lunes, 31 de marzo de 2014

Las Crónicas de Ray Field - Capítulo 2 (Promo)



Las Crónicas de Ray Field -Confusión -published 2012 Editorial Anubis +18

Capítulo 2




      No sabía dónde me encontraba o si seguía en el mundo terrenal o había pasado a la prosperidad aburrida y poco gratificante del conocido purgatorio.
      La mayor parte del tiempo estaba adormilada bajo los efectos de algún medicamento. Pero los pocos momentos en los que despertaba desorientada y asustada, me encontraba con un hombre ataviado con indumentarias de mayordomo, que me cuidaba dándome de comer y de beber, pero sin responder a mis débiles preguntas.
      ¿Que había sido de mí? ¿Dónde me encontraba? Pues no lo sé. A ciencia cierta no era mi casa, ni mi cuarto ni mi familia la que me velaba. Casi podría decir que estaba en plena forma, que no me dolía nada.
      El miedo que mi cuerpo segregaba, se iba disipando según pasaban las horas. El olor a ropa limpia y suavizante me inundaba los sentidos, pero yo seguía sin abrir los ojos, pese a que estaba bien pasé varios días encamada.
      Al tercer día, una corbata aterciopelada me acarició la nariz, como si alguien estuviese inclinado sobre mí para mirarme. Me agité en la cama, era una bastante grande, rustica, estilo siglo XVI. La cama constaba de cuatro postes de madera de cerezo tallada con formas y figuras, que iban desde la base al techo, éste con frescos de imágenes variadas. Lo poco que llegaba a ver cuando abría los ojos, era una doncella casi desnuda, que jugaba con conejos blancos en un jardín repleto de flores llamativas y pavos reales.
      Ahí llegaba el dolor de cabeza. Los picores, la incomodidad. Humedeciéndome los labios, me los mordí. Abrí un ojo y grité. Me asusté de verlo tan cerca de mí, observándome como si fuera una yegua a la que montar, en una tórrida noche de lujuria desinhibida. Me sentí excitada al instante sin comprenderme ni llegar a asociar; maldad inhumana, con vicio, con peligro y con belleza inalcanzable. Sin duda reconocía ese rostro que no apartaba sus ojos verdes de los míos. Lo había visto desde la ventana del cuarto de baño, del despacho de mamá. Era Chevalier.
      Un apuesto varón de unos veinticinco años de edad, aproximadamente. Su larga cabellera oscura muy rizada, rivalizaba con su blanca piel. Tenía un buclecito rebelde en la frente y unos mechones caían sobre sus hombros, deslizándose espalda abajo hasta la cintura. Ni una sola cana, ni una sola punta abierta. Yo tenía el pelo siempre alborotado por cualquier cosa, aunque lacio, tenía que cortarme las puntas cada mes, él no. Entrecerré los ojos y me acaricié el cuello. Las malas sensaciones llegaban de golpe al notarme una pequeña herida cerrada, pero candente de escozor.
      –No quería importunar tu descanso, pequeña Brighid. –Me dijo él, apoyando su mano en mi brazo.
      Yo de un movimiento despreciativo le hice saber que no quería que me tocase. ¿Quién diablos era? ¿Me había raptado?
      –¿Quién eres y dónde estoy?
      –Eres una chica directa. –Sonrió de forma tranquila y tomó asiento en la cama, alzando las manos para que yo viera donde las ponía.
      –¡Maldito asesino!
      Supongo que le sorprendió mi conducta, ya que no le di tiempo para apartarse de mí. Me tiré encima de él con las claras intenciones de arrancarle los ojos con mis dedos, pisarlos con mi pie, para vengarme de la desaparición de mi madre. Rodamos por la cama. Él tenía mucha fuerza, pero me agarraba de las muñecas con tal suavidad, como si temiera romperme como una dollfie de porcelana. Me quedé estupefacta por ello, tanto cuidado en alguien que no conoces, te puede encrespar.
      Sentada a horcajadas encima de él, atrapando su cadera con mis muslos desnudos, tragué saliva deteniéndome a repasar su rostro marcado por la forma de un guerrero medieval. Unas cicatrices sin importancia le enfilaban la ceja y el mentón, lo cincelaban como a un perfecto ángel de la guerra, que ya no libraba ninguna por aburrimiento. Su forma de hombros lo hacia ser un adonis de sangre azul. Era ancho de espaldas. Imaginé que estaría desarrollado como esos bárbaros vikingos, pero sin marcar. La nariz era larga pero no fea, con un toque magistral, señorial y noble. De ojos sensuales, tan verdes como un prado recién regado por las lluvias de primavera. Me sonreía con un mohín de niño malo. Sus labios… Una mujer podría perderse con lo que él ofrecería con ellos. Besos suculentos que te harían tocar el cielo con las puntas de los dedos.
      –No soy un asesino, yo no te voy a hacer ningún mal. –Consiguió decir. Pero yo no me lo creía.
      –¡Has matado a mi madre! ¡Eres el hombre del traje negro y los ojos verdes! –le chillé y quise abofetearle.
      Detente. –Ordenó pacíficamente.
      Pero no pronunció las palabras de sus labios. Llegaron directamente de su mente a la mía.
      Sin pilas para recrearme en la violencia, me detuve y quedé con las manos apoyadas en la sábana de seda rosada. Por más que me obligase a levantarme y asestarle el impaciente golpe, era incapaz de moverme.
      –Eres un monstruo. –Me envalentoné a sollozar.
      Chevalier me abrazó, acurrucándome contra su pecho y me susurró palabras relajantes al oído. Acariciaba mi espalda desnuda, creo que hasta me olfateaba como un perro y gruñía interiormente poseído en una querella personal. Un tira y afloja por querer hacer algo y no desearlo a su vez. Así estuvimos más de quince minutos, en los que no niego que me agradaba su contacto. Aunque sus manos estaban congeladas al contraste del calor de mi tersa piel adolescente, no me parecía desagradable. Hacía tiempo que nadie se dedicaba a darme unas caricias tan sencillas y humildes, para conseguir que dejase de llorar. Con mi nariz en su pecho, me llegó un aroma limpio y nada que ver con la putrefacción del cabrón que casi me deja seca en el callejón. Seguramente me había equivocado, juzgando al pobre Chevalier al tomarlo por otro.
      Pero esa alarma interna empezaba a advertirme del peligro. Era una sensación que me mareaba, me entraban náuseas y hasta se me activaban los reflejos para cualquier ataque súbito e imprevisible.
      –¿Estás mejor? –susurró ronroneándome de forma tajante.
      Si hubiera tenido bragas, se me habrían caído al suelo al instante. Pero no las llevaba, estaba desnuda. ¿Por qué? no lo sé, era una de esas situaciones en las que prefieres no saber quién te ha desnudado, lavado o metido en la cama.  
      –Ajá.
      Maldita sea, mi voz tenía que haber sido anodina, en vez de ello, surgió caliente y provocativa. Él lo notó, me estrechó e hizo ademán de rodar conmigo por la superficie de la cama hasta tenderme de espaldas. Lo hizo y yo no me negué. Mi larga cabellera sin peinar, teñía el rosa de la sábana de un rojo cremoso.
      Virginidad, deseo y adolescencia. Yo necesitaba de su poderío masculino para sentirme completa, pero Ray adulta se dejó ver montada en su increíble moto y se burló de mí, señalándole con su dedo de uña con esmalte negro «era predecible. Es encantador, ¿cierto?» Me expuso, arrancando el motor y desapareciendo por algún lado de mi yo interno.
      Tomé aire con lentitud. Él ni se molestaba en respirar. No me daba cuenta de ese pequeño detalle, pero me daría cuenta con las horas.
      –¿Cómo te llamas? –pregunté apartándome de él con desgana.
      –No es el mejor momento ni el lugar, ni las condiciones para decirte mi nombre, muchacha. ¿Por qué no te das un baño, te relajas y te encuentras más tarde conmigo en la biblioteca?
      Reparé en mi cuerpo desnudo, pero frente a él era incapaz de saber que significaba la palabra vergüenza. No existía, ni pertenecía a mi diccionario. Chevalier se puso en pie de la forma más ágil y elegante que jamás había osado ver. No tocó la cama para nada, ni el menor esfuerzo por inclinarse y ponerse a un lado del poste de madera. Sonriente, con esos labios tan apetitosos, se dio media vuelta y salió de la habitación, con un ronroneo gutural que me hizo odiarle por su condición.



      Me pedía que me duchase y no era mala idea. Después de tres días metida en la cama, olía a sudor.
      Ahora que estaba sola en el cuarto, observé con detalle el techo y sus frescos. No entiendo mucho de arte, pero tenía conciencia de lo que era bonito y feo. Aquello era algo que me dejó completamente embobada. Me veía a mí misma plasmada en la joven de la pintura, sonriente, abrazada a un conejito enorme y mirando al espectador desde su alta posición. Parecía una chica sin preocupaciones, sin miedo y llena de confianza. Tomando aire con desazón, me di cuenta de algo importante. ¿Dónde estaban los espejos? no había ninguno. Entré en el cuarto de baño buscando un, pero cuando abrí la puerta y pasé no lo encontré.  
       ¿Qué cosa más extraña, verdad? Yo necesitaba con suma urgencia saber que aspecto tenía. Seguramente estaba horrible y quería verme el cuello.
      El cuarto de baño era precioso. Blanco y azulado de mármol y greda. Con accesorios variados. Me llamaba la atención una espectacular cabina de ducha, y al fondo una bañera bañada en oro, separada por una mampara del bidet y del inodoro.
      Tres cuadros pequeños colgados en las paredes, ocupaban el lugar donde debería colgar el espejo. Uno en especial era de Stomer, según leí en su firma, y debajo del mismo una placa exponía su título: La incredulidad de Santo Tomás.
      Di un paso al frente, calculé mentalmente las medidas del cuarto y sopesé que allí dentro cabrían más de veinte personas, sin necesidad de estar apretadas e incluso invitar a otras veinte. Volví a fijar la vista en el techo. Era liso y blanco, con una lámpara arcaica de los años cuarenta. El corazón me bombeaba en los oídos, esa mezcla de distribución temporal, era un regusto agrio bajo mi epidermis.
      Me acerqué al inodoro y abrí la tapa, al tiempo que tomaba asiento, suspiré. ¿Dónde me habían metido? Me sentía fuera de lugar y ridículamente observada…
      ¿Nunca os pasa que la simple presencia de una fotografía, os pone nerviosos cuando estáis tranquilos o simplemente relajados en el sofá? Me estaba pasando justo eso, con otro lienzo titulado Judith, del pintor Giorgio Barbarelli da Castelfranco. En la pintura se mostraba a una mujer ataviada con una túnica color salmón, apoyada en un muro de piedra, junto a un árbol, pisando una cabeza humana. Agarrando con su diestra y sosegado el acero de una espada. Me sorprendió mucho lo de la cabeza… Tendría que buscar la pintura por Internet y leer sobre ella.
      Estaba notando una alarma suave, que me limaba el cuero cabelludo. Me rasqué hundiendo las uñas y volví a suspirar con cierta angustia. Quizás si estiraba el brazo hacia delante, abría la palma de la mano y cubría la visión del pequeño cuadro, me sentiría menos vigilada. Así fue.
      Me levanté cuando terminé, tiré de la cadena y bajé la tapa caminando derecha a la bañera. No me apetecía una ducha rápida, más bien, un baño espumoso y probar todos los jabones que encontrase. Inclinándome hacia delante, abrí el grifo del agua caliente y la de agua fría, maniobrando para que estuviera templada. Usé el tapón para cubrir la obertura y llenar la bañera. Me había sentado en el borde dorado, observando los cuadros y recordé algunos retazos de la noche en la que fui a buscar a mamá a su despacho. Unos ojos verdes peligrosos, luces que se apagaban y encendían solas. Las alarmas extrañas de mi subconsciente avisándome del peligro. Mi yo adulta, la moto negra, el paraíso sangriento indoloro y quimérico de mi primera parada dentro de mi mente. ¿Qué me estaba pasando? ¿Quién era yo? Me mareé. Ciertamente, tenía miedo de que todo fuera real.
      Vacía, incompleta y adusta. Tres cosas unidas entre sí con grilletes que se acoplaban al estado anímico de mi persona. El mundo me parecía demasiado grande, empezaba a pensar que estaba loca e ingresada en un centro psiquiátrico, inducida a un estado vegetativo y comatoso. De ahí la alucinación. ¿Quién era Chevalier? ¿Qué hacía yo en su casa?
      Pasando la esponja por mi piel blanca, me prometí a mí misma poner las piezas de puzzle en su lugar y descubrir que estaba pasando. Ahora saldría del cuarto donde llevaba unos días desorientada, buscaría al atractivo caballero trajeado y éste me llevaría a casa en su BMW. Encontraría a mamá preocupada, sentada en el sofá con el teléfono en la mano y la guía de los números de urgencia a los que habría llamado, tachados con bolígrafo. Todo estaría bien, volvería al día siguiente al instituto y a mis clases de francés.
      Me desperté tiritando y estornudé. Me había dormido y el agua ya estaba fría. Salí de la bañera con aire distraído, con las yemas de las manos arrugadas. No me gustaba esa sensación, me molestaba bastante. Busqué en los armarios, una toalla, pero escogí un albornoz verde pistacho y me miré al espejo.
      –No hay espejo.
      Imaginaría mi desaliñada imagen, que ahora olía a seis jabones diferentes. Salí del cuarto de baño y observé de nuevo la pintura de la joven y sus conejos. Al apartar la vista y fijarla en la cama, esta que antes había dejado deshecha, ahora lucía vestida con una nueva colcha rosada de seda, ribeteada de flores blancas y sábanas limpias.
      Encima de una silla estilo Luis XV, descansaba una muda limpia. No era la mía, pero supuse que como la mía se había roto, que de eso si me acordaba, Chevalier había dispuesto otra indumentaria para no salir desnuda. No obstante, podría jurar y meter la mano en el fuego, a que a él no le disgustaba absolutamente nada verme desnuda.
      Yo tengo un cuerpo bonito, fino y de hombros distinguidos. Alex mi hermano mayor, solía decirme que sería una actriz perfecta para la burguesía del renacimiento.
      Me vestí con la camiseta de manga corta de color marrón, me puse unos tejanos negros con cinturón del mismo color, con una hebilla plateada y me calcé unas botas de punta redonda y sin tacón. ¿Chevalier sabía mi talla?
      Sin espejo donde peinarme, salí fuera del cuarto dejando la puerta abierta. Di unos pasos por el pasillo y giré sobrecogida sobre mí misma, para volver dentro. ¿Dónde diantres me habían metido? Acababa literalmente de pasar de un siglo a otro. Adiós a los años noventa, hola al medioevo. Asomé lentamente la cabeza por el umbral de la puerta. El pasillo era larguísimo, con cortinajes como los que yo había visto en las películas de Robin Hood. Siempre me hizo ilusión tocar esas armaduras con espada o hachas y justo tenía una a diez pasos de mí. Corrí hasta allí y me detuve delante de ella.
      –Es increíble. Parece verdadera… –quise tocar la espada.
      Mis dedos recorrieron la empuñadura recubierta de cuero de vaca y sonreí ilusionada. La hoja era de acero, de una longitud de ochenta o noventa centímetros desde la base hasta la punta y estaba mellada. Acertaría al decir que esa espada había quitado vidas en el campo de batalla.
      –¿La señorita tiene algún problema?
      Giré sobre mis talones al reconocer al mayordomo que cuidaba de mí. No se le veía muy alegre de verme.
      –No, bueno, sí. No sé dónde tengo que ver a tu…
      –El señor la espera en la biblioteca del primer piso. ¿Quiere qué la acompañe o prefiere la señorita explorar?
      No me gustó aquel tono chaflán que usó conmigo.
      –Podrías ser menos arisco, ¿no crees? –le respondí ofendida, él se encogió de hombros.
      –Lo siento señorita, las mujeres que el señor Marné suele traer, son unas mete narices. No me gustan las personas entrometidas y curiosas.
      –¿Unas qué? –arqueé una ceja sin comprender.
      El joven mayordomo era una persona estirada, recto y serio. Un tanto pendenciero en su forma de mirar por encima del hombro. Con su perfecto cabello corto castaño cobrizo, con raya a un lado. Larga nariz redondeada, barbilla puntiaguda y perilla recortada. Con pajarita recta bajo la nuez abultada. No era ni guapo ni feo. Sus ojos pequeños y marrones no me decían más, de lo que sus palabras me reprochaban. No le gustaba mi presencia, tampoco el hecho de haberme cuidado.
      –Usted es sólo una muchacha, espero que no le guste manosear las cosas con las manos pringosas. –Me echó en cara, caminando hacia mí.
      –No se preocupe, intentaré no romper nada. –Ironicé.
      –Eso espero, este lugar es distinguido.
      –¿Distinguido? –protesté.
      ¿Acaso yo le caía mal? ¡Pero si no me conocía!
      –Es un hotel de cinco estrellas. El más caro de la ciudad y aquí se hospeda gente de categoría. Así que no toque ni moleste a nadie en el tiempo que el señor Marné la tenga pululando por estos lares. Yo no soy su niñera, ¿comprende? 
      ¡Ah, ya entiendo! Él tenía la orden de vigilarme de cerca hasta que yo diera con el tal señor Marné. Podría decirse, que sus palabras sonaron a que iba a quedarme mucho tiempo en manos de ese hombre. ¿De verdad estaba en un hotel? ¿De ahí las diferentes decoraciones? Tenía sentido.
      Avancé un paso hasta el impoluto mayordomo y le di un golpe con mi hombro en el costado, pasando de largo con la cabeza bien alta. Lo miré de soslayo y sonreí al verle furioso por mi forma de actuar.
      El zumbido suave de algo sobre mi cabeza me llamó la atención. En una esquina del pasillo, había una cámara de seguridad siguiendo todos mis movimientos.
      –Señorita, la biblioteca está abajo, no en esa dirección.
      –No he dicho que vaya a bajar ahora mismo, antes exploraré un poco.
      Me volví para seguir mi camino, pero mi alarma se activó tarde y no me dio tiempo a evitar el golpe. Colisioné contra un torso duro, cubierto con un chaleco blanco, abotonado hasta el cuello. Las manos frías de él, me agarraron de los hombros y nos miramos fijamente. ¡Diablos! Me quería duchar de nuevo, pero en una piscina de hielo con formas de corazones. ¿Por qué existían hombres tan guapos? ¡Hacían perder la razón a la mujer más cuerda y pura! –por suerte con el tiempo controlaría mis impulsos imperfectos hacía él– Su sonrisa de dientes blancos, con esos caninos alargados un tanto vergonzosos, que volvían a esconderse tras los labios, me hipnotizaba. Su pequeña cicatriz en el mentón era incitante. La provocación cegadora de sus ojos dañaban los míos con promesas de dolor y placer.  
      Mi corazón bombeó mil veces más rápido de lo que Walter Emerik, un compañero de clase, había logrado la primera vez que me sacó a bailar en una fiesta del colegio y me dijo que tenía las pecas más bonitas de todo el condado de Somerset.
      –Me alegro verte más despierta que antes, preciosa. –Sonrió de nuevo.
      –B-bueno, no podría decir lo mismo.
      Chevalier me ofreció su brazo, para caminar hacia las escaleras. El ansia podía conmigo, incluso pensaba que era afortunada de tenerle, de que hablase conmigo y me dedicase esas muecas varoniles, cuando pronunciaba palabras anglas con acento francés del Viejo Mundo. Y por otro lado, mi alma lo odiaba y quería verle morir entre horribles sufrimientos. ¿Por qué?
      –¿El baño te ha relajado? –me preguntó.
      –Lo suficiente, sí. –Le respondí.
      –¿Te gusta el arte?
      Tomé aire llenando mis pulmones y me encogí de hombros.
      –Algo.
      –El arte no es algo. El arte, gusta o no gusta. No hay términos medios. –Se detuvo en el descansillo y deslizó su mano hasta mi cintura.
      –Hay términos medios por todas partes, puede que el arte no te guste pero que lo sepas apreciar, como algo bien hecho y bonito. –Le indiqué yo.
      –Estás equivocada, muchacha. Con ese pensamiento nunca llegarás a entender el arte. Y el arte hay que entenderlo. –Se carcajeó y dejó de acariciar mi cintura, para descender las escaleras dejándome atrás. Tras nosotros iba el mayordomo sin quitarme el ojo de encima.
      Tuve que correr tras los pasos de Chevalier. En el rato que yo estuve dormida en la bañera, el hombre se había cambiado de ropa. Ya no vestía de traje, ahora iba más informal sin perder el toque de seducción del cual estaba dotado.
      Era cierto que estaba en un hotel, la recepción se veía desde el hueco de la escalera. Una mujer menuda y con gafas, pegaba la cara al ordenador para hacer el registro de habitación a dos hombres y una niña, que correteaba con su muñeco de peluche cerca de ellos. El hall tenía varias columnas griegas y sillones tapizados en tejido acrílico rojo, con base y armazón en acero inoxidable. Unos bastidores separaban la zona de fumadores y las de no fumadores.
      Seguí bajando paso a paso las escaleras y miré a mis pies. Una alfombra imperial de poliamida sobre reverso antideslizante, iba desde arriba hasta abajo, formando un camino brillante de glamour, hilado con el encanto de las telas de Turquía.
      –¡Vamos, muchacha!
      El mayordomo ya estaba esperándome impaciente en la esquina de la derecha. Me llevó casi arrastras hasta la biblioteca, farfullando cosas que no entendí. Empujándome hacia dentro, cerró de un portazo y me quedé sola con Chevalier.
      De espaldas a mí, él se apoyaba en una ventana cerrada, jugando con sus largos dedos con el cordón dorado de la cortina. Miró mi reflejo en el cristal, para posar sus verdes ojos en mí. No se giró. Dedicó el tiempo al silencio y la noche, mientras yo veía perfectamente la hora en un reloj de plata que lucía encima de la repisa de la chimenea, eran las once y media recién tocadas.
      La luna menguante se alejaba en el cielo punteado de estrellas, el reflejo plateado que bañaba el cuerpo cremoso de Chevalier, se extendía por su rostro dándole una tétrica imagen de la muerte bien vestida. Vi que se humedecía los labios y cuando sonrió, el reflejo de su cara me asustó. ¿Dónde había visto yo esos dientes tan largos? Eran colmillos agrestes, capaces de cortar el hueso más duro de un animal fornido. Parpadeé, cerré los ojos, pero al abrirlos la visión del vampiro del callejón seguía latente en mí, cuando miraba a Marné.
      Era imposible que el hombre que tenía delante fuera mi enemigo… ¿Lo era?
      –¿Eres el hombre del BMW, verdad?
      Su carcajada jocosa, erizó hasta el último vello de mi cuerpo.
      –¿Me recuerdas únicamente por mi coche? –parecía sorprendido.
      –Podría ser.
      –Las mujeres sois cada vez más extrañas. –Se dijo para sí mismo, como si recordase viejos tiempos.
      Me punzaba el cuero cabelludo y volví a rascarme frenéticamente, hundiendo las uñas.
      –Tú eres la chica que me miraba, desde una ventana del edificio de los juzgados. –No era una pregunta, sino una afirmación.
      –Sí.
      –La hija de Melisa y Dave Field. –Se volteó clavando su vista en mis ojos. ¿Por qué me miraba como si le diera pena? Odio que la gente haga eso.
      –La misma. –Respondí moviéndome por la sala, observando cada cuadro y escultura que me rodeaba y la fila de estantes de cientos de libros de todos los tamaños y temas diversos.
      Posé la mano encima de un gran tomo en latín titulado: Filii Terrae.
      –Tu padre lleva años sin dejar que me acerque a ti. No podía visitarte. –Lo dijo con amargura.
      –¿V-visitarme a mí?
      Si bien quería mantener la calma, aquello lo rompió. ¿Qué chica no sueña con conocer a un hombre tan apuesto y gallardo como Chevalier? Los hombros fuertes de él temblaron cuando soltó la estridente carcajada, que me contagió.
      –¿Te sorprende que quiera verte, joven Brighid?
      –¿Estas de broma? ¡Claro!
      –¿Y por qué? –parecía un niño grande, con las manos tras la espalda esperando una piruleta.
      –Pues no sé, eres un hombre muy guapo. Pero, ¿por qué mi padre no te dejaba verme?
      Papá… como lo echaba de menos. Cerré los ojos apoyando la frente en la estantería.
      –Por miedo.
      ¿Por qué mi padre evitaría que un tipo tan genial como ese, me conociera? ¿Acaso era por aprensión a perderme y verme casada con don perfecto? Escuché «por miedo» y abriendo de nuevo los ojos, me ladeé para preguntarle, pero él ya no estaba frente a la ventana. Lo busqué a mí alrededor y pegué un refunfuño por el susto. Lo tenía detrás de mí y no había escuchado sus pasos, por el suelo de parquet. Dulcemente sensual y atrayente como un imán opuesto a mi voluntad, me sonrió de esa forma carismática de noble elocuente.
      –¿Miedo a qué? –me crucé de brazos y le planté cara.
      –A muchas cosas, amor.
      Desvié la vista, pero él me agarró de la barbilla con dos dedos y atravesamos miradas de preguntas y respuestas. La noche no hacía más que comenzar y tenía tantas cosas que hablar con él… y no sabía ni su nombre.
      –Primero de todo, ¿cómo te llamas? El mayordomo se dirige a ti como señor Marné.
      –Roland, Roland Marné, así me llamo. Robert Alaya jamás me llamará Roland –ocultó una sonrisa cruel–, tú puedes hacerlo. Ven.
      Tendiéndome la mano con cariño, yo se la acepté y me llevó hasta el sofá grana, con cojines de un color más oscuro, en donde tomé asiento y me recliné gustosa.
      Él se sentó en la mesita de cristal que tenía delante. Era un peso metamorfoseado en pluma. La mesa no crujió, ni hizo ningún ademán de nada. Me sorprende la gente que es capaz de hacerme quedar conmovida. No muchos pueden.
      ¿Así que el Chevalier del BMW tenía nombre? Además uno que era mi favorito. Hace años mi padre pronunciaba ese mismo nombre en una discusión tensa y mordaz, encerrado en su despacho hablando por teléfono.
      –¿Te llamas Roland? Me gusta ese nombre, siempre lo he relacionado con otra época.
      –Sé que te gusta. Y, ¿tú eres? –escondió el granito de arena y se hizo el loco.
      Él sabía cosas de mí que yo ignoraba y seguramente mi nombre.
      –Si sabes quiénes son mis padres, Roland Marné, sabes perfectamente mi nombre. –Le dije inclinándome hacia delante, golpeándole el pecho con mi dedo índice de forma acusadora.
      Si bien lo hice, él no me devolvió el golpe. Nos echamos a reír. Sin embargo aunque estaba cómoda en su presencia, mis alarmas recién descubiertas me advertían que no era sensato quedarme mucho tiempo a su lado. No dejaba de picarme la cabeza, de estremecerme con escalofríos que acosaban en aquel instante mi cuerpo, dejándolo frío y molido.
      –Lo sé, pero me agradaría escucharte a ti decir cómo te llamas, muchacha.
      –Ya lo sabes. –Le dije, rascándome.
      –¿Te encuentras bien? –acarició mi rodilla, sin subir ni bajar la mano más allá de sus leves intenciones de ánimo.
      Tuve que esconder el rostro entre un cojín para evitar que viera que luchaba por no rascarme. Ahora no podía quedar mal, yo no tenía piojos pero la cabeza me picaba horrores.
      –Tengo un terrible picor por todas partes. –Confesé avergonzada.
      –Lo tendrás hasta que consigas controlar el estado de peligro, tus alarmas me ven como una amenaza. –Respondió.
      Asombrada por lo que había escuchado, aparté el cojín con la boca abierta. Reparé en sus facciones marcadas, pero ese tipo era una estatua sin expresión alguna y no supe leer lo que pensaba.
      –Mis alarmas, ¿cómo sabes tú…?
      –Por ese motivo estás a salvo bajo mi techo, Rayana.
      –¡Ray! –casi le grité y me puse en pie. Se me indigestaba mi nombre completo, sólo mi padre me llamaba Rayana.
      No pensaba pasar un segundo más a su lado. Ahora mismo llamaría a mi madre para que viniera a buscarme, no sabía en que parte de la ciudad estaba el hotel, pero no importaba. Si tenía que ir a pie hasta casa, mejor comenzar ahora. Temblé de nuevo al recordar a mi madre en los brazos del hombre del callejón. Esos ojos verdes, aquella melena azabache. Su piel pálida como la noche.
      –¿Cuántos días hace que estoy aquí? –necesitaba saberlo con exactitud.
      –Tres días –me respondió inmediatamente–. Tu padre ya sabe que estás aquí, pues lo he llamado yo. Así que no temas. Hay muchos peligros ahí fuera, en la noche, pero yo no soy uno de ellos, no de momento.    
      –¡Mientes! ¿Qué has hecho con mi madre? ¿Qué querías hacerme a mí?
      Cogí un jarrón y sin más dilación se lo lancé. Pero estalló en pedazos contra la mesa. ¡Él ya no estaba allí! Alarmada por volver a ver las luces apagarse y encenderse, chillé y me acurruqué en una esquina. Mi radar interno me decía que Roland estaba sobre mi cabeza. ¿De verdad era un ser sobrenatural, para poder agarrarse al techo? Hubo un corte de luz y escuché gritos de sorpresa en el hall. Al menos no era la única a oscuras. Pero a diferencia de ellos, yo estaba a solas con un monstruo.
      –No tienes que temerme, Ray. –Me dijo desde algún punto del techo.
      Aunque la plateada luz de la luna se filtraba por la ventana, no era capaz de ver más que la sombra de los muebles. Mirando hacia arriba, me moví hacia la puerta. Con suerte podría reunirme con los demás en el hall y no morir a manos de un maestro experto en el sufrimiento.
      –¡Eres un desgraciado! ¿Para que me sigues teniendo con vida? ¿Para divertirte? ¿Para rajarme el cuello cada vez que gustes?
      Recordaba estar desangrándome tendida en el suelo. Con el vampiro arrodillado a mi vera, observando la vida que manaba de mi herida abierta. Rápidamente me llevé las manos allí, buscando con el dedo, algo que tendría que estar pero no estaba. Piel cerrada, músculo intacto, aunque notaba cierta molestia en el interior. ¿Cómo era posible que en tres días me hubiese curado tan rápido? ¡Mis huesos se habían roto por el abrazo!
      –¡Dime que has hecho con mi madre! –chillé histérica buscándole en vano cuando me rozó el brazo.
      Ya no estaba en el techo, se hallaba a mi izquierda. La brisa helada de su aliento mentolado, me rozó la nuca. Me asió de la cintura, de la cabeza y me silenció cubriéndome los labios con su gélida mano.
      –Sé que ahora estás perdida, que acabas de despertar después de tres días luchando por sobrevivir a un ataque, pero tienes que pararte a escuchar lo que tengo que decirte. Con gritos y pataletas, no conseguirás más que ponerme nervioso.
      Forcejeé histérica ante su contacto, le insulté. Mis pies se despegaron del suelo, me elevó como a una muñeca de trapo y caminó hasta el sofá. Se movía muy bien en la oscuridad, parecía un gato. Me sentó con cuidado, temeroso de romperme y lo escuché reír ahogadamente. Sus labios imperturbables no evitaron el contacto con mi mejilla cuando se inclinó para sentarse junto a mí. Estaba tan nerviosa, que a la penumbra del apagón, no estaba para nada cómoda. Me iba desplazando disimuladamente por el sofá y si no hubiera sido por el reposabrazos, estaría en el suelo.  
      –Ni siquiera sé que hago aquí…
      –Yo te encontré en un estado lamentable. –Susurró, se movía cambiando de postura.
      –Anda, enciende la luz. –Le rogué.
      –Se ha ido la luz Brighid, no soy un mago Terrae, no puedo chasquear los dedos e invocar una esfera luminosa. –Parecía divertido.
      No me hacía ninguna gracia no mirarle a los ojos.
      –¿Me encontraste en la calle por casualidad? –volteé para enfrentarme a su sombra, su largo cabello rizado caía por su hombro besando el cinturón, bien ajustado a su cadera.
      –La casualidad, señorita Field –me dijo, tratándome de usted–, no es un tema a tener en cuenta conmigo. La encontré y punto.
      –Es curioso que me encontrases precisamente tú. Desde la ventana de los juzgados te vi marchar en tu coche.
      –Ajá, pero no vio donde iba.
      –Tampoco en aquel momento me importaba, señor Marné –pronuncié con retintín–. Pero es mucha casualidad. Justo cuando el asesino me dejó hecha una mierda, apareces.
      Y vamos a detallar, subrayar con un bolígrafo en rojo, que ambos hombres eran exactamente iguales. Le contesté como él me hablaba a mí, con educación. Me hablaba de usted cuando algo no le gustaba. Con el tiempo me daría cuenta de ello.
      La temperatura parecía descender en picado. Pero era mi mente la que apreciaba esos cambios, como si registrase los grados de humor de Chevalier. Las bombillas de las lámparas de diseño, parpadearon y volvió la realidad de mi mundo de color, cuando llegó la luz.
      Él me parecía más horrendo antes que ahora. La sabrosa iluminación bien dispersa con lámparas de lámina a rayas rojas y grises, tocaban con su barita de hada, la perfección de una belleza inhumana. Él me seguía pareciendo un ángel sin sexo definido, pero disfrazaba esa ilusión con la de un hombre curtido, sabroso y excitante.
      Medía metro setenta y tres de altura o eso creo, no es que fuera precisamente alto.
      –Casualidad o no, Ray, yo estaba en el momento idóneo, podrías haber muerto sin mi ayuda. Si llegué tarde quizás deba disculparme por ello.
      Estaba ocultando algo, se humedeció los labios con la punta de la lengua. Fijamos las miradas el uno en el otro. Mis ojos fueron enflechados a sus dientes, pero los evito enseñar.
      –Lo que me importa ahora, es saber qué ha sido de mi madre. –Me puse en pie, estaba harta de seguir sentada a su maldito lado. Ese era el agresor y nadie me haría cambiar de idea.
      Sorteé sus pies y sonreí al ver otro jarrón encima de una mesita auxiliar. La próxima vez que se lo lanzase, le daría en la puta cabeza. Entonces lo ataría a una silla, con el cordaje dorado de las cortinas y llamaría a la policía. Pero Roland Marné como si me leyera la mente, se alzó con elegancia y caminó hasta el jarrón que yo miraba. Lo cogió sin quitarme el ojo de encima, fue hasta la ventana, la abrió y arrojó la pieza de colección fuera.
      –No quiero tonterías. –Me advirtió con un movimiento de dedo acusador, y se volvió a sentar.
      –Ya veo, ya. –Protesté con un suspiró de indignación juvenil.
      Silencio. El sonido neurasténico del tic, tac del reloj, me hizo chirriar los dientes. Chevalier se mantenía en silencio, pensando en sus cosas y no habíamos vuelto a hablar. Yo necesitaba saber muchas respuestas, pero seguía embobada observándolo. Prometía sexo salvaje sin compromiso. Yo quería sexo salvaje sin compromiso. Me acaloraba a cada segundo de los minutos que la manecilla pequeña del reloj marcaba su ritmo. Ya que él no iba a hablar, hasta que yo no le preguntase nada, me apoyé en la ventana y miré fuera. A pocos metros de distancia, se veía un jardín y unas piscinas con hamacas. Bordeando la piscina principal, estaba el pequeño bar con forma de zigzag. Me asomé para mirar hacia la esquina. Más allá de un muro alto, divisaba el capó de los coches aparcados. Eran los típicos coches que se verían aparcados en el Burj Al Arab, lujosos y caros.
      –No vas a poder ver todo el hotel, por más que te asomes.
      La cálida voz de Marné me hizo surgir una risita comprometida.
      –Hace poco ni sabía que estaba en un hotel.     
      –¿Estás mejor? ¿No quieres saber nada? ¿No tienes preguntas?
      –Me duele la cabeza con todas las preguntas que tengo que hacerte. –Volví a sentarme a su lado, después de cerrar la ventana.
      Roland daba toques lentos en la tapicería del sofá con la palma de su mano, para que tomase asiento a su lado. No le hice caso y me senté en la esquina, abrazando un cojín.
      –¿Qué es lo que nos atacó en la calle? –si él no estaba para verlo, ¿me podría responder a eso?
      Pareció pensarlo, para darme tiempo a confiar en él, pero no estaba yo para echar cohetes y darle la mano a un desconocido, que parecía caminar por los techos y desaparecer en un chasquido de dedos cuando se le lanzaba algo para dañarle.
      –Era un hijo de la noche, cruel y bárbaro –entrecerró los ojos–, no mejor ni peor, de lo que podrás encontrarte a partir de ahora. Ese asesino es un vampiro, Ray.
      Me carcajeé.
      –Estos días pensaba que podía ser un vampiro, pero una cosa esta clara, es ficción de libros y películas. Los vampiros no existen. –Recalqué lentamente, con un tono arrogante y amenazador, lleno de ironía.
      –Existen. –Protestó Roland, mirándome con ansia.
      –Entonces los zombies también… por esa regla de tres.
      Era una adolescente gilipollas y respondona. ¿Qué esperáis?
      –No mezcles el hambre con las ganas de comer, Ray. Los vampiros existen, créetelo y puedo asegurar que tu cabeza empieza a notar los primeros cambios. No eres una chica normal, puedes notarlos y saber donde se encuentran, si están cerca de ti. No eres una superheroína, pero tampoco una chica normal sin problemas. El linaje te llama.
      –Para el carro. ¿Cómo sabes lo que me está pasando? –me refería a presentir la esencia del mal.
      Lo del linaje lo aparqué a un lado, no me acordaría hasta pasado un tiempo.
      –Lo sé y punto. Soy amigo de tu padre y él es igual que tú. Ambos tenéis ese don o gen de linaje. No es bonito, pero ayuda a la humanidad a protegerla del peligro desde hace milenios.  
      –Ya, claro. –Me burlé
      –Todavía eres muy joven para comprenderlo. –Protestó él, suspirando con fatiga y alzando las manos con las palmas abiertas, pidiendo una tregua. Era la primera vez que lo veía actuar como un ser humano.
      –Vale, vale, si los vampiros existen, ¿quién me quiso matar, lo es?
      –Sí, eso he dicho.
      –¿Eres tú?
      –¡No!
      Predecible, se ocultaba.
      –Y si no estabas allí para ver como atacaban a mi madre y a mí, ¿cómo sabes de lo que te estoy hablando?
      Roland abrió tanto los ojos por la sorpresa de la pregunta, que se quedó sin respuesta.
      Tosió irritado.
      –Va dímelo, no te cortes. –Le urgí alzando el dedo índice, moviéndolo para que se acercara.
      –Señorita Field, es tarde y me gustaría disfrutar de la noche sin su presencia. Nos veremos mañana a la misma hora, que descanse.
      Evasiva y despedida.
      Me quedé sola en la biblioteca, con la boca abierta de asombro, al verlo marchar. ¿Y mis preguntas con sus respuestas? ¡No me había cundido la hora, apenas sabia más de lo que sabía al despertarme! ¿Era él el asesino o agresor? ¿Y si no era él, estuvo cuando me encontraba en una situación jodida? ¿Y si estaba, por qué no se molestó en ayudarnos antes de que fuese demasiado tarde?  ¿Qué sabía de mí?



      Una vez que el hombre ya no se encontraba en la sala, me puse en pie y corrí hasta la puerta. Estaba abierta, al menos no me había impedido salir y volver al cuarto que ocupé durante tres días. Robert Alaya, como Roland había llamado a su mayordomo, hacía guardia sentado en una silla dos puertas más allá, cercano a la esquina del ascensor y las escaleras. En las manos tenía una revista del corazón. Por ahí no podía salir, seguro que me vigilaba.
      Cerré cuando me metí de nuevo en la biblioteca y busqué otra escapatoria. ¡La ventana, claro! Corrí hasta ella, me asomé y calculé la distancia hasta el suelo. Era un primer piso, pero sus cuatro buenos metros, me separaban de abrirme la cabeza si tropezaba. Apoyando los brazos en el alféizar, pasé una pierna por fuera, me senté y pasé la otra. Tendría que agarrarme a un sobresaliente de ladrillo o algo para poder saltar hasta los matorrales. Pero en cuanto escuché un ruido que me aterraba desde que era una niña, quedé congelada mirando a mi nariz. Una avispa más grande que mi dedo pulgar, se me posó en el tabique. Necesitaba mantener la calma. Hay gente que tiene fobia a muchas cosas; arañas, serpientes, quedarse encerradas en espacios pequeños… Pues bien, yo tenía tremendo pavor a estos bichos. En cuanto veía uno, echaba a correr sin mirar atrás. Ahora no lo hacia por miedo a caerme. Apreté los dientes para que no me entrase en la boca.
      –Venga…vete. –Susurré sin dejar de apretar los dientes.
      El bicho seguía ahí, zumbando sus alas y… ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Me miraba? ¡Ay diablos, me estaba mirando! Seguro que yo estaba segregando miedo a raudales y él lo notaba. Cerré los ojos y los volví a abrir. Seguía ahí y ahora me picaba la nariz por culpa de sus patitas. Con ademanes de valor, que dentro de mis límites de fobia ya era mucho, meneé la mano frente a mi rostro para espantar al insecto. No funcionó. Estaba sudando, no podría aguantar mucho más las ganas de gritar. ¿Qué pasaba si me picaba? ¿Eran las avispas o las abejas las que hacían eso?
      Detrás de mí, oí chirriar el pomo de la puerta. ¡Mierda! Si no saltaba ya, no podría irme a casa y Marné me mantendría cautiva en el hotel.
      Con avispa o sin avispa, me lancé hasta el suelo. Caí de bruces abriéndome una pequeña brecha en la cabeza, por el golpe que me di con el canto de una piedra. Quedé un poco grogui, pero me levanté del suelo y me apoyé en un banco, gimiendo dolorida. El fuerte vahído duró unos instantes. Mi meta era conseguir salir del hotel y llegar a la carretera. Levantándome del banco con las piernas retemblando por el tortazo, miré arriba, hacia la ventana. Un hilo de sangre correteaba por mi ojo, la nariz y la mejilla, pero no me detuve. Salí corriendo con el cerebro palpitando por superar un día más en el mundo.
      Corrí hasta las escaleras que subían al restaurante, pero no veía a nadie, ¿dónde se había metido la gente? Al detener mis pasos en la puerta corredera, tomé aire fatigada. Mi imagen no era la de una niña rica, daba pena. Entré y saludé sin más a las primeras persona, que aparecieron sentadas en una mesa jugando a póker descubierto. Apostaban grandes sumas de dinero y cajas con joyas.     
      –Nuestro anfitrión ya no sabe como presentarnos la comida. –Dijo uno de los hombres, que al posar sus ojos en mí, se quedó sorprendido de verme y hasta se puso en pie, sobrecogido.  
       Era un hombre atractivo, de largo cabello moreno y liso, de brillo pulido. Iba trajeado de blanco, con guantes del mismo color. Sus ojos eran pequeños y verdes. Tenía una barbilla picuda, labios sensuales, el inferior más grueso que el superior. Era muy masculino. ¿Acaso le conocía? Esa forma de hablar, de pronunciar la erre, me era familiar. Roland la pronunciaba con un tono amenizado, pero éste, parecía ser de otra parte del noroeste de Europa. ¿Holandés con mezcla Normanda?
      –¿!Q-qué haces aquí!? –exclamó apretando los dientes un tanto desconcertado, sin quitarme el ojo de encima.
      Noté su tensión azotando mis sentidos. Mi cuerpo lo reconoció, pero mi mente era débil.
      –L-lo siento si os he importunado…
      No les di tiempo a levantarse, todos parecían contagiados por la sorpresa del atractivo hombre que se parecía a Roland.
      Salí corriendo sin demorarme hasta la puerta y cuando quise tirar de ella para salir, esta se abrió hacia mí. Escuchaba la voz de Robert Alaya en el pasillo. Al tiempo que él entraba, yo me oculté tras la puerta quedando escondida.
      –Aquí les traigo la cena caballeros. Señoritas, pasen por favor.
      Robert hizo pasar a cinco mujeres, con elegantes vestidos y cuellos engalanados de joyas. No me quedé a saber que orgía iban a montar con la compañía de lujo. Me escabullí en cuanto Robert estuvo de espaldas a la puerta, para no verme salir. Al parecer ignoraba que me había escapado de la biblioteca.
      Llegada al hall, recé por estar cerca de la entrada y marcharme a casa. Primero tenía que buscar un teléfono, no llevaba dinero y ahora que me paraba a pensar en eso, ¿y mi carpeta y mi monedero? ¿Se había quedado todo en el callejón?
      –¡Ay, no pises el suelo con las botas llenas de barro! Mira como has dejado la alfombra.
      La mujer de recepción se asustó al verme. Agarrándome del brazo y hablando endiabladamente deprisa, me dio a entender, que ese hotel era para personas importantes y magistrados. Que yo con mis tejanos rotos, mi frente ensangrentada y mis botas llenas de barro, no era bienvenida. No le reproché nada porque no me dio tiempo.
      Visto y no visto. Me lanzó fuera, cerró la puerta y tiró al suelo un billete de diez libras.
      –¡Vete a casa con decencia!  El hotel no es la puerta de una iglesia, aquí no se mendiga. –Me gritó desde el otro lado.
      ¿P-pero qué? Miré el billete y la reina me miraba con pena, yo me sentía humillada, pero al menos tenía dinero, no mucho, pero algo era algo. ¡Estaba fuera!

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