volteé para enfrentarme a su sombra, su largo cabello rizado caía
por su hombro besando el cinturón, bien ajustado a su cadera.
–La casualidad, señorita Field –me dijo,
tratándome de usted–, no es un tema a tener en cuenta conmigo. La encontré y
punto.
–Es curioso que me encontrases
precisamente tú. Desde la ventana de los juzgados te vi marchar en tu coche.
–Ajá, pero no vio donde iba.
–Tampoco en aquel momento me importaba,
señor Marné –pronuncié con retintín–. Pero es mucha casualidad. Justo cuando el
asesino me dejó hecha una mierda, apareces.
Y vamos a detallar, subrayar con un
bolígrafo en rojo, que ambos hombres eran exactamente iguales. Le contesté como
él me hablaba a mí, con educación. Me hablaba de usted cuando algo no le
gustaba. Con el tiempo me daría cuenta de ello.
La temperatura parecía descender en picado.
Pero era mi mente la que apreciaba esos cambios, como si registrase los grados
de humor de Chevalier. Las bombillas de las lámparas de diseño, parpadearon y
volvió la realidad de mi mundo de color, cuando llegó la luz.
Él me parecía más horrendo antes que
ahora. La sabrosa iluminación bien dispersa con lámparas de lámina a rayas
rojas y grises, tocaban con su barita de hada, la perfección de una belleza
inhumana. Él me seguía pareciendo un ángel sin sexo definido, pero disfrazaba
esa ilusión con la de un hombre curtido, sabroso y excitante.
Medía metro setenta y tres de altura o
eso creo, no es que fuera precisamente alto.
–Casualidad o no, Ray, yo estaba en el
momento idóneo, podrías haber muerto sin mi ayuda. Si llegué tarde quizás deba
disculparme por ello.
Estaba ocultando algo, se humedeció los
labios con la punta de la lengua. Fijamos las miradas el uno en el otro. Mis
ojos fueron enflechados a sus dientes, pero los evito enseñar.
–Lo que me importa ahora, es saber qué ha
sido de mi madre. –Me puse en pie, estaba harta de seguir sentada a su maldito
lado. Ese era el agresor y nadie me haría cambiar de idea.
Sorteé sus pies y sonreí al ver otro
jarrón encima de una mesita auxiliar. La próxima vez que se lo lanzase, le
daría en la puta cabeza. Entonces lo ataría a una silla, con el cordaje dorado
de las cortinas y llamaría a la policía. Pero Roland Marné como si me leyera la
mente, se alzó con elegancia y caminó hasta el jarrón que yo miraba. Lo cogió
sin quitarme el ojo de encima, fue hasta la ventana, la abrió y arrojó la pieza
de colección fuera.
–No quiero tonterías. –Me advirtió con un
movimiento de dedo acusador, y se volvió a sentar.
–Ya veo, ya. –Protesté con un suspiró de
indignación juvenil.
Silencio. El sonido neurasténico del tic,
tac del reloj, me hizo chirriar los dientes. Chevalier se mantenía en silencio, pensando en sus cosas y no habíamos
vuelto a hablar. Yo necesitaba saber muchas respuestas, pero seguía embobada observándolo.
Prometía sexo salvaje sin compromiso. Yo quería sexo salvaje sin compromiso. Me
acaloraba a cada segundo de los minutos que la manecilla pequeña del reloj
marcaba su ritmo. Ya que él no iba a hablar, hasta que yo no le preguntase nada,
me apoyé en la ventana y miré fuera. A pocos metros de distancia, se veía un
jardín y unas piscinas con hamacas. Bordeando la piscina principal, estaba el pequeño
bar con forma de zigzag. Me asomé para mirar hacia la esquina. Más allá de un
muro alto, divisaba el capó de los coches aparcados. Eran los típicos coches que se verían aparcados en el
Burj Al Arab, lujosos y caros.
–No vas a poder ver todo el hotel, por
más que te asomes.
La cálida voz de Marné me hizo surgir una
risita comprometida.
–Hace poco ni sabía que estaba en un
hotel.
–¿Estás mejor? ¿No quieres saber nada?
¿No tienes preguntas?
–Me duele la cabeza con todas las
preguntas que tengo que hacerte. –Volví a sentarme a su lado, después de cerrar
la ventana.
Roland daba toques lentos en la tapicería
del sofá con la palma de su mano, para que tomase asiento a su lado. No le hice
caso y me senté en la esquina, abrazando un cojín.
–¿Qué es lo que nos atacó en la calle? –si
él no estaba para verlo, ¿me podría responder a eso?
Pareció pensarlo, para darme tiempo a
confiar en él, pero no estaba yo para echar cohetes y darle la mano a un
desconocido, que parecía caminar por los techos y desaparecer en un chasquido
de dedos cuando se le lanzaba algo para dañarle.
–Era un hijo de la noche, cruel y bárbaro –entrecerró los ojos–, no mejor
ni peor, de lo que podrás encontrarte a partir de ahora. Ese asesino es un
vampiro, Ray.
Me carcajeé.
–Estos días pensaba que podía ser un
vampiro, pero una cosa esta clara, es ficción de libros y películas. Los
vampiros no existen. –Recalqué lentamente, con un tono arrogante y amenazador,
lleno de ironía.
–Existen. –Protestó Roland, mirándome con
ansia.
–Entonces los zombies también… por esa
regla de tres.
Era una adolescente gilipollas y
respondona. ¿Qué esperáis?
–No mezcles el hambre con las ganas de
comer, Ray. Los vampiros existen, créetelo y puedo asegurar que tu cabeza empieza
a notar los primeros cambios. No eres una chica normal, puedes notarlos y saber
donde se encuentran, si están cerca de ti. No eres una superheroína, pero
tampoco una chica normal sin problemas. El linaje te llama.
–Para el carro. ¿Cómo sabes lo que me
está pasando? –me refería a presentir la esencia del mal.
Lo del linaje lo aparqué a un lado, no me
acordaría hasta pasado un tiempo.
–Lo sé y punto. Soy amigo de tu padre y
él es igual que tú. Ambos tenéis ese don o gen de linaje. No es bonito, pero
ayuda a la humanidad a protegerla del peligro desde hace milenios.
–Ya, claro. –Me burlé
–Todavía eres muy joven para comprenderlo.
–Protestó él, suspirando con fatiga y alzando las manos con las palmas
abiertas, pidiendo una tregua. Era la primera vez que lo veía actuar como un
ser humano.
–Vale, vale, si los vampiros existen,
¿quién me quiso matar, lo es?
–Sí, eso he dicho.
–¿Eres tú?
–¡No!
Predecible, se ocultaba.
–Y si no estabas allí para ver como
atacaban a mi madre y a mí, ¿cómo sabes de lo que te estoy hablando?
Roland abrió tanto los ojos por la sorpresa
de la pregunta, que se quedó sin respuesta.
Tosió irritado.
–Va dímelo, no te cortes. –Le urgí
alzando el dedo índice, moviéndolo para que se acercara.
–Señorita Field, es tarde y me gustaría disfrutar de la noche sin su
presencia. Nos veremos mañana a la misma hora, que descanse.
Evasiva y despedida.
Me quedé sola en la biblioteca, con la
boca abierta de asombro, al verlo marchar. ¿Y mis preguntas con sus respuestas?
¡No me había cundido la hora, apenas sabia más de lo que sabía al despertarme!
¿Era él el asesino o agresor? ¿Y si no era él, estuvo cuando me encontraba en
una situación jodida? ¿Y si estaba, por qué no se molestó en ayudarnos antes de
que fuese demasiado tarde? ¿Qué sabía de
mí?
Una vez que el hombre ya no se encontraba
en la sala, me puse en pie y corrí hasta la puerta. Estaba abierta, al menos no
me había impedido salir y volver al cuarto que ocupé durante tres días. Robert
Alaya, como Roland había llamado a su mayordomo, hacía guardia sentado en una
silla dos puertas más allá, cercano a la esquina del ascensor y las escaleras.
En las manos tenía una revista del corazón. Por ahí no podía salir, seguro que
me vigilaba.
Cerré cuando me metí de nuevo en la
biblioteca y busqué otra escapatoria. ¡La ventana, claro! Corrí hasta ella, me
asomé y calculé la distancia hasta el suelo. Era un primer piso, pero sus cuatro
buenos metros, me separaban de abrirme la cabeza si tropezaba. Apoyando los
brazos en el alféizar, pasé una pierna por fuera, me
senté y pasé la otra. Tendría que agarrarme a un sobresaliente de ladrillo o
algo para poder saltar hasta los matorrales. Pero en cuanto escuché un ruido
que me aterraba desde que era una niña, quedé congelada mirando a mi nariz. Una
avispa más grande que mi dedo pulgar, se me posó en el tabique. Necesitaba
mantener la calma. Hay gente que tiene fobia a muchas cosas; arañas,
serpientes, quedarse encerradas en espacios pequeños… Pues bien, yo tenía
tremendo pavor a estos bichos. En cuanto veía uno, echaba a correr sin mirar
atrás. Ahora no lo hacia por miedo a caerme. Apreté los dientes para que no me
entrase en la boca.
–Venga…vete. –Susurré
sin dejar de apretar los dientes.
El bicho seguía ahí, zumbando sus alas y…
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Me miraba? ¡Ay diablos, me estaba mirando!
Seguro que yo estaba segregando miedo a raudales y él lo notaba. Cerré los ojos
y los volví a abrir. Seguía ahí y ahora me picaba la nariz por culpa de sus
patitas. Con ademanes de valor, que dentro de mis límites de fobia ya era
mucho, meneé la mano frente a mi rostro para espantar al insecto. No funcionó. Estaba
sudando, no podría aguantar mucho más las ganas de gritar. ¿Qué pasaba si me
picaba? ¿Eran las avispas o las abejas las que hacían eso?
Detrás de mí, oí chirriar el pomo de la
puerta. ¡Mierda! Si no saltaba ya, no podría irme a casa y Marné me mantendría
cautiva en el hotel.
Con avispa o sin avispa, me lancé hasta
el suelo. Caí de bruces abriéndome una pequeña brecha en la cabeza, por el
golpe que me di con el canto de una piedra. Quedé un poco grogui, pero me
levanté del suelo y me apoyé en un banco, gimiendo dolorida. El fuerte vahído duró
unos instantes. Mi meta era conseguir salir del hotel y llegar a la carretera.
Levantándome del banco con las piernas retemblando por el tortazo, miré arriba,
hacia la ventana. Un hilo de sangre correteaba por mi ojo, la nariz y la
mejilla, pero no me detuve. Salí corriendo con el cerebro palpitando por
superar un día más en el mundo.
Corrí hasta las escaleras que subían al restaurante,
pero no veía a nadie, ¿dónde se había metido la gente? Al detener mis pasos en
la puerta corredera, tomé aire fatigada. Mi imagen no era la de una niña rica,
daba pena. Entré y saludé sin más a las primeras persona, que aparecieron
sentadas en una mesa jugando a póker descubierto. Apostaban grandes sumas de
dinero y cajas con joyas.
–Nuestro anfitrión ya no sabe como
presentarnos la comida. –Dijo uno de los hombres, que al posar sus ojos en mí,
se quedó sorprendido de verme y hasta se puso en pie, sobrecogido.
Era
un hombre atractivo, de largo cabello moreno y liso, de brillo pulido. Iba
trajeado de blanco, con guantes del mismo color. Sus ojos eran pequeños y
verdes. Tenía una barbilla picuda, labios sensuales, el inferior más grueso que
el superior. Era muy masculino. ¿Acaso le conocía? Esa forma de hablar, de
pronunciar la erre, me era familiar. Roland la pronunciaba con un tono amenizado,
pero éste, parecía ser de otra parte del noroeste de Europa. ¿Holandés con
mezcla Normanda?
–¿!Q-qué haces aquí!? –exclamó apretando
los dientes un tanto desconcertado, sin quitarme el ojo de encima.
Noté su tensión azotando mis sentidos. Mi
cuerpo lo reconoció, pero mi mente era débil.
–L-lo siento si os he importunado…
No
les di tiempo a levantarse, todos parecían contagiados por la sorpresa del
atractivo hombre que se parecía a Roland.
Salí corriendo
sin demorarme hasta la puerta y cuando quise tirar de ella para salir, esta se
abrió hacia mí. Escuchaba la voz de Robert Alaya en el pasillo. Al
tiempo que él entraba, yo me oculté tras la puerta quedando escondida.
–Aquí les traigo la cena caballeros. Señoritas,
pasen por favor.
Robert hizo pasar a cinco mujeres, con
elegantes vestidos y cuellos engalanados de joyas. No me quedé a saber que
orgía iban a montar con la compañía de lujo. Me escabullí en cuanto Robert
estuvo de espaldas a la puerta, para no verme salir. Al parecer ignoraba que me
había escapado de la biblioteca.
Llegada al hall, recé por estar cerca de la
entrada y marcharme a casa. Primero tenía que buscar un teléfono, no llevaba
dinero y ahora que me paraba a pensar en eso, ¿y mi carpeta y mi monedero? ¿Se
había quedado todo en el callejón?
–¡Ay, no pises el suelo con las botas
llenas de barro! Mira como has dejado la alfombra.
La mujer de recepción se asustó al verme.
Agarrándome del brazo y hablando endiabladamente deprisa, me dio a entender, que
ese hotel era para personas importantes y magistrados. Que yo con mis tejanos
rotos, mi frente ensangrentada y mis botas llenas de barro, no era bienvenida.
No le reproché nada porque no me dio tiempo.
Visto y no visto. Me lanzó fuera, cerró
la puerta y tiró al suelo un billete de diez libras.
–¡Vete a casa con decencia! El hotel no es la puerta de una iglesia, aquí
no se mendiga. –Me gritó desde el otro lado.
¿P-pero qué? Miré el billete y la reina
me miraba con pena, yo me sentía humillada, pero al menos tenía dinero, no
mucho, pero algo era algo. ¡Estaba fuera!
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