Las Crónicas de Ray Field -Confusión -published 2012 Editorial Anubis +18
Capítulo 1
<<Amenázame
con la eternidad, para asustarme>> R.F
Querido diario.
Nueve años atrás. 2003,
Inglaterra.
–El tiempo se detiene, se aleja y se
transforma en muerte.
Yo veía en aquel pringoso charco de
sangre de la acera de la calle, la persona en la que me iba a convertir si
salía con vida el día de mañana.
Fuerzas análogas a mí, se escapaban como
palomas asustadas por un globo que explotaba cerca de ellas. Se despedían con
un triste adiós, tan lejano como firme, en un desvío de suspiros y jadeos por continuar
con vida. No sé cuantas veces grité el nombre de mi madre o de si ella podía
escucharme, sabía que no. Ese monstruo la había matado de forma atroz… o eso
pensaba yo.
Tenía miedo. Temblaba enfriada. Las
garras del infierno se apoderaban de mi cuerpo de quince años y era incapaz de
poder fijar la vista en un único punto para decir que todo saldría bien, que
nada de aquello podía ser real y que estaba soñando tumbada en mi cama. Ojalá hubiese
sido una pesadilla.
Mirar atrás era mi peor martirio, os lo
aseguro. No podía hacer nada decente con tremendos recuerdos tras mis pasos,
cosas que ahora desconocéis pero que no remediaré en contaros. Si hubiese
podido tener el poder de retornar todo a su lugar y tener una felicidad basada por
lo menos en la mentira, ya hubiera dado mi cuello para volver atrás en el
tiempo y recorrer las calles que me dejaron sin alma y sin familia.
Lo siento, creo que no sé escribir diarios.
Tampoco me he presentado, ¿cierto? Volveré a seguir con lo que estaba contando.
Me estaba muriendo. ¿Cómo había terminado
así? Ahora os lo narraré todo. Pero, ¿volvería algún día a estar preparada para
leer mi propio diario, Confusión, Extinción, Vollmond…? Aunque, ¿quién podría
pararse a leer un diario personal tan lleno de mentiras, chantajes,
humillaciones y dolor? Mi padre seguro que no, él piensa que soy tan
descontrolada y descuidada, que tengo por derecho una marca sobre la frente que
me cataloga como una persona incorregible y soez.
Todo empezó una noche, prefiero no
mencionar el día, ni la hora ni el mes. Caminaba por la calle feliz de haber
sacado buenas notas, que para mí al menos lo eran. Tenía una idea para
celebrarlo y era ir a buscar a mí a su trabajo, ella era era fiscal de menores,
siempre trabajaba en su despacho hasta bien entrada la madrugada y regresaba a
casa tarde. Yo aquella noche no podía esperarla despierta hasta las doce o las
dos y al salir de mis clases de francés, me dirigí directamente a las oficinas
del juzgado tomando el autobús.
Tenía quince años, una vida satisfactoria
con lujos de unos progenitores de clase media alta, era afortunada.
No tardé más de media hora en llegar. Mis
pasos se detuvieron en la puerta giratoria del juzgado. Mirando el gran reloj
sobre la entrada, suspiré y pensé en tomarme unos segundos para recuperar el
aliento. Apoyándome contra la pared, divisé las casas y edificios que tenía la
bonita ciudad que tampoco pienso mencionar, no por ahora. Para mí fue la
entrada al velo oscuro de mis penas, pero después de ese círculo tiznado, continuaban
más caminos tormentosos en mi futuro, llevados por la extinción de lo inmensurable y los actos más escalofriantes y
despiadados…
Una voz tranquila y ronca me llamó la
atención. Conocía perfectamente esa entonación de pronunciación galesa, hasta
de la colonia barata pero dulce y aromática de Sant James, el guardia jurado
más guapo de toda la ciudad. Él me miraba con sus ojos brillantes de un azul
claro como el cielo despejado, en un día de verano caluroso en el sur de
Inglaterra. Afirman que soy atractiva y sensual incluso en mi adolescencia y
hasta ahora no había buscado realzar aquello que llaman belleza. No negaré sus
alusiones por decirme tales cosas, ¿a quién no le gusta ser piropeada de vez en
cuando? Soy ciertamente narcisista en el sentido involuntario, me gusta mirarme
en los espejos, portales con cristaleras, ventanillas de los coches y escaparates
de comercios. Pero no veo tanta belleza en mi persona. Si bien yo pensaba en
eso, Jericho Sant James pensaba en lo contrario. Tan vivaracho se acercó a mí
apoyando su morena mano tostada al sol en mi hombro desnudo, metió uno de sus
dedos por debajo del tirante de mi camiseta negra, con el distintivo de un grupo
de Thrash Metal llamado Slayer.
–¿Cuánto tiempo verdad, preciosa?
Susurró cerca de mi oído. Su uniforme
gris dejaba mucho que desear, le quedaba mal, muy apretado y torcí la mueca
creyendo adivinar lo que buscaría con tanto toqueteo ese maldito guarro.
–No tanto Jericho, la semana pasada
estuve por aquí.
–Pero yo libraba aquella semana y no pude
ver a la pelirroja más bonita de la ciudad de…
Posé mi dedo en sus labios calientes, para
hacerle callar. Él se los humedeció, tocándome con la punta de su lengua la uña
esmaltada de azul oscuro. Era un encantador polla
tiesa, como yo los llamo. Podía apostar que cuando iba a una playa presumía
de músculos y daba paseos a lo largo de la cala, esquivando niños que jugaban
en la orilla, para buscar con su radar de chico malo a muchachas tumbadas en la
arena, poniéndose crema. Seguramente se acercaría a ellas para insinuarles que
él podía hacer aquel maravilloso trabajo y luego podrían conocerse mejor,
tomando el sol y bebiendo unas cervezas. Notoriamente después de una sonrisa de
dientes perfectos y rectos, de un movimiento de melena dorada de lado a lado
añadiría «en mi casa.»
–Dime Jericho, ¿no tienes nada mejor que
hacer esta noche? –le pregunté deduciendo por su corbata de nudo flojo, que su
turno terminaba en unos minutos.
El brillo plateado de mi collar egipcio,
desapareció con los faros de un BMW negro que circuló calle abajo.
–Tenía planeado ir a la discoteca, pero
ahora que te he visto, prefiero quedarme contigo un rato más y saber qué tal te
ha ido el día.
Esa mano juguetona descendió por mi
cuello y acarició los huesos de mi clavícula. Me aparté hacia la puerta y empujé
su brazo hacia otro lado para poder irme sin que me molestase más. Mis hormonas
no estaban tan revolucionadas como para dejarme engalanar por un cualquiera de
colonia de mercadillo.
–Ray, ¿no piensas quedarte y comer unas
pipas conmigo? –girándose sobre sus talones me siguió.
–No me gustan las pipas. –Bien cierto que
era.
–Bueno, lo que tú quieras. Tu madre aún está en su despacho ocupada,
podemos ir a esos bancos de allí –señaló la entrada del garaje, al lado había
un pequeño parque con columpios, asientos y una fuente en medio de la plazoleta
empedrada–, y te invito a lo que gustes, saco los refrescos de la máquina en
cuanto me quite el uniforme. ¿Quieres?
Me lo pensé. Rápido y simplemente denegué
con la cabeza su oferta, pero Sant James me tomó de la mano y me acercó a él de
un fuerte tirón. Si nacía más bruto… ¿Acaso se pensaba que yo era un juguete?
O, ¿era como las chicas con las que se enrollaba por las noches cuando iba de
fiesta? Yo no era ni una cosa ni la otra y pronto de una patada se lo hice
saber. Él se quejó, yo sonreí victoriosa y eché a correr entre carcajadas hacia
la puerta, donde por suerte pude entrar y quedar a salvo en el hall de
recepción.
En su puesto de trabajo estaba como cada
noche la señora Smith, una mujer callada, sosa y seria. Ataviada con su típico
y aburrido traje gris de cuello alto, falda de tubo y con zapatos negros de tacón
fino. Sobre la nariz le reposaba unas feas gafas de pasta blanca con las
patillas negras, un cordel plateado salía de cada extremo perdiéndose por su
fino cuello. Se gastaba seguramente todo su sueldo en caras cremas contra el
envejecimiento.
Saludé y anduve por el pasillo dirección
al ascensor, pero la recepcionista parecía enfrascada en su ordenador,
seguramente en páginas de parejas y citas de una noche, observé el suelo para
leer el lema tallado. Había un bonito dibujo de una balanza dorada, rodeada de
una tira de pergamino en la que ponía:
~~South England, Law & Order~~
–¡Ray, espera!
Miré por encima de mi
hombro. Sant James corría hacia a mí con una lata de Coca-Cola en la mano.
–¿Qué quieres? –dije con un deje agotado–.
¿Comer ésas pipas en el asiento trasero de tu destartalada furgoneta?
–Si que eres tonta niña, yo no quiero más
que un rápido toqueteo entre ambos, sé que lo deseas. Aún así, puedo esperar
hasta que estés lista. ¿Acaso tienes miedo de quedarte embarazada por un beso?
Vamos, eres una adolescente con dos buenas peritas. Estás muy buena y a mí me
gustas. Hay que disfrutar de la vida. –Se echó a reír de forma cáustica, a mí
me dieron ganas de pegarle un puñetazo.
–Tengo miedo a que me contagies tu
gilipollez. –Le espeté cansada, pero sin ocultar una divertida sonrisilla ávida.
Cada noche que lo veía era el mismo
cantar. ¡No me gustaba, me daba asco! Pero él, erre que erre.
–Pórtate bien James, quizás mañana llegue
el día que tanto ansias, las pipas y yo.
–Y un cuerno, pensé.
Parecía que le agradó mi invitación. Los
músculos de su cuello se relajaron suavemente y su mirada celeste descendió
hasta mi canalillo. Nunca he sido una chica con mucho pecho, pero lo que tengo
es justo y suficiente. Como decía, Sant James se relamió los labios como el
típico pervertido obsesivo por catar jovencitas y el calor de sus muslos, creo
que él se imaginaba como me descotaba y lamía mis pezones endurecidos por su
lascivia inmoral que me pasaba inadvertida, tanto como una mancha de rotulador
en la espalda. Por el contrario, yo pensaba en la pizza barbacoa que me iba a
zampar, si mi madre aceptaba ir a cenar al restaurante italiano de la esquina a
dos calles de casa.
Sant James volvió a asirme del brazo
izquierdo, a colocarme entre la pared y su cuerpo con ese aroma a colonia
barata que me hizo inspirar, pero esta vez molesta. Sabía de sobra que le
molestaba mi actitud pasota.
Las luces del pasillo donde se encontraba
el ascensor, comenzaron a titubear, apagándose y encendiéndose. Miré hacia
arriba extrañada por los cortes de luz. En aquel momento como si me insinuase a
ello, James agachó la cabeza y me besó la oreja, mordisqueándola de forma
sensual y excitante, pero algo lo apartó de mí con un fuerte tirón hacia atrás.
Fugazmente creí ver a un ser que estaba y
no estaba. Un monstruo dotado de crueldad. De avaricia y destrucción en
descomposición. Capaz de hacer llorar al más valiente de los héroes. De crear
desvanecimientos a su paso y deseos enfermizos de mentes solitarias con la
necrofilia.
Un terrible dolor de cabeza que jamás
había tenido, comenzó a punzarme dolorosamente las sienes, hasta el extremo de
dejarme doblada por el dolor. Me picaba todo. Una sensación que noté en mis
entrañas me hizo temblar ante una extraña realidad y despertó en mi interior un
ente dormido. La mujer que trepaba por el muro de la contención juvenil, me
miró desde ese sitio desconocido de poca inocencia –que más adelante
comprenderíais– y que yo no sabía que existía hasta ahora, ella susurró «no te dejes atrapar. Ya viene y no te dejará
vivir.»
¿Qué se suponía que estaba por llegar?
¿Quién era esa mujer pelirroja? ¿Era yo de más mayor? ¿Acaso era una visión?
Todo lo que os puedo decir, es que cuando las luces palpitaron de aquella
forma, tuve miedo. El temor que recorría por mi epidermis era de algo que
cambiaría mi destino.
Ellos
conmigo, yo con Ellos. La soledad
y el cambio, mis propios actos, venganzas y traiciones que no harían de mí… la
persona que soñaba con ser.
–¡Maldita sea Ray, sí que tienes fuerza! Podías
haberme dicho que parase y no haberme empujado de esa forma. –James me golpeó el
hombro con un fuerte manotazo, parecía enfadado por mi rechazo.
–¿Pero qué dices, fantasma? Yo no te he empujado. –Y era verdad.
Me froté las manos en las perneras del
pantalón. Miré el reloj, eran las ocho y media, como muy tarde quería estar en
casa a las diez para ver mi serie favorita, arropada bajo la manta junto a mi
madre y mi hermano Alexander.
–Vamos Ray, me has empujado y hubiera
jurado que te gustaba que te mordisquease la oreja –juraba en falso–. No puedes
ser tan cerrada.
–Discrepo, James. ¿Me llamas estrecha?
–Le pregunté.
–Sí, lo eres un poquito. Admítelo, te
gusta calentarme y luego huir corriendo a los brazos de tu mamá. –Sonrió
desabrochándose del todo la corbata negra del uniforme.
–De eso nada, Jericho. Yo nunca te he ido
calentando. Eres tú el que siempre va palote, buscando algo que realmente no
vas a conseguir conmigo, para tu desgracia tengo sentido común. –Miré a mí
alrededor algo asustada por la esencia que presentía mi nuevo y desconocido despertar.
Aquella extraña energía seguía rondando
muy cerca de nosotros. El pasillo del fondo estaba totalmente a oscuras y sobre
nuestras cabezas la leve luz del fluorescente, apenas alumbraba más que lo
justo. La señora Smith ni se había percatado del problema, seguía enfrascada en
su ordenador, buscando novio por Internet.
–¿Palote…?
–Uf, cállate James. –Lo dejé con la boca
abierta, mientras me apartaba.
Mi yo interior volvía a removerse
frustrada por mi incompetencia personal, por no notar que ese ser ya estaba
cerca, demasiado cerca para darme cuenta. Usaba el truco de la oscuridad,
fundiéndose con las sombras, no dejándose ver. Seguí mirando el pasillo que
estaba a oscuras y ahogué una exclamación cuando unos ojos verdes electrizantes
parecieron brillar momentáneamente hasta volver a quedar todo tranquilo.
–¿Has
visto eso, Sant James? –señalé la zona.
El chico se volteó observando el oscuro
pasillo y chasqueó la lengua disgustado.
–No, no he visto nada. –Miró la hora
sacando su teléfono móvil y se apartó de mí.
–Había alguien en el pasillo, he visto
sus ojos. –Volví a señalar.
–No hay nadie, Ray, déjalo estar. Además,
se me ha hecho tarde y me tengo que ir ya. Pero la invitación de quedar mañana
sigue en pie, ¿verdad?
–Ya veré. –Él se inclinó hacia delante y
me besó la mejilla cerca de la comisura de la boca. Yo no le di tiempo a más,
rodé sobre mis pies y me metí en el ascensor. Canturreaba una canción de Megadeth con distracción mientras subía
a la segunda planta. Mi padre solía decirme que no era bueno escuchar ese tipo
de música, que sacaba mi agresividad a flote y yo estaba en una edad muy mala.
Pero eran todo patrañas, sinceramente. La persona que no entiende realmente de
qué trata el género potente, de ritmos crudos que es el Heavy Metal, jamás
podrá llegar a saborear la crítica de desambiguación de la que hablan sus
letras. Muchas bellas y llenas de razón contra un sistema cruel con su propia
población, además, que nadie me vaya a negar que las mejores baladas no son
heavys, ya que esa persona estaría mintiendo descaradamente.
Salí del ascensor con aquella inseguridad
aplastante. Algo parecía seguirme de cerca por los pasillos y recovecos de la
segunda planta, telarañas de ferocidad tejidas de lobreguez. Me picaba la cabeza,
eso era lo más extraño, yo reaccionaba a lo que mi instinto percibía. Pero cada
vez que me giraba para ver quién era el gracioso que deseaba asustarme, me
encontraba sola. Carraspeé la garganta haciéndome oír molesta, pero sin
resultado, ya que sólo podría intimidar a la pared y centenares de puertas.
–Hija, que sorpresa, ¿qué haces aquí?
Mi madre salió de la sala del conserje
cargada de folios empaquetados. Era una mujer preciosa. Pelirroja como yo, pero
sus ojos eran marrones, su piel blanquecina y rebosante de pecas. Siempre tan
entretenida en su trabajo que apenas dedicaba tiempo a la familia. Pero nadie
le echaba en cara ese pequeño descuido. Mi padre también pasaba días sin
aparecer por casa y cuando lo hacía llegaba lastimado, lleno de hematomas,
ensangrentado o agotado. ¿A qué se dedicaba él? Ciertamente lo desconocía. Tenía
vetada la entrada a su despacho. Alarmante era decir, que hasta tenía censores
de frío y calor sobre el marco de la puerta. Una sofisticada alarma, siete pestillos
interiores y un octavo que me daba la espina, que era un travesaño de acero,
que bloqueaba la puerta totalmente de lado a lado. ¿Para que tanta seguridad?
Bueno, yo lo descubrí más adelante, pero no os lo voy a contar aún. Estaba
hablando de mi iniciación al velo real y de mi madre.
Mamá se encaminó a mí y me dio dos besos
en la frente. Me preguntó por qué había ido a verla, si necesitaba algo o le
iba a pedir dinero. Yo denegué con un mohín molesto. Tenía setenta libras
repartidas entre el monedero y los bolsillos del pantalón. Soy de esas personas
que pagan con un billete y se guarda las monedas donde le pille más cerca. La seguí
tranquilamente hasta su despacho, metiendo la mano libre en el bolsillo y
dejando el pulgar fuera. La otra mano agarraba la carpeta de estudios de
francés, que no tenía forrada con nada. Me gusta tener el material de estudios
impecable, sin forrar carpetas ni libretas con nada. Pensar en forrar la
carpeta con fotografías de mis cantantes favoritos me daba grima. Todas las
chicas de mi instituto llevaban a sus famosos en sus carpetas, sinceramente me
parecía ridículo.
Choqué con la esbelta espalda de mi madre,
tan de cerca pude ver el bordado de flores apenas visible de su chaleco rojo. La
chaqueta era suave, parecía terciopelo. Su aroma era fresco, rosa salvaje y
lima. Apostaría mi mano a que ella había estado masticando un chicle, pero
claro, apostaría si no la conociera lo suficiente para saber que a Melisa
Field, el mascar chicle le resultaba grotesco. No veía nada bueno en ir
masticando a lo tonto por la calle, abriendo y cerrando la boca, con ese ruido
chasqueante y haciendo pompas. Era una mujer comedida, extraña, ni siquiera me
dejaba ver películas de vampiros, decía que la realidad superaba a la ficción,
pero Alexander mi hermano mayor, a escondidas me las dejaba ver. Parecía que
mis padres ocultaban algo y muy peligroso y que tenían miedo a que yo me
obsesionase como muchas chicas y chicos con esos seres que para nada podían ser
tan insustanciales y «humanos» como en las películas y libros de hoy en día.
En la puerta del despacho de mi madre, se
hallaba su placa brillante recién lavada con limpia cristales y un paño.
~~Servicios
legales y jurídicos de familia. Melisa Field~~
Ella abrió la puerta y yo pasé a su lado,
colándome rápidamente para dejar la carpeta y la lata de Coca-Cola encima de su
impoluta mesa, con papeleo bien amontonado y ordenado según el caso.
–¿Tu hermano sabe que estás aquí?
Me preguntó, pero yo tenía algo más urgente
que hacer, ¡me meaba! La miré, sonreí y señalé el cuarto de baño con un espontáneo
movimiento de cabeza seguido de un «uy, uf, uy». Rápidamente me metí
dentro, cerré la puerta con pestillo y me bajé los pantalones y el tanga. Una
vez sentada, observé la ventana. Fuera en la calle apenas corría una brisa de
aire y ya eran las nueve. Aún así, la cortina morada oscilaba tranquilamente,
hinchándose como el velamen de un navío.
Mientras agarraba con la mano derecha el
rollo de papel, algo me llamó la atención. Una sombra pasó por delante de la
ventana, aquellos ojos verdes iridiscentes, de nuevo brillaron fugazmente hasta
desaparecer en el olvido. ¡Que diablos había sido eso! Pegué un brinco con el
corazón acelerado. Algo dentro de mi ser hacía encender una alarma de peligro.
Pero yo no pensaba hacerle mucho caso. Entre el instituto, las horas en la
academia de francés, mis pequeñas sesiones de baloncesto con mi mejor amiga en
el polideportivo, puede que estuviera agotada del largo día y viera cosas que
no eran reales.
No podía apartar la mirada de la ventana,
la cortina se había quedado prácticamente inmóvil después de la aparición. Me
levanté poco a poco, cerré la tapa del inodoro y tiré de la cadena tras subirme
el tanga y el pantalón tejano. Caminé dando un paso al frente para enjabonarme
las manos y mi principal pensamiento fue saber qué había ahí fuera. Por lo que
aparté la cortina a un lado mirando hacia abajo. Tal y como me asomé, chillé
con un deforme grito articulado atascado en la garganta, moviendo los brazos
sobre mi cabeza para espantar aquella cosa que me atacaba.
Se me abalanzó contra la cara, con un graznido
que me hizo contener el aliento asustada. El corazón a mil por hora casi me
sale disparado por la boca al abrir los ojos y reconocer al maldito cuervo que
parecía más asustado que yo y que voló hasta detenerse en la rama de un árbol
cercano. El pájaro me había picoteado el párpado y me escocía.
Intenté calmarme, miré hacia abajo
frotándome el ojo con un dedo y maldije. Dos pisos de altura era una distancia
considerable para que alguien sin escalera pudiera subir y pasearse por la
pared. Apoyé las manos en el borde del alfeizar y me asomé un poco más.
El cuervo me miraba, descansando en una
rama.
–Maldito pájaro…
Quedé pasmada mirando la parada donde se
juntaban tres o cuadros taxis, que estaba cerca de la puerta principal de los
juzgados. Vi a Sant James salir acompañado con la recepcionista, la señora
Smith. ¿Coqueteaban? Eso me parecía, sus gestos, sus caricias me dieron la
razón y me alegré de que hubiese encontrado a alguien más adecuada para él.
Pero no era eso lo que me estaba acalorando
por segundos. Era otra cosa. La simple imagen de un hombre ataviado con un
traje de chaqueta y corbata me fascinó. No entiendo de trajes, pero por suponer,
diría que era de Emporio Armani. Él tenía el cabello largo, rizado y oscuro que
caía como una cascada de oro negro por su ancha espalda y contrastaba alarmantemente
con la blancura de su nívea piel. Su rostro era únicamente perfecto. Rayaba el
refinamiento de un serafín sin sexo. Era y no era al mismo tiempo. Estaba y no
estaba. Él no nació para darle vida al mundo, el mundo nació para esclavizarse
a sus pies. Un icono de lo inesperado, pecado de lo impropio y consorte de la
inmortalidad.
Entrecerré los ojos para enfocarle mejor,
pero con la luz de las farolas y desde mi posición, apenas pude apreciar sus
ojos. ¿De que color serían? El hombre al que voy a llamar Chevalier, se ladeó
sobre sus talones. Me entró una desordenada corriente vibratoria por el vientre
y mi sexo palpitaba vivo, como si realmente hubiese conocido a ese hombre en
otros tiempos, tanto que tuve miedo y sentí una gran pena corroer mis recuerdos
abandonados. Mis manos comenzaban a sudar y mi cuerpo se quería entregar a él
hasta el agotamiento, pero supe que eso ya no era posible. Si bien, mi
virginidad podría haber sido de él en otras circunstancias, pensé.
De nuevo la luz roja de advertencia se
disparó por mis sentidos. Mi espalda crujió, la carne se desgarró abriéndome en
canal, metafóricamente hablando. Me dolían los ojos, me cosquilleaba la
garganta, la yugular se convulsionaba excitada por ser agujereada y el muslo le
siguió. Me picaba la cabeza y Chevalier me miraba fijamente apoyado en un BMW
de cristales tintados, como yo le estaba mirando a él. Había cierta pasión en
sus ojos entrecerrados, con aquella media sonrisa formándose en sus labios,
cruel y desinhibida.
–Que guapo eres. –Susurré a conciencia,
sabiendo que no me escucharía, pero para mí horror, su voz traspasó los muros
de mi mente «Lo sé, tú
también eres bella. Una dulce amapola que puede darme lo que busco.»
¿Qué? Esa noche las locuras iban a peor.
Chevalier dio un paso hacia atrás, abrió la puerta de su increíble coche y se
detuvo un segundo, me sonrió alzando la mano enguantada de blanco, cerrando y
abriendo la mano a modo de despedida. ¿Llevaba guantes en verano?
–¿Hija, estás bien? –mi madre golpeó la
puerta dos veces con los nudillos.
Adiós al príncipe de larga cabellera
azabache, eché un último vistazo y vi que ya arrancaba y se iba calle abajo.
–Sí, estoy bien mamá. –Caminé hasta la
puerta, corrí el pestillo y salí al despacho.
Ella estaba de pie, sonriente con el
bolso colgado del hombro.
–Creo que te debo una invitación a una
pizza de esas tuyas, ¿verdad, cariño?
–Sí mamá. Venía a proponerte ir a cenar,
para que te relajases un poco, trabajas demasiado y pasamos muy poco tiempo
juntas. –Le comenté abrazándome a ella, oliendo su dulce aroma.
Todas las madres tienen ese olor fresco que
las identifica. En cambio mi padre huele a puros, whisky Irlandés y a After
Shave.
–¡Uy, que cariñosa estás! Normalmente
nunca me abrazas, eres una tía dura. –Se burló echándose a reír. Sus hombros temblaban
por la carcajada y yo me uní a ella.
–Nunca está de más dar un abrazo cuando
apetece.
–Eso es verdad, Rayana –me rodeó con sus
brazos y apretó más, de una forma casi nostálgica como si echase en falta
momentos de estos en su ocupada vida–. Siempre hay que hacer las cosas cuando
más apetecen y ahora me apetece comerte a besos, mi niña.
Agachó la cabeza y con sus manos me
agarró los mofletes para besarme una y otra vez las mejillas, mientras yo
sonreía feliz. No podía dejar de reírme con ella. No todas las noches eran
divertidas e intuía que algo estaba por pasar.
Me aparté de ella pero sin dejar de
abrazarla. Rodeando mí brazo por su delicada cintura de avispa, apretada por la
chaqueta del traje rojo. Ella pasó su brazo por encima de mi hombro y salimos
del despacho. Mamá cerró con llave y apagó las luces del pasillo. Antes de
dirigirnos al ascensor, encaminó el rumbo a otro cuarto, golpeó la puerta con
los nudillos y abrió.
–Hasta mañana viejo Doggs. –La escuché
despedirse de alguien.
–Hasta mañana, jovencita Mel, cuídate y
pasa buena noche. –Dijo aquel tal Doggs, con voz temblorosa.
Había más gente como ella dejando el
trabajo para la noche. Decididas a malgastar su vida en rellenar informes y
documentos. Yo soy de las que piensan que hay tiempo para todo. Disfrutar,
trabajar y vivir. Se puede tener todo, pero sé que no siempre esa meta está
cerca.
Unos minutos más tarde, ya estábamos
saliendo de los juzgados. Caminábamos juntas, una pegada a la otra por la calle
principal antes de meternos por callejuelas y parques para atajar camino.
Vivíamos en un barrio residencial de clase media alta y estaba a una hora a pie
desde los juzgados.
–¿Traes las notas, Rayana?
–Llámame Ray. –Me quejé.
–Perdone la señorita, ¿has traído las
notas del instituto para que las vea?
–No te preocupes, son buenas.
Alarma conectada. ¡Peligro, peligro
gritaba mi mente! No sabía qué diablos me estaba pasando, era un radar andante notando
algo que se acercaba a nosotras y se iba en cuanto me daba la vuelta. Comenzó a
dolerme la cabeza, escuchaba a mi madre hablar sin parar de sus buenos años en
la universidad de Oxfor. No le prestaba atención, pero de vez en cuando asentía
para que ella sonriera y siguiera con lo de que yo podría aplicarme más y ser
mejor chica. Que tenía que dejar mis grupos de Metal, mis ropas rebeldes, mis
muñequeras de pinchos y vestir como una niña multicolor. Para gustos colores,
supongo.
–Mamá, que sí, que eras la caña, pero yo
no soy igual.
–Tendrías que serlo, todos en la familia
tenemos talentos. –Me susurró, yo me lo tomé a malas.
–Pues ten otro hijo y le infundes esos
talentos, mamá. Hasta ahora no me he metido en muchos líos, no podrás quejarte
de mí.
–Estás un poco respondona.
–Lo justo, mamá.
–¿Las notas son buenas o son como las del
trimestre pasado? –arqueó una ceja bien depilada pelirroja y yo me eché a reír.
–Después de quedarme un par de meses
castigada sin poder asistir a un concierto molón, he aprendido a sacar buenas
notas, créeme –le dije con cierta ironía, con la sonrisa torcida. No resistí el
volver a abrazarme a ella, buscando su calor y sus caricias–. ¿Sabes? Echo de
menos a papá, me gustaría poder verlo más.
El dolor de no tenerle siempre cuando lo
necesitaba, era algo que no se podía explicar con palabras. Se había perdido funciones
de teatro, partidos de baloncesto, mis clases de natación, las excursiones con
padres e hijos.
–¿En qué trabaja papá? –me aventuré a
preguntarle.
Siempre me saltaba con evasivas cuando le
preguntaba. Ahora ya estaba harta, quería saber que era. ¿Un agente secreto de
esos de la CIA?
–Tu padre…
–…mi padre… –la alenté a hablar más
rápido.
Odio que la gente vaya tan lenta a la
hora de explicar las cosas que más nos urgen.
–Tu padre es un hombre muy ocupado,
cielo. –No me dio una respuesta clara, no había nada.
Apreté el puño contra mi costado y pasé
de decirle nada más.
–¿Te enfadas, cariño?
–¿Tengo que estarlo? Si no quieres
decirme en que trabaja no pasa nada, ya me enteraré.
Ella se cruzó de brazos y cerró los ojos
mientras seguíamos caminando. Hacía un buen rato que no veía pasar coches por
la carretera, ni gente por la acera. Reinaba el silencio.
–Sabes que yo te lo diría, pero no vas a
comprenderlo.
–Tampoco me das confianza para
comprenderlo. –Le comenté, mirándola con furia.
–No me mires así, parece que hoy estás
quisquillosa, Rayana.
–No estoy quisquillosa, estoy cansada y… ¿Es
espía?
–¿Espía tu padre? No, cielo, no es espía.
–¿Detective?
–Tampoco.
–Hay muchos oficios en el mundo mamá, no
me hagas decírtelos todos. –Me crucé me brazos. El borde de la carpeta negra me
golpeó la barbilla y mis dientes rechinaron.
–Podrías decírmelo en francés, así sabré
si cunden esas clases. Son caras. –Me señaló con el dedo y detuvo su elegante
andar, agarrándome del brazo con amor.
Silencio. Durante unos segundos, ninguna de
las dos osó decir nada. Nos miramos como jamás nos habíamos mirado. Parecía que
ella se iba a echar a llorar. ¿Por qué? Me daba inseguridad si ella se
contagiaba de ese malestar humano. El vientre se me contraía cada vez que
repasaba mi cuerpo y mi rostro. Hasta que al final habló:
–Estás hecha una mujer. No me había dado
cuenta hasta ahora de cómo has crecido y cambiado en dos años. –La voz se le
quebró y a mí el alma.
–Sí, mamá, la gente cambia.
–Me da miedo que crezcas tan rápido, yo
no estoy preparada, mi amor. No quiero perderte. –Alargó su mano y acarició mi
mejilla, con la yema aterciopelada de sus dedos. Sus palabras me dieron miedo,
¿perderme?
–¿Y por qué me vas a perder?
Me ignoró, se dio media vuelta buscando
pañuelos de papel en su bolso gris de Prada y se limpió las lágrimas, que
caprichosas comenzaban a correr su rimel.
–¿Mamá estás bien? –la agarré del hombro
obligándola a que me mirase, pero ella simplemente negó con la cabeza.
Sacó un espejito de su neceser rosa y se
repasó el rimel con mucha tranquilidad.
–No pasa nada. Dime, ¿tus clases de
francés van bien?
Ahí volvía una evasiva. Me daría cuenta
con el tiempo, que el mundo donde vivimos es un trozo de pastel, lleno de
trocitos de evasivas.
Suspiré.
–Ajá, bastante bien. No estáis
derrochando el dinero, tranquila.
Otra vez esa extraña alarma interior me
hizo estremecerme de dolor, me palpitaban las sienes. Me giré para observar con
asombro la calle, estaba desierta, no había nadie. Las farolas de nuestro lado
de la vía se iban apagando una a una, desde el parque hasta donde nos
encontrábamos. ¿Un corte de electricidad?
–Mamá…
Ella se giró y apoyó su mano en mi hombro.
–¿Qué pasa?
–Eso pregunto yo, mamá. Mira las luces de
las farolas. –Le señale todo el perímetro.
–¿Se apagan? –susurró ella, mirando
frenética a lado y lado.
Un escalofrío me golpeó la nuca y bajó
hasta mis nalgas. Otro me erizó el vello del brazo y otro más me hizo doblarme
hacia delante. No podía explicar cómo me encontraba, pero estaba mal. ¿Había
enfermado sin ton ni son?
Me sacudía por dentro una maldad
terrible, algo que había estado caminando junto al ser humano desde tiempos muy
remotos. La lata de refresco se me cayó al suelo y me agaché a por ella.
Sólo quedaban dos farolas alumbrándonos y
una de ellas dijo adiós cuando estalló repentinamente sobre nuestras cabezas.
Mi madre gritó y yo me cubrí cuando nos cayó encima la cortante lluvia de gruesos
cristales.
–¿¡Mamá, que pasa!? –chillé.
–No lo sé cariño. Ven, dame la mano y
salgamos de aquí.
Tiró de mí con frenesí y casi me
desmoroné contra el suelo al tropezar con algo o alguien, que nos impidió el
paso.
Un martillo estaba abofeteándome el
cerebro, haciéndolo puré. Los ojos los notaba arder. Cuando alcé la vista al
frente, un hombre estaba de pie a escasos palmos de nosotras. Ataviado con un
traje negro de brillos azulados, entre la penumbra y la luz. Era un ser que
irradiaba belleza pero a su vez putrefacción. No conseguía ver su rostro, pero
sus ojos verdes brillaban inhumanamente con un fulgor de pupila pequeña,
minúscula y entrometida que se cerraba y abría. Escuché a mi madre jadear
aterrada, yo no sabía a que venía aquel grito, pero él sonrió o eso pareció.
El desconocido dio un paso atrás, las
sombras fueron su escondite. Desapareció de mi vista, pero mi radar me decía
que estaba ahí. De nuevo la visión de la mujer pelirroja que era yo de más
mayor, me señalaba como inútil y me decía «ya
ha venido y no has hecho nada por impedirlo.» ¿Pero qué
tenía que impedirle a ese tipo? Ahora lo sabía. Sabía que tuve que haber
actuado según lo que dictaba mi instinto de supervivencia.
Mi madre no se alejaba de mi lado. Me
rodeaba el brazo, con el suyo. Noté sus uñas clavándose en mi piel y contuve el
aliento.
–Ray…
–¿Sí, mamá?
–Cuando te diga corre, no mires atrás
pase lo que pase. –Su tono marcaba cierto grado de preocupación.
–¿Quién es él? –le pregunté.
–Un vestigio de una maldición. –Susurró el
desconocido, al responder con depravación.
–¡Ray no preguntes, vete a casa! ¡Llama a
tu padre!
Me empujó, pero yo me negué a moverme. No
pensaba dejar sola a mi madre, si tan peligrosa era la situación.
Ese ser se movió hacia la luz, pero su
rostro era una máscara de tenebrosidad permanente. Sabía como dejarse ver sin
que yo le viera a él. Salvo por sus ojos, ese brillo que había visto en el
pasillo del juzgado y atravesando la ventana del cuarto de baño… era él seguro.
–Dime, ¿a qué has venido? –le preguntó mi
madre, colocándose delante de mí.
El hombre se acicaló el extenso cabello
oscuro usando sus largos dedos a modo de púas de peine. ¿Dónde había visto yo
esa melena negra? Seguramente me equivocaría al pensar que era el Chevalier del
BMW. Inmediatamente él se frotó las manos, no llevaba guantes y sus uñas eran
tan largas como las zarpas de un tigre.
–He venido a por ella –me señaló a mí–.
Dave no hará nada por impedir su muerte y ya que estamos la tuya, por meterte
en mí camino. –Le escuché decir.
–La chiquilla no ha despertado, no es un
peligro para nadie. No hagas caso a la profecía. Sabemos que está cercana a
cumplirse, pero no creo en ella y tú tampoco deberías de creerla. ¡Juro que
como la toques te mato, aunque sea lo último que haga! –amenazó mi madre, transformándose
en una mujer que yo desconocía.
Ese hombre negó con un calculado
movimiento de cabeza. Pude atisbar con gran esfuerzo algo en su rostro. Sus
labios eran rojos como la sangre, delineados y sensuales. De dientes extraños,
de caninos largos, afilados, no hacían ademán de esconderse cuando sonrió. Su barbilla
era cuadrada, blanquecina, con vello facial de dos días. Volvió a ocultarse en
las sombras cuando reparó en que yo le estaba mirando con empeño curioso.
Me giré sobre mis pasos para ver las
farolas detrás de mí. Todas menos una estaban apagadas. Otras habían estallado
como la de antes. Los cristales se dispersaban entre la acera y la carretera. La
calle pernoctaba desierta. Era la soledad de la muerte.
–Pero despertará –seguían hablando–. Ha
llegado su hora y la tuya, ya que lucharás para defenderla, ¿no? El príncipe de
la Tercera Sede, la quiere para despertar a Mijael… Incluso Bjardelm Sigmund y
Ebani Yonce de los renegados Terraes de
Ram la buscan. No permitiré que la tengan y Dave sufrirá por vuestra muerte, aprenderá
a no jugar con el destino nunca más.
No sé de qué estaba hablando. Pero era un
demente. Me volteé sobre mis talones al escuchar la palabra muerte dirigida
como puñales a mi persona. ¡Diablos, era un loco! Mi cabeza pensaba en mi madre
y ella ya se había lanzado a por el tipo. Del bolso sacó una estaca. ¿Un
estaca? ¿Qué pensaba hacer con eso? También sacó una pistola.
–¡Atrévete a matarnos! –le apuntó sin
temblar.
Ella me empujó lejos del callejón y me
echó una mirada de soslayo. Me ordenaba correr, alejarme de ellos, pero yo no
quise.
Sin previo aviso disparó al pecho del
hombre. Boté contra la pared, por el estruendo. Me asusté al no esperarme
aquello de mi madre. Él cayó contra la otra pared totalmente sobrecogido. Por
un segundo parecía muerto, pero al siguiente, su mano se movió hacia la herida
de bala, acariciándose la mancha de sangre sobre la chaqueta y la camisa. Se
carcajeó ronco, mientras hundía un dedo en el agujero y sacaba la chapa
abollada.
–¡Melisa, no seas ingrata! Sabes que ella
debe morir. –Él corrió hacia un lado cuando mi madre siguió disparado,
indicándole con ello que no conseguiría su objetivo. Así también lo alejaba de
nosotras.
No estaba muy segura de lo que vi. Pero
él se movía demasiado rápido, tanto que mis ojos seguían un borrón negro que
giraba por todas direcciones, y alrededor de mamá. Ella daba traspiés
manteniendo el equilibrio, cuando el monstruo la empujaba. Finalmente, él se
detuvo y se apoyó en el container de la basura, cuando mi madre se quedó sin
munición.
–Vete por favor… déjanos tranquilas. –Le
suplicó ella.
–Armas del diablo. –Bufó molesto, mirándose
la chaqueta agujereada.
Se lanzó a por ella con un gruñido
jactancioso. Golpeó el aire con su puño cerrado cuando mamá se agachó prevenida,
evadiéndole y giró de cuclillas sobre el suelo empedrado para encajarle la
estaca a la altura del corazón. La tela de la chaqueta de él se rasgó cuando la
punta afilada se coló entre los botones. Al retirar el golpe fallido, dos de
ellos saltaron de los ojales, rodando entre los escombros.
Con poco margen de tiempo para recargar
el arma, ella lo alejó de nosotras a base de golpes de jab, con la estaca. Pero
él sabía donde quería llevarnos y cada vez estábamos más lejos de la calle
principal, callejón adentro. En cuanto el chasquito de la pistola la avisó de
que estaba lista para arremeter de nuevo, mi madre me empujó hacia unas
escaleras de la salida trasera de un cine cerrado.
–¡Mamá!
Grité asustada al verla salir despedida
por los aires, hacia unas bolsas de basura de un sólo manotazo. Quedó allí,
entre quejidos. Pero tan pronto como él, ese diablo de la oscuridad siguió
acercándose a mí, mi madre retomó las fuerzas y empezó a disparar de nuevo. Las
balas penetraban en el cuerpo de él y luego caían de sus al suelo, sobre hojas
de periódicos viejos.
¿Qué era ese tipo?
Me agarré a una esquina sobresaliente de
las escaleras y contuve el aliento, mi mente despertaba lenta a lo que se
avecinaba, pero no era capaz de asimilarlo. Sabía que tenía que ayudarla, pero
estaba aterrorizada. Esos ojos verdes brillaban en la penumbra y me miraban
directamente a mí. Mamá era sólo un obstáculo.
¡Vamos! Tenía que hacer algo, no pensaba
dejarla sola en aquella situación. Busqué por el suelo cualquier cosa con la
que poder hacerle frente, el palo de una fregona brilló bajo el foco de la
farola que nos seguía alumbrando. Me agaché para cogerlo y empleé la pared como
apoyo, sin descuidar el peligro. Escuchaba la voz de mi madre diciéndome que me
marchase. Él la tenía agarrada del pelo y no cesaba en zarandearla, de
magullarla de golpearla a rodillazos contra las lumbares, alejándola de la luz,
camino a la verja metálica del final del callejón. Allí esperaba algo…
A pasos ligeros salté por encima de unas
cajas húmedas. Me lancé a por el hombre y le rompí el palo en la cabeza.
Conseguí que soltase a mi madre por la sorpresa de mi ataque, pero me agarró a
mí y me golpeó en el pecho con los dedos tensos, hundiendo sus largas uñas en
mi tórax. Caí encima de botellas rotas, escupiendo sangre. Temblando por alguna
parálisis que desconocía.
Esa noche conocí lo que era el dolor.
–¡Cariño! –Mamá corrió hasta su bolso,
quizás para coger el teléfono móvil y llamar a mi padre, pidiéndole ayuda.
Nuestro agresor camuflado entre las
tinieblas despegó del suelo, para soldarse a la pared como si acaeciera de
gravedad y trepó usando también las manos. Los escalofríos recorrían mi cuerpo
al reconocer que eso estaba pasando de verdad. Su sombra se alargaba desde el
suelo, hasta el tercer piso de aquel deteriorado edificio.
Era tan amenazador… Tan fuera de lo
común, un monstruo.
Unas garras viscosas muy reales surgieron
de las alcantarillas. Haciendo saltar por los aires las tapas redondeadas. Cuando
me pude enderezar, algo me asió el pie por el tobillo, tirándome de bruces al
suelo, me arrastraron a la calle principal y chillé en vano sin poder agarrarme
a nada.
Al darme la vuelta vi que esa masa
viscosa era negra, sin ojos, sin boca, sólo materia de vida que me impedía
alzarme sobre las piernas. ¡Grité asustada! Otra de esas cosas me golpeó la
espalda. El miedo era nuevo, excitante y llamativo. Esas sombras existían,
porque las podía tocar, coger, agarrar y tirar de ellas, pero se deshacían en
mis manos como tiras de chocolate caliente, deslizándose por mis dedos.
–¡Maldita sea, qué sois! –casi vomito al
quedarme con el trozo de una sombra entre las manos, que se removía agitándose
como el cuerpo de una gallina sin cabeza.
Escuchaba los disparos a pocos metros de
distancia de mí, incluso aquel rugido infernal surgió de lo más profundo de la
garganta de alguien ahuyentando unas palomas.
Otro golpe más y acabé de bruces contra
el suelo. Un peso enorme me aplastaba, eran una docena de esas masas sombrías. Giré
sobre mí misma, hasta que me las pude quitar de encima a carpetazos. A toda
prisa corrí sin dudarlo ni un sólo segundo hacia el callejón, donde mi madre se
había internado. Estaba oscuro y normalmente la oscuridad para mí no es un
problema, pero cuando te enfrentas a algo desconocido, quieres verle la cara
antes de pasar a mejor vida.
Colisioné con un cubo de basura, me di
contra otro y pisé algo que chilló. La mejor idea que tuve fue buscar un
mechero, pero yo no fumo, así que saqué mi teléfono móvil del bolsillo del
pantalón y alumbré. No estaba preparada para ver lo que presencié. Aquel ser
estaba a un metro por encima de mi cabeza, volando literalmente, sin agarrarse
a nada. Aferraba a mi madre por las axilas y el cuello. Miré hacia arriba y
ahogué un jadeo. ¿Cómo era posible que una persona normal, pudiera correr por
las paredes, esconderse como un camaleón entre las sombras y levitar como un
fantasma? Las leyendas durante años habían hablado de ellos. Diablos de la
muerte. No eran nada, ni pertenecían a nadie. Se alimentaban de los vivos, como
nocivos parásitos al llegar la luna.
Mi madre luchaba por soltarse, de
espaldas al maldito que la sujetaba con ansia. Ella me miró, yo la miré e
intenté agarrarla de los pies. Pero fue inútil, me sentía idiota porque a la
hora de la verdad, no estaba actuando como creía que podría hacerlo. Las masas
negras volvieron a golpearme. Caí al suelo de espaldas, soltando el aire de mis
pulmones. Rodé al percibir en mi radar un aviso de que iba a ser golpeada desde
la derecha. Me ladeé, usé la carpeta como arma y di un golpe seco de lado a
lado a la sombra que salpicó en centenares de trozos y reptaron por el suelo
para volver a formar una sola forma.
–Tu hija no sabe nada de nuestro mundo,
¿verdad Melisa? –él abrió sus fauces, era como una cobra desencajando la
mandíbula para tragarse la presa entera.
¿Cómo diablos podía hacer eso? Yo seguía
sin verle bien el rostro. ¡Joder, maldita sea! La rabia me podía. Lo único
perceptible en él, era su traje caro, sus uñas largas y los colmillos. ¡Los
colmillos, claro! Eran crueles, grotescos, temibles. Si realmente un hijo de la
noche era como ese, sus mordiscos de placer tendrían una mierda.
–¡Ray corre, maldita sea… corre hasta
casa! –Melisa gritó desesperada al borde del llanto.
Su inseguridad de ojos tenaces, me dio
inseguridad.
–¿Vas a dejar a tu madre solita? –se
burló él, como si yo fuera una niña pequeña.
–¡Suéltala! Ven a por mí –acabé acojonada
de mis propias palabras–. ¡Me quieres matar a mí, no a ella!
–¡Ray corre a casa, allí estarás a salvo!
¡Hazme caso por una vez en tu vida! –ordenó ahora sí entre angustiosos llantos,
mientras forcejeaba por librarse del abrazo de nuestro agresor.
–¡Mamá no pienso dejarte! ¡No puedo
dejarte!
Él
apretó el cuerpo de ella, con el sonoro chasquido de los huesos al romper. Mi
madre bramó de dolor, me punzaron los tímpanos con el grito ensordecedor, dejándome
doblada. Cerré los ojos con fuerza. ¡No era real, no era real! ¡No era real!
Las masas de sombras seguían tirándose
encima de mí, pero esta vez no me lanzaban al suelo, ahora me retenían
encadenándome. Un líquido caliente bañó mi cabello. Pasó a mi frente, descendió
por mi mejilla y me manchó entera. Llegué a tocarlo con la yema de los dedos y
al alumbrar con el móvil, abriendo los ojos, me estremecí. Quería vomitar.
¡Era sangre!
Me aventuré a alzar la vista, rezando que
la sangre fuese del hombre trajeado y no de mi madre, pero… ¡Ella no estaba y él
tampoco!
Me encontraba sola en el callejón. Mi
madre había desaparecido de mi vista, se desvaneció como una tormenta. Girándome
hacia todas partes los busqué con desespero. La carpeta que agarraba como si
fuese mi bote salvavidas, cayó al suelo. Yo caía después por un violento
empujón de la última sombra a la que llamarían Umbras.
Silencio sepulcral. Apartándome el flequillo
rebelde del rostro, gateé pisando periódicos mojados, cristales de botellas,
envoltorios de comida y me puse en pie, limpiándome las manos en el pantalón.
–¿M-mamá?
No hubo respuesta.
–¡Mamá dime algo! ¿Mamá?
Mis torpes pasos me llevaron a mirarme
frente al escaparate de una tienda, cuando conseguí salir del callejón. Mi
aspecto dejaba mucho que desear. La ropa desgarrada, el tirante del sujetador
roto y la camiseta presentaba agujeros, como mis tejanos. Mi cara pecosa y los
brazos arañados, creo que esas sombras tenían uñas y dientes sin boca ni brazos.
Estaba bañada en sangre, su olor a óxido me ahogaba. No dejaba de temblar y por
más que obligaba a mis piernas parar, estas no lo hacían.
Tomé aire, como si fuese la ultima bocanada de
oxigeno de la noche. La sangre que manchaba mi cabeza, parte de mi mejilla y caía
hasta mis hombros, me daba una imagen de mi futuro. La mujer adulta de mi
interior, volvió a trepar por ese lugar de guerrera y me susurró «ya es tarde, no vales para nada.»
Echándome a llorar, corrí de nuevo al
callejón. Era imposible que todo hubiese terminado de aquella forma. Seguía sin
comprender nada y suplicaba que fuese una pesadilla de la que pudiera
despertarme pronto. ¿Dónde se supone que habían ido? ¿Quizás a la otra calle, tras
la verja metálica? Allí me dirigí. La cabeza volvía a picarme, me ardía el
cuero cabelludo. En el momento en el que me internaba en la oscuridad de la
calle, algo me tiró hacia atrás, sujetándome del cabello. Aquel ser regresó a
por la segunda presa. Tiró posesivamente de mí hasta él y me abrazó, haciéndome
callar contra su corbata de seda negra.
–Por fin te tengo. –Me dijo con un acento
holandés, mezcla del francés del Viejo Mundo, que me hizo cosquillas en los
oídos.
Hasta ahora no me había detenido a
escuchar el timbre de su voz, no pensaba olvidarme de él.
–¡Qué quieres de mí!
–Lo que todos buscan de ti.
–¿Q-qué buscan todos? –me dolía la propia rabia, la inopia–. ¿De qué diablos me
hablas? –le pregunté sin poder alzar la vista.
Su
aroma era enmohecido, ni siquiera olía bien, pero un toque a perfume caro y
menta, me llegaba a la nariz pegada a su torso.
–Lo que todos los lobos buscan del rebaño
del pastor. –Susurró agachando la cabeza.
Me estremecí con furia.
–¡Suéltame maldita sea, suéltame! ¿Dónde
está mi madre? –pregunté empujándole, pero fue inútil, era como intentar hacer
palanca en una prensa que te aplastaba.
Sus largos cabellos de seda lisa, se
mezclaban con el fuego de los míos. Noté sus uñas en mis caderas. Me alzó en
vilo caminando conmigo hacia atrás. Mis pies dejaron de tocar el suelo,
mientras el hombre, si era tal cosa, se fundía conmigo en la oscuridad de la
fachada. Escuché pasar un coche de policía, pero no se detuvo para ayudarme. No
nos veían.
–Olvídate de ella.
Me
estrechó más fuerte. ¡Me iba a partir en dos! Yo le golpeé la cabeza, los
hombros, pero a cada golpe mío el apretaba más sus brazos contra mi delicada
espalda, hasta hacerla crujir. Él era una serpiente constrictora. Solté un
grito pidiéndole que parase, me estaba haciendo daño. La mujer pelirroja de mi
interior sonrió y se cruzó de brazos. ¡No, no pensaba morir a manos de algo como
eso! Quería seguir viva. Pero tenía que ser conciente de mis limitaciones. Las
venas de mis hombros se iban aglomerando de sangre. Lo vi, era terrible, no las
quería ver estallar, pero ya había comenzado. La nariz me sangró por la
hemorragia interna. ¿Cómo iba a librarme yo, una chica normal de morir? Muchos
morían a diario. ¿Yo era diferente? En cierta forma sí… En cierta forma no.
–¡P-para, por favor! –grité hasta el
extremo de casi perder el conocimiento.
–No
voy a parar dulce Dähma, es vital
aniquilarte.
–¡Ayuda! –necesitaba ayuda, pero nadie me
escuchaba.
Le di una patada en la entrepierna para alejarlo
de mí, pero no funcionó.
Toda yo se agarrotaba, era calor, era
sudor, era dolor. Dolor en estado puro. Si hablaba, si a eso se le podía llamar
hablar, era balbuceando con sangre en la boca, que no dejaba de escupir en
grandes cantidades. Quería llorar, pero no podía hacerlo. El olor a sangre… La
comida estaba lista y aquello despertó a la bestia que me abrazaba.
Él desencajó la mandíbula, mis alarmas se
pusieron en alerta y le pegué un cabezazo, pero me dolió más a mí que a él. Quedé
mareada, se me fue la cabeza hacia atrás y él aprovechó para con su mano
ladearme el cuello y morderme. No sé cómo explicar aquello. Mi piel se
desgarraba sensible a su encuentro. Penetrada por un sentimiento de culpa y
vacío. Despojada de alma, de corazón, de lo que yo era. Mientras él llegaba a
romper la barrera del músculo y agujereaba mi arteria, que se escondía por
escapar del diablo. Él succionó y jadeé sin fuerza. Le arañe el rostro, ese
rostro que no se dejaba ver del todo. bebía de mí. Era…él era…
Mis
pies volvieron a tocar la acera de la calle, cuando dejó de beberme. Ese
espécimen o monstruo, lo que fuese para la vida humana, me lanzó contra una
pared riéndose de mí. Reboté, caí al suelo de lado y me volteé a duras penas con
la llamada de socorro animal, que todos llevamos en el interior. Sobrevivir, avanzar, no dejarse vencer. No
dejarse ganar.
No había forma de taponar el enorme corte
del cuello, que me estaba dejando cada vez más incapacitada. Los pasos de él,
eran los golpes de la segadera de la parca. Se acercaba, yo reptaba alejándome
de él, buscando mi salvación. Con encontrar luz, coches y gente, lloraría
complacida. Me ayudarían y encarcelarían entre rejas al tipo del traje.
Se detuvo ante mí. Mis manos estaban
anegadas de sangre, como el suelo y la ropa. Él mismo, presentaba manchas en su
boca y barbilla. Se dejó ver, como antes, ofuscado en la comodidad que ofrecía
la penumbra y la tenue luz de la última farola que seguía intacta.
–Me
da pena acabar contigo, eres demasiado joven
–me dijo, pero yo ni le escuché–. Es una pena que tus padres no hayan
cumplido su promesa de mantenerte con vida hasta tu despertar. –Su voz tenía
doble contraste, ¿me hablaban dos personas? ¿Había alguien más y no alcanzaba a
verla?
En
los últimos surcos de vida que le quedaban al cascaron desinflado de mi alma,
cerraba y abría los ojos peleando por no perder el sentido. Me iba desplomando
por la pared, dejándome caer sentada entre los escombros. Tan ida, tan alejada
de lo que todos buscan en el mundo. Ya no era Rayana Field, no era una
adolescente de quince años. Ya no era la persona que conocía, o conocieron. ¿Qué
quedaba de mí?
Yo era el envoltorio de una hamburguesa
mal masticada. Eso era lo que él observaba desde su destacada posición elevada.
Era la comida de un hombre desterrado, maldecido y encadenado a la eternidad
como suplicio por sus pecados.
–S-socorro… –mis últimas palabras no
tenían sonido.
Él se acuclilló ante mí, mientras se
alisaba los pliegues de su pantalón, dejándose apreciar a la luz de la farola.
Pero me cubrió los ojos con la blanquecina mano y me dejó ciega a toda esperanza
de saber cómo era. Olfateé su pestilencia a pocos centímetros de mis labios.
Era su aliento de muerto, no respiraba. Y, ¿ese corazón que se iba apagando
lentamente? Creo que era el mío. Apreciaba como bombeaba dentro de mi cerebro. Me
dolía…
–Podría convertirte, aquí y ahora,
muchacha. Serias mi hija, mi chiquilla. Pero sólo crearía una maquina de matar
contra los de mi raza, por culpa de tus genes. Me desprecio por lo que te he
hecho, pero espero que no me guardes rencor, Dähma. Es lo correcto y si por un causal algún día regresas a la
vida, te invito a que vengas a por mí.
–V-vete a la mi… mierda. –murmuré con un hilillo de voz.
–¿Todavía tienes fuerzas para hablar? Interesante.
–Me expuso acariciando mi brazo con su largo dedo.
Curiosamente si todavía no me había ido
al otro barrio, era por ese huequecito de guerrera que había descubierto junto con
San James en los juzgados. La mujer pelirroja volvió a surgir de la ponzoña que
me ahogaba lentamente. Ahí estaba su imagen, ella, apoyada tan ricamente en una
moto Yamaha tan turbia como el pozo más profundo. Ataviada con una camiseta
negra en la que ponía un bonito Fuck You
en gris. Llevaba un tatuaje de un dragón chino en el brazo derecho, iba desde
su hombro hasta el codo. Manos enguantadas con mitones de cuero. Cinturón de
balas plateado, pantalones tejanos, botas de punta redonda y sin tacón ancho, que
asomaban entre el charco bermellón a sus pies. ¿Qué era ese charco?
Mi yo adulta era preciosa, nunca había
mirado a una mujer como me miraba a mí misma unos años más adelante. Me sonrió y
se sacó de la boca un chicle que tiró por encima de su hombro
despreocupadamente. ¿Era una visión antes de morirme? El callejón desapareció y
me vi al lado de ella, en una realidad personal, profunda. En el interior de mi
mente.
–Menuda
mierda de noche ¿no? –me dijo al tiempo que bostezaba.
–¿Cómo?
¿Vienes a reírte de mí? –le pregunté yo, estaba sentada a su lado en la
moto, nos miramos fijamente.
–No
lo creo, pero ha sido tu despertar más pésimo, recuerdo otros mejores.
Se
llevó un dedo a los labios y se los acarició con lentitud. Parecía estar
pensativa, mientras yo había quedado en un segundo plano, con mi agresor, pues
mi cerebro estaba jugando a delirar la realidad.
–¿Somos
la misma persona?
Se echó a reír, asintiendo con la cabeza.
–Yo
solo soy la alarma de Cainner que todos los Nobilium llevan dentro, no todo el mundo ésta preparado
para ver vampiros y menos listos para enfrentarse a ellos y las otras
criaturas.
–¿Me
dices que tú eres como un programa de ordenador que te avisa cuando entra un
virus?
Se
ladeó sobre sus talones, dejó de apoyar su trasero perfecto y redondeado,
apretado con la tela de sus pantalones en su flamante moto y caminó por un
prado de abolengo y frustración. Sería lo que ahora me estaba pasando. Todo
tétrico, descompuesto de futuro. Aunque lejano, oía hablar al monstruo que
había atacado a mi madre y me estaba matando a mí en el callejón. No era consciente
de su presencia pues estaba escondida en lo más recóndito de ese parque
personal, en donde somos únicos y nos podemos permitir cierta intimidad. La
mente. Ella y yo estábamos dentro de mi mente.
–Podría
decir que soy un antivirus, pero no puedo evitar que te contagies. O podría
decir que soy parte de una locura, de tu antigua vida… o una anomalía del
subconsciente que has creado tu misma. Eso ya es cosa tuya, de si tienes
cualidades como los demás para superar adversidades sobre el futuro que te
espera, o mereces morir por inútil.
–¿Hasta
ahora me has visto como una inútil? No sé qué está ocurriendo.
Ambas nos miramos atentamente,
estudiándonos.
–Te
he visto como tal, ya que acabas de despertar al mundo de los Cainners y no has prestado atención a tus alarmas.
–¿Qué
es un Cainner? –tanta cosa extraña no entraba ni a patadas en mi cerebro.
–Oh,
bueno, yo y tú llamamos Cainner a los Nobiliums, chiquitina. Al linaje de los Caballeros de la
Luz. –Se humedeció los labios.
–¿Linaje
Nobilium?
–Todo a su tiempo, chiquitina. No te diré
más de lo que necesitas saber.
Se alejó de mí. La seguí tres pasos por
detrás de ella. Parecía que me llevaba a ver algo, mientras avanzábamos por el
prado de la villa del caos. Árboles que de ramas tenían bustos de personas,
miembros amputados por el suelo, barrizales de sangre, bilis y flujos, dientes
y cráneos de todas las clases y tamaños. Ray adulta se detuvo en una planicie y
yo miré hacia atrás. La moto parecía cobrar forma de un lagarto enorme,
sostenido a dos patas, con larga cabeza de caimán, dientes afilados y armadura
romana que cubría su torso. La extensa cola cubierta de afiladas formaciones
óseas, oscilaba de lado a lado. Suerte que estaba flipando en mi mundo de patas
arriba y nada de lo que me rodeaba era real.
–¿Por
qué todo es tan asqueroso aquí dentro? –la agarré del cinturón.
–Es
sólo un nivel de muchos que tenemos en la mente. Este nivel refleja tu dolor en
el lado real. Refleja el camino a la muerte… Mírale. –Señaló el horizonte.
Yo fijé la vista y observé la imagen borrosa
de la calle donde estaba tumbada, sobre un rojizo charco de sangre resbaladiza.
El hombre seguía acuclillado delante de mí, tapándome los ojos con la mano.
Pero el desgraciado estaba de espaldas y seguía igual de ciega ante su rostro.
Deseé correr hacia allí, pegarle una patada en la espalda, para que se girase y
me mirase sin ocultar su identidad.
Él me hablaba, explicando cosas sin
sentido y se jactaba recreado en mi congoja. Mirándome a mí misma desde un
plano paralelo, vi que estaba acabada. Pobre muchacha que acababa de salir de
sus clases de francés. Jamás volvería a jugar esos partidos de baloncesto con
Jessy, en el polideportivo al salir del instituto. Ni podría discutir sobre
quién era el amo del mando, con Alex. Tampoco volvería a entrar en la iglesia
para escuchar los salmos de mi hermano Jeremy, que era sacerdote. Ni ver a papá
llegar en esos días que no esperas verle y que aparece con regalos para expiar
sus largas ausencias. ¿Y mamá? Ya no podría discutir con ella ni pintarnos las
uñas la una a la otra.
Adiós besos, abrazos, familia, cariño.
¿Había algo más después de la muerte?
Hasta ahora no me había parado a pensar que no creo en Dios. No creo. ¿Eso era
bueno, era malo?
No creo en Dios.
–Ese
hombre, ¿quién es?
–Un
vampiro. –Me
respondió sin mirarme.
–Ya
claro. No es eso lo que quería
preguntar.
–Si
te digo quién es, jamás conseguirás ser fuerte. Pero es un vampiro, eso seguro.
–¿Y
es un vampiro de verdad? –me parecía increíble que realmente existieran.
Rayana adulta se ladeó, metió las manos
en los bolsillos y se encogió de hombros.
–¿Te vas a quedar aquí o saldrás a tu realidad
para intentar sobrevivir un día más? Yo ya te he avisado, ahora te toca a ti,
eres La Basileia, échale huevos. –Me golpeó
amistosamente la espalda y yo comencé a resoplar con amargura.
Mirándolo fríamente, no se estaba mal
dentro de mi mente. No existía el calor, ni frío ni dolor, ni las penas. Pero
no podía quedarme, sabía que era de cobardes dejarme matar sin pelear.
Cerré los ojos y al abrirlos volví a
estar frente a mi agresor. O eso creo
que era, mi agresor. La oscuridad ya no cubría mi visión, su mano suave con
toques callosos, se apartaron de mi cara y me cogió en brazos. ¿Cuántas horas
estuve en mi mente? Veía los primeros rayos del sol aparecer entre los
edificios. Supuse entre la semiinconsciencia, que había pasado toda la
madrugada tumbada en la calle, luchando por sobrevivir, con el cuello abierto.
Ahora amanecía.
–Aguanta, Brighid.
–Esa voz era distinta pero parecida al hombre que nos había atacado a mamá y a
mí. No obstante, me relajaba.
–Ahora mismo te pondrás bien, abre la
boca.
Me obligó a abrirla, apretando mi
mandíbula con la mano. Algo se escurrió por mi garganta, era líquido, asqueroso
y oxidado. Quise vomitar. Aparté lo que creía que era su carne abierta, ¿me
estaba dando de beber sangre? ¿Pero a que loco se le ocurriría tal cosa? Igualmente
no la pude rechazar, era un juguete sin alma, sin corazón ni capacidad para
resistirme. Escuché a otra persona hablar.
–Señor Marné, suba al coche está
amaneciendo. –Avisó con preocupación ese hombre.
–Unos minutos Robert –acento francés–, no
puedo dejarla aquí, para que muera, Dave no me lo perdonaría y yo no soy capaz
de olvidarla.
¿Robert? ¿Marné? ¿Dave? ¿Ese hombre
conocía a mi padre? El dolor que recorría mis huesos rotos y músculos desgarrados
era insoportable. El hombre que me daba de beber de su sangre, me abrazó como
si fuese su valioso tesoro. Me metió en un coche. Recuerdo aquello porque me
golpeé la cabeza con la carrocería. Si antes ya estaba ida, el golpe me dejó
totalmente fuera de juego.
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