lunes, 31 de marzo de 2014

Las Crónicas de Ray Field -Capítulo 1 (Promo)


Las Crónicas de Ray Field -Confusión -published 2012 Editorial Anubis +18

Capítulo 1




<<Amenázame con la eternidad, para asustarme>> R.F


     


Querido diario.


Nueve años atrás. 2003, Inglaterra.


    

       –El tiempo se detiene, se aleja y se transforma en muerte.
      Yo veía en aquel pringoso charco de sangre de la acera de la calle, la persona en la que me iba a convertir si salía con vida el día de mañana.
      Fuerzas análogas a mí, se escapaban como palomas asustadas por un globo que explotaba cerca de ellas. Se despedían con un triste adiós, tan lejano como firme, en un desvío de suspiros y jadeos por continuar con vida. No sé cuantas veces grité el nombre de mi madre o de si ella podía escucharme, sabía que no. Ese monstruo la había matado de forma atroz… o eso pensaba yo.
      Tenía miedo. Temblaba enfriada. Las garras del infierno se apoderaban de mi cuerpo de quince años y era incapaz de poder fijar la vista en un único punto para decir que todo saldría bien, que nada de aquello podía ser real y que estaba soñando tumbada en mi cama. Ojalá hubiese sido una pesadilla.
      Mirar atrás era mi peor martirio, os lo aseguro. No podía hacer nada decente con tremendos recuerdos tras mis pasos, cosas que ahora desconocéis pero que no remediaré en contaros. Si hubiese podido tener el poder de retornar todo a su lugar y tener una felicidad basada por lo menos en la mentira, ya hubiera dado mi cuello para volver atrás en el tiempo y recorrer las calles que me dejaron sin alma y sin familia.
      Lo siento, creo que no sé escribir diarios. Tampoco me he presentado, ¿cierto? Volveré a seguir con lo que estaba contando.
      Me estaba muriendo. ¿Cómo había terminado así? Ahora os lo narraré todo. Pero, ¿volvería algún día a estar preparada para leer mi propio diario, Confusión, Extinción, Vollmond…? Aunque, ¿quién podría pararse a leer un diario personal tan lleno de mentiras, chantajes, humillaciones y dolor? Mi padre seguro que no, él piensa que soy tan descontrolada y descuidada, que tengo por derecho una marca sobre la frente que me cataloga como una persona incorregible y soez.
      Todo empezó una noche, prefiero no mencionar el día, ni la hora ni el mes. Caminaba por la calle feliz de haber sacado buenas notas, que para mí al menos lo eran. Tenía una idea para celebrarlo y era ir a buscar a mí a su trabajo, ella era era fiscal de menores, siempre trabajaba en su despacho hasta bien entrada la madrugada y regresaba a casa tarde. Yo aquella noche no podía esperarla despierta hasta las doce o las dos y al salir de mis clases de francés, me dirigí directamente a las oficinas del juzgado tomando el autobús.
      Tenía quince años, una vida satisfactoria con lujos de unos progenitores de clase media alta, era afortunada.
      No tardé más de media hora en llegar. Mis pasos se detuvieron en la puerta giratoria del juzgado. Mirando el gran reloj sobre la entrada, suspiré y pensé en tomarme unos segundos para recuperar el aliento. Apoyándome contra la pared, divisé las casas y edificios que tenía la bonita ciudad que tampoco pienso mencionar, no por ahora. Para mí fue la entrada al velo oscuro de mis penas, pero después de ese círculo tiznado, continuaban más caminos tormentosos en mi futuro, llevados por la extinción de lo inmensurable y los actos más escalofriantes y despiadados…
      Una voz tranquila y ronca me llamó la atención. Conocía perfectamente esa entonación de pronunciación galesa, hasta de la colonia barata pero dulce y aromática de Sant James, el guardia jurado más guapo de toda la ciudad. Él me miraba con sus ojos brillantes de un azul claro como el cielo despejado, en un día de verano caluroso en el sur de Inglaterra. Afirman que soy atractiva y sensual incluso en mi adolescencia y hasta ahora no había buscado realzar aquello que llaman belleza. No negaré sus alusiones por decirme tales cosas, ¿a quién no le gusta ser piropeada de vez en cuando? Soy ciertamente narcisista en el sentido involuntario, me gusta mirarme en los espejos, portales con cristaleras, ventanillas de los coches y escaparates de comercios. Pero no veo tanta belleza en mi persona. Si bien yo pensaba en eso, Jericho Sant James pensaba en lo contrario. Tan vivaracho se acercó a mí apoyando su morena mano tostada al sol en mi hombro desnudo, metió uno de sus dedos por debajo del tirante de mi camiseta negra, con el distintivo de un grupo de Thrash Metal llamado Slayer.
      –¿Cuánto tiempo verdad, preciosa?
      Susurró cerca de mi oído. Su uniforme gris dejaba mucho que desear, le quedaba mal, muy apretado y torcí la mueca creyendo adivinar lo que buscaría con tanto toqueteo ese maldito guarro.  
      –No tanto Jericho, la semana pasada estuve por aquí.
      –Pero yo libraba aquella semana y no pude ver a la pelirroja más bonita de la ciudad de…
      Posé mi dedo en sus labios calientes, para hacerle callar. Él se los humedeció, tocándome con la punta de su lengua la uña esmaltada de azul oscuro. Era un encantador polla tiesa, como yo los llamo. Podía apostar que cuando iba a una playa presumía de músculos y daba paseos a lo largo de la cala, esquivando niños que jugaban en la orilla, para buscar con su radar de chico malo a muchachas tumbadas en la arena, poniéndose crema. Seguramente se acercaría a ellas para insinuarles que él podía hacer aquel maravilloso trabajo y luego podrían conocerse mejor, tomando el sol y bebiendo unas cervezas. Notoriamente después de una sonrisa de dientes perfectos y rectos, de un movimiento de melena dorada de lado a lado añadiría «en mi casa.»
      –Dime Jericho, ¿no tienes nada mejor que hacer esta noche? –le pregunté deduciendo por su corbata de nudo flojo, que su turno terminaba en unos minutos.
      El brillo plateado de mi collar egipcio, desapareció con los faros de un BMW negro que circuló calle abajo.
      –Tenía planeado ir a la discoteca, pero ahora que te he visto, prefiero quedarme contigo un rato más y saber qué tal te ha ido el día.
      Esa mano juguetona descendió por mi cuello y acarició los huesos de mi clavícula. Me aparté hacia la puerta y empujé su brazo hacia otro lado para poder irme sin que me molestase más. Mis hormonas no estaban tan revolucionadas como para dejarme engalanar por un cualquiera de colonia de mercadillo.
      –Ray, ¿no piensas quedarte y comer unas pipas conmigo? –girándose sobre sus talones me siguió.
      –No me gustan las pipas. –Bien cierto que era.
      –Bueno, lo que tú quieras. Tu madre aún está en su despacho ocupada, podemos ir a esos bancos de allí –señaló la entrada del garaje, al lado había un pequeño parque con columpios, asientos y una fuente en medio de la plazoleta empedrada–, y te invito a lo que gustes, saco los refrescos de la máquina en cuanto me quite el uniforme. ¿Quieres?
      Me lo pensé. Rápido y simplemente denegué con la cabeza su oferta, pero Sant James me tomó de la mano y me acercó a él de un fuerte tirón. Si nacía más bruto… ¿Acaso se pensaba que yo era un juguete? O, ¿era como las chicas con las que se enrollaba por las noches cuando iba de fiesta? Yo no era ni una cosa ni la otra y pronto de una patada se lo hice saber. Él se quejó, yo sonreí victoriosa y eché a correr entre carcajadas hacia la puerta, donde por suerte pude entrar y quedar a salvo en el hall de recepción.
      En su puesto de trabajo estaba como cada noche la señora Smith, una mujer callada, sosa y seria. Ataviada con su típico y aburrido traje gris de cuello alto, falda de tubo y con zapatos negros de tacón fino. Sobre la nariz le reposaba unas feas gafas de pasta blanca con las patillas negras, un cordel plateado salía de cada extremo perdiéndose por su fino cuello. Se gastaba seguramente todo su sueldo en caras cremas contra el envejecimiento.
      Saludé y anduve por el pasillo dirección al ascensor, pero la recepcionista parecía enfrascada en su ordenador, seguramente en páginas de parejas y citas de una noche, observé el suelo para leer el lema tallado. Había un bonito dibujo de una balanza dorada, rodeada de una tira de pergamino en la que ponía:

~~South England, Law & Order~~


      –¡Ray, espera!
      Miré por encima de mi hombro. Sant James corría hacia a mí con una lata de Coca-Cola en la mano.
      –¿Qué quieres? –dije con un deje agotado–. ¿Comer ésas pipas en el asiento trasero de tu destartalada furgoneta?
      –Si que eres tonta niña, yo no quiero más que un rápido toqueteo entre ambos, sé que lo deseas. Aún así, puedo esperar hasta que estés lista. ¿Acaso tienes miedo de quedarte embarazada por un beso? Vamos, eres una adolescente con dos buenas peritas. Estás muy buena y a mí me gustas. Hay que disfrutar de la vida. –Se echó a reír de forma cáustica, a mí me dieron ganas de pegarle un puñetazo.
      –Tengo miedo a que me contagies tu gilipollez. –Le espeté cansada, pero sin ocultar una divertida sonrisilla ávida.
      Cada noche que lo veía era el mismo cantar. ¡No me gustaba, me daba asco! Pero él, erre que erre.  
      –Pórtate bien James, quizás mañana llegue el día que tanto ansias, las  pipas y yo.  –Y un cuerno, pensé.
      Parecía que le agradó mi invitación. Los músculos de su cuello se relajaron suavemente y su mirada celeste descendió hasta mi canalillo. Nunca he sido una chica con mucho pecho, pero lo que tengo es justo y suficiente. Como decía, Sant James se relamió los labios como el típico pervertido obsesivo por catar jovencitas y el calor de sus muslos, creo que él se imaginaba como me descotaba y lamía mis pezones endurecidos por su lascivia inmoral que me pasaba inadvertida, tanto como una mancha de rotulador en la espalda. Por el contrario, yo pensaba en la pizza barbacoa que me iba a zampar, si mi madre aceptaba ir a cenar al restaurante italiano de la esquina a dos calles de casa.
      Sant James volvió a asirme del brazo izquierdo, a colocarme entre la pared y su cuerpo con ese aroma a colonia barata que me hizo inspirar, pero esta vez molesta. Sabía de sobra que le molestaba mi actitud pasota.
      Las luces del pasillo donde se encontraba el ascensor, comenzaron a titubear, apagándose y encendiéndose. Miré hacia arriba extrañada por los cortes de luz. En aquel momento como si me insinuase a ello, James agachó la cabeza y me besó la oreja, mordisqueándola de forma sensual y excitante, pero algo lo apartó de mí con un fuerte tirón hacia atrás.
      Fugazmente creí ver a un ser que estaba y no estaba. Un monstruo dotado de crueldad. De avaricia y destrucción en descomposición. Capaz de hacer llorar al más valiente de los héroes. De crear desvanecimientos a su paso y deseos enfermizos de mentes solitarias con la necrofilia.
      Un terrible dolor de cabeza que jamás había tenido, comenzó a punzarme dolorosamente las sienes, hasta el extremo de dejarme doblada por el dolor. Me picaba todo. Una sensación que noté en mis entrañas me hizo temblar ante una extraña realidad y despertó en mi interior un ente dormido. La mujer que trepaba por el muro de la contención juvenil, me miró desde ese sitio desconocido de poca inocencia –que más adelante comprenderíais– y que yo no sabía que existía hasta ahora, ella susurró «no te dejes atrapar. Ya viene y no te dejará vivir.»
      ¿Qué se suponía que estaba por llegar? ¿Quién era esa mujer pelirroja? ¿Era yo de más mayor? ¿Acaso era una visión? Todo lo que os puedo decir, es que cuando las luces palpitaron de aquella forma, tuve miedo. El temor que recorría por mi epidermis era de algo que cambiaría mi destino.
      Ellos conmigo, yo con Ellos. La soledad y el cambio, mis propios actos, venganzas y traiciones que no harían de mí… la persona que soñaba con ser.
      –¡Maldita sea Ray, sí que tienes fuerza! Podías haberme dicho que parase y no haberme empujado de esa forma. –James me golpeó el hombro con un fuerte manotazo, parecía enfadado por mi rechazo.
      –¿Pero qué dices, fantasma? Yo no te he empujado. –Y era verdad.
      Me froté las manos en las perneras del pantalón. Miré el reloj, eran las ocho y media, como muy tarde quería estar en casa a las diez para ver mi serie favorita, arropada bajo la manta junto a mi madre y mi hermano Alexander.  
      –Vamos Ray, me has empujado y hubiera jurado que te gustaba que te mordisquease la oreja –juraba en falso–. No puedes ser tan cerrada.
      –Discrepo, James. ¿Me llamas estrecha? –Le pregunté.
      –Sí, lo eres un poquito. Admítelo, te gusta calentarme y luego huir corriendo a los brazos de tu mamá. –Sonrió desabrochándose del todo la corbata negra del uniforme.
      –De eso nada, Jericho. Yo nunca te he ido calentando. Eres tú el que siempre va palote, buscando algo que realmente no vas a conseguir conmigo, para tu desgracia tengo sentido común. –Miré a mí alrededor algo asustada por la esencia que presentía mi nuevo y desconocido despertar.  
      Aquella extraña energía seguía rondando muy cerca de nosotros. El pasillo del fondo estaba totalmente a oscuras y sobre nuestras cabezas la leve luz del fluorescente, apenas alumbraba más que lo justo. La señora Smith ni se había percatado del problema, seguía enfrascada en su ordenador, buscando novio por Internet.
      –¿Palote…?
      –Uf, cállate James. –Lo dejé con la boca abierta, mientras me apartaba.
      Mi yo interior volvía a removerse frustrada por mi incompetencia personal, por no notar que ese ser ya estaba cerca, demasiado cerca para darme cuenta. Usaba el truco de la oscuridad, fundiéndose con las sombras, no dejándose ver. Seguí mirando el pasillo que estaba a oscuras y ahogué una exclamación cuando unos ojos verdes electrizantes parecieron brillar momentáneamente hasta volver a quedar todo tranquilo.
      –¿Has visto eso, Sant James? –señalé la zona.
      El chico se volteó observando el oscuro pasillo y chasqueó la lengua disgustado.
      –No, no he visto nada. –Miró la hora sacando su teléfono móvil y se apartó de mí.
      –Había alguien en el pasillo, he visto sus ojos. –Volví a señalar.
      –No hay nadie, Ray, déjalo estar. Además, se me ha hecho tarde y me tengo que ir ya. Pero la invitación de quedar mañana sigue en pie, ¿verdad?
      –Ya veré. –Él se inclinó hacia delante y me besó la mejilla cerca de la comisura de la boca. Yo no le di tiempo a más, rodé sobre mis pies y me metí en el ascensor. Canturreaba una canción de Megadeth con distracción mientras subía a la segunda planta. Mi padre solía decirme que no era bueno escuchar ese tipo de música, que sacaba mi agresividad a flote y yo estaba en una edad muy mala. Pero eran todo patrañas, sinceramente. La persona que no entiende realmente de qué trata el género potente, de ritmos crudos que es el Heavy Metal, jamás podrá llegar a saborear la crítica de desambiguación de la que hablan sus letras. Muchas bellas y llenas de razón contra un sistema cruel con su propia población, además, que nadie me vaya a negar que las mejores baladas no son heavys, ya que esa persona estaría mintiendo descaradamente.



      Salí del ascensor con aquella inseguridad aplastante. Algo parecía seguirme de cerca por los pasillos y recovecos de la segunda planta, telarañas de ferocidad tejidas de lobreguez. Me picaba la cabeza, eso era lo más extraño, yo reaccionaba a lo que mi instinto percibía. Pero cada vez que me giraba para ver quién era el gracioso que deseaba asustarme, me encontraba sola. Carraspeé la garganta haciéndome oír molesta, pero sin resultado, ya que sólo podría intimidar a la pared y centenares de puertas.
      –Hija, que sorpresa, ¿qué haces aquí?
      Mi madre salió de la sala del conserje cargada de folios empaquetados. Era una mujer preciosa. Pelirroja como yo, pero sus ojos eran marrones, su piel blanquecina y rebosante de pecas. Siempre tan entretenida en su trabajo que apenas dedicaba tiempo a la familia. Pero nadie le echaba en cara ese pequeño descuido. Mi padre también pasaba días sin aparecer por casa y cuando lo hacía llegaba lastimado, lleno de hematomas, ensangrentado o agotado. ¿A qué se dedicaba él? Ciertamente lo desconocía. Tenía vetada la entrada a su despacho. Alarmante era decir, que hasta tenía censores de frío y calor sobre el marco de la puerta. Una sofisticada alarma, siete pestillos interiores y un octavo que me daba la espina, que era un travesaño de acero, que bloqueaba la puerta totalmente de lado a lado. ¿Para que tanta seguridad? Bueno, yo lo descubrí más adelante, pero no os lo voy a contar aún. Estaba hablando de mi iniciación al velo real y de mi madre.
      Mamá se encaminó a mí y me dio dos besos en la frente. Me preguntó por qué había ido a verla, si necesitaba algo o le iba a pedir dinero. Yo denegué con un mohín molesto. Tenía setenta libras repartidas entre el monedero y los bolsillos del pantalón. Soy de esas personas que pagan con un billete y se guarda las monedas donde le pille más cerca. La seguí tranquilamente hasta su despacho, metiendo la mano libre en el bolsillo y dejando el pulgar fuera. La otra mano agarraba la carpeta de estudios de francés, que no tenía forrada con nada. Me gusta tener el material de estudios impecable, sin forrar carpetas ni libretas con nada. Pensar en forrar la carpeta con fotografías de mis cantantes favoritos me daba grima. Todas las chicas de mi instituto llevaban a sus famosos en sus carpetas, sinceramente me parecía ridículo.
      Choqué con la esbelta espalda de mi madre, tan de cerca pude ver el bordado de flores apenas visible de su chaleco rojo. La chaqueta era suave, parecía terciopelo. Su aroma era fresco, rosa salvaje y lima. Apostaría mi mano a que ella había estado masticando un chicle, pero claro, apostaría si no la conociera lo suficiente para saber que a Melisa Field, el mascar chicle le resultaba grotesco. No veía nada bueno en ir masticando a lo tonto por la calle, abriendo y cerrando la boca, con ese ruido chasqueante y haciendo pompas. Era una mujer comedida, extraña, ni siquiera me dejaba ver películas de vampiros, decía que la realidad superaba a la ficción, pero Alexander mi hermano mayor, a escondidas me las dejaba ver. Parecía que mis padres ocultaban algo y muy peligroso y que tenían miedo a que yo me obsesionase como muchas chicas y chicos con esos seres que para nada podían ser tan insustanciales y «humanos» como en las películas y libros de hoy en día.
      En la puerta del despacho de mi madre, se hallaba su placa brillante recién lavada con limpia cristales y un paño.

~~Servicios legales y jurídicos de familia. Melisa Field~~


      Ella abrió la puerta y yo pasé a su lado, colándome rápidamente para dejar la carpeta y la lata de Coca-Cola encima de su impoluta mesa, con papeleo bien amontonado y ordenado según el caso.
      –¿Tu hermano sabe que estás aquí?
      Me preguntó, pero yo tenía algo más urgente que hacer, ¡me meaba! La miré, sonreí y señalé el cuarto de baño con un espontáneo movimiento de cabeza seguido de un «uy, uf, uy». Rápidamente me metí dentro, cerré la puerta con pestillo y me bajé los pantalones y el tanga. Una vez sentada, observé la ventana. Fuera en la calle apenas corría una brisa de aire y ya eran las nueve. Aún así, la cortina morada oscilaba tranquilamente, hinchándose como el velamen de un navío.
      Mientras agarraba con la mano derecha el rollo de papel, algo me llamó la atención. Una sombra pasó por delante de la ventana, aquellos ojos verdes iridiscentes, de nuevo brillaron fugazmente hasta desaparecer en el olvido. ¡Que diablos había sido eso! Pegué un brinco con el corazón acelerado. Algo dentro de mi ser hacía encender una alarma de peligro. Pero yo no pensaba hacerle mucho caso. Entre el instituto, las horas en la academia de francés, mis pequeñas sesiones de baloncesto con mi mejor amiga en el polideportivo, puede que estuviera agotada del largo día y viera cosas que no eran reales.
      No podía apartar la mirada de la ventana, la cortina se había quedado prácticamente inmóvil después de la aparición. Me levanté poco a poco, cerré la tapa del inodoro y tiré de la cadena tras subirme el tanga y el pantalón tejano. Caminé dando un paso al frente para enjabonarme las manos y mi principal pensamiento fue saber qué había ahí fuera. Por lo que aparté la cortina a un lado mirando hacia abajo. Tal y como me asomé, chillé con un deforme grito articulado atascado en la garganta, moviendo los brazos sobre mi cabeza para espantar aquella cosa que me atacaba.
      Se me abalanzó contra la cara, con un graznido que me hizo contener el aliento asustada. El corazón a mil por hora casi me sale disparado por la boca al abrir los ojos y reconocer al maldito cuervo que parecía más asustado que yo y que voló hasta detenerse en la rama de un árbol cercano. El pájaro me había picoteado el párpado y me escocía.
      Intenté calmarme, miré hacia abajo frotándome el ojo con un dedo y maldije. Dos pisos de altura era una distancia considerable para que alguien sin escalera pudiera subir y pasearse por la pared. Apoyé las manos en el borde del alfeizar y me asomé un poco más.
      El cuervo me miraba, descansando en una rama.     
      –Maldito pájaro…
     Quedé pasmada mirando la parada donde se juntaban tres o cuadros taxis, que estaba cerca de la puerta principal de los juzgados. Vi a Sant James salir acompañado con la recepcionista, la señora Smith. ¿Coqueteaban? Eso me parecía, sus gestos, sus caricias me dieron la razón y me alegré de que hubiese encontrado a alguien más adecuada para él.
      Pero no era eso lo que me estaba acalorando por segundos. Era otra cosa. La simple imagen de un hombre ataviado con un traje de chaqueta y corbata me fascinó. No entiendo de trajes, pero por suponer, diría que era de Emporio Armani. Él tenía el cabello largo, rizado y oscuro que caía como una cascada de oro negro por su ancha espalda y contrastaba alarmantemente con la blancura de su nívea piel. Su rostro era únicamente perfecto. Rayaba el refinamiento de un serafín sin sexo. Era y no era al mismo tiempo. Estaba y no estaba. Él no nació para darle vida al mundo, el mundo nació para esclavizarse a sus pies. Un icono de lo inesperado, pecado de lo impropio y consorte de la inmortalidad.
      Entrecerré los ojos para enfocarle mejor, pero con la luz de las farolas y desde mi posición, apenas pude apreciar sus ojos. ¿De que color serían? El hombre al que voy a llamar Chevalier, se ladeó sobre sus talones. Me entró una desordenada corriente vibratoria por el vientre y mi sexo palpitaba vivo, como si realmente hubiese conocido a ese hombre en otros tiempos, tanto que tuve miedo y sentí una gran pena corroer mis recuerdos abandonados. Mis manos comenzaban a sudar y mi cuerpo se quería entregar a él hasta el agotamiento, pero supe que eso ya no era posible. Si bien, mi virginidad podría haber sido de él en otras circunstancias, pensé.
      De nuevo la luz roja de advertencia se disparó por mis sentidos. Mi espalda crujió, la carne se desgarró abriéndome en canal, metafóricamente hablando. Me dolían los ojos, me cosquilleaba la garganta, la yugular se convulsionaba excitada por ser agujereada y el muslo le siguió. Me picaba la cabeza y Chevalier me miraba fijamente apoyado en un BMW de cristales tintados, como yo le estaba mirando a él. Había cierta pasión en sus ojos entrecerrados, con aquella media sonrisa formándose en sus labios, cruel y desinhibida.
      –Que guapo eres. –Susurré a conciencia, sabiendo que no me escucharía, pero para mí horror, su voz traspasó los muros de mi mente «Lo sé, tú también eres bella. Una dulce amapola que puede darme lo que busco.»
      ¿Qué? Esa noche las locuras iban a peor. Chevalier dio un paso hacia atrás, abrió la puerta de su increíble coche y se detuvo un segundo, me sonrió alzando la mano enguantada de blanco, cerrando y abriendo la mano a modo de despedida. ¿Llevaba guantes en verano?
      –¿Hija, estás bien? –mi madre golpeó la puerta dos veces con los nudillos.
      Adiós al príncipe de larga cabellera azabache, eché un último vistazo y vi que ya arrancaba y se iba calle abajo.
      –Sí, estoy bien mamá. –Caminé hasta la puerta, corrí el pestillo y salí al despacho.
      Ella estaba de pie, sonriente con el bolso colgado del hombro.
      –Creo que te debo una invitación a una pizza de esas tuyas, ¿verdad, cariño?
      –Sí mamá. Venía a proponerte ir a cenar, para que te relajases un poco, trabajas demasiado y pasamos muy poco tiempo juntas. –Le comenté abrazándome a ella, oliendo su dulce aroma.
      Todas las madres tienen ese olor fresco que las identifica. En cambio mi padre huele a puros, whisky Irlandés y a After Shave.
      –¡Uy, que cariñosa estás! Normalmente nunca me abrazas, eres una tía dura. –Se burló echándose a reír. Sus hombros temblaban por la carcajada y yo me uní a ella.
      –Nunca está de más dar un abrazo cuando apetece.
      –Eso es verdad, Rayana –me rodeó con sus brazos y apretó más, de una forma casi nostálgica como si echase en falta momentos de estos en su ocupada vida–. Siempre hay que hacer las cosas cuando más apetecen y ahora me apetece comerte a besos, mi niña.
      Agachó la cabeza y con sus manos me agarró los mofletes para besarme una y otra vez las mejillas, mientras yo sonreía feliz. No podía dejar de reírme con ella. No todas las noches eran divertidas e intuía que algo estaba por pasar.
      Me aparté de ella pero sin dejar de abrazarla. Rodeando mí brazo por su delicada cintura de avispa, apretada por la chaqueta del traje rojo. Ella pasó su brazo por encima de mi hombro y salimos del despacho. Mamá cerró con llave y apagó las luces del pasillo. Antes de dirigirnos al ascensor, encaminó el rumbo a otro cuarto, golpeó la puerta con los nudillos y abrió.
      –Hasta mañana viejo Doggs. –La escuché despedirse de alguien.
      –Hasta mañana, jovencita Mel, cuídate y pasa buena noche. –Dijo aquel tal Doggs, con voz temblorosa.
      Había más gente como ella dejando el trabajo para la noche. Decididas a malgastar su vida en rellenar informes y documentos. Yo soy de las que piensan que hay tiempo para todo. Disfrutar, trabajar y vivir. Se puede tener todo, pero sé que no siempre esa meta está cerca.
      Unos minutos más tarde, ya estábamos saliendo de los juzgados. Caminábamos juntas, una pegada a la otra por la calle principal antes de meternos por callejuelas y parques para atajar camino. Vivíamos en un barrio residencial de clase media alta y estaba a una hora a pie desde los juzgados.
      –¿Traes las notas, Rayana?
      –Llámame Ray. –Me quejé.
      –Perdone la señorita, ¿has traído las notas del instituto para que las vea?
      –No te preocupes, son buenas.
      Alarma conectada. ¡Peligro, peligro gritaba mi mente! No sabía qué diablos me estaba pasando, era un radar andante notando algo que se acercaba a nosotras y se iba en cuanto me daba la vuelta. Comenzó a dolerme la cabeza, escuchaba a mi madre hablar sin parar de sus buenos años en la universidad de Oxfor. No le prestaba atención, pero de vez en cuando asentía para que ella sonriera y siguiera con lo de que yo podría aplicarme más y ser mejor chica. Que tenía que dejar mis grupos de Metal, mis ropas rebeldes, mis muñequeras de pinchos y vestir como una niña multicolor. Para gustos colores, supongo.
      –Mamá, que sí, que eras la caña, pero yo no soy igual.
      –Tendrías que serlo, todos en la familia tenemos talentos. –Me susurró, yo me lo tomé a malas.
      –Pues ten otro hijo y le infundes esos talentos, mamá. Hasta ahora no me he metido en muchos líos, no podrás quejarte de mí.
      –Estás un poco respondona.
      –Lo justo, mamá.
      –¿Las notas son buenas o son como las del trimestre pasado? –arqueó una ceja bien depilada pelirroja y yo me eché a reír.
      –Después de quedarme un par de meses castigada sin poder asistir a un concierto molón, he aprendido a sacar buenas notas, créeme –le dije con cierta ironía, con la sonrisa torcida. No resistí el volver a abrazarme a ella, buscando su calor y sus caricias–. ¿Sabes? Echo de menos a papá, me gustaría poder verlo más.
      El dolor de no tenerle siempre cuando lo necesitaba, era algo que no se podía explicar con palabras. Se había perdido funciones de teatro, partidos de baloncesto, mis clases de natación, las excursiones con padres e hijos.
      –¿En qué trabaja papá? –me aventuré a preguntarle.
      Siempre me saltaba con evasivas cuando le preguntaba. Ahora ya estaba harta, quería saber que era. ¿Un agente secreto de esos de la CIA?
      –Tu padre…
      –…mi padre… –la alenté a hablar más rápido.
      Odio que la gente vaya tan lenta a la hora de explicar las cosas que más nos urgen.
      –Tu padre es un hombre muy ocupado, cielo. –No me dio una respuesta clara, no había nada.
      Apreté el puño contra mi costado y pasé de decirle nada más.
      –¿Te enfadas, cariño?
      –¿Tengo que estarlo? Si no quieres decirme en que trabaja no pasa nada, ya me enteraré.
      Ella se cruzó de brazos y cerró los ojos mientras seguíamos caminando. Hacía un buen rato que no veía pasar coches por la carretera, ni gente por la acera. Reinaba el silencio.
      –Sabes que yo te lo diría, pero no vas a comprenderlo.
      –Tampoco me das confianza para comprenderlo. –Le comenté, mirándola con furia.
      –No me mires así, parece que hoy estás quisquillosa, Rayana.
      –No estoy quisquillosa, estoy cansada y… ¿Es espía?
      –¿Espía tu padre? No, cielo, no es espía.
      –¿Detective?
      –Tampoco.
      –Hay muchos oficios en el mundo mamá, no me hagas decírtelos todos. –Me crucé me brazos. El borde de la carpeta negra me golpeó la barbilla y mis dientes rechinaron.
      –Podrías decírmelo en francés, así sabré si cunden esas clases. Son caras. –Me señaló con el dedo y detuvo su elegante andar, agarrándome del brazo con amor.
      Silencio. Durante unos segundos, ninguna de las dos osó decir nada. Nos miramos como jamás nos habíamos mirado. Parecía que ella se iba a echar a llorar. ¿Por qué? Me daba inseguridad si ella se contagiaba de ese malestar humano. El vientre se me contraía cada vez que repasaba mi cuerpo y mi rostro. Hasta que al final habló:
      –Estás hecha una mujer. No me había dado cuenta hasta ahora de cómo has crecido y cambiado en dos años. –La voz se le quebró y a mí el alma.
      –Sí, mamá, la gente cambia.
      –Me da miedo que crezcas tan rápido, yo no estoy preparada, mi amor. No quiero perderte. –Alargó su mano y acarició mi mejilla, con la yema aterciopelada de sus dedos. Sus palabras me dieron miedo, ¿perderme?
      –¿Y por qué me vas a perder?
      Me ignoró, se dio media vuelta buscando pañuelos de papel en su bolso gris de Prada y se limpió las lágrimas, que caprichosas comenzaban a correr su rimel.
      –¿Mamá estás bien? –la agarré del hombro obligándola a que me mirase, pero ella simplemente negó con la cabeza.
      Sacó un espejito de su neceser rosa y se repasó el rimel con mucha tranquilidad.
      –No pasa nada. Dime, ¿tus clases de francés van bien?
      Ahí volvía una evasiva. Me daría cuenta con el tiempo, que el mundo donde vivimos es un trozo de pastel, lleno de trocitos de evasivas.
       Suspiré.
      –Ajá, bastante bien. No estáis derrochando el dinero, tranquila.
      Otra vez esa extraña alarma interior me hizo estremecerme de dolor, me palpitaban las sienes. Me giré para observar con asombro la calle, estaba desierta, no había nadie. Las farolas de nuestro lado de la vía se iban apagando una a una, desde el parque hasta donde nos encontrábamos. ¿Un corte de electricidad?
      –Mamá…
      Ella se giró y apoyó su mano en mi hombro.
      –¿Qué pasa?
      –Eso pregunto yo, mamá. Mira las luces de las farolas. –Le señale todo el perímetro.
      –¿Se apagan? –susurró ella, mirando frenética a lado y lado.
      Un escalofrío me golpeó la nuca y bajó hasta mis nalgas. Otro me erizó el vello del brazo y otro más me hizo doblarme hacia delante. No podía explicar cómo me encontraba, pero estaba mal. ¿Había enfermado sin ton ni son?
      Me sacudía por dentro una maldad terrible, algo que había estado caminando junto al ser humano desde tiempos muy remotos. La lata de refresco se me cayó al suelo y me agaché a por ella.
      Sólo quedaban dos farolas alumbrándonos y una de ellas dijo adiós cuando estalló repentinamente sobre nuestras cabezas. Mi madre gritó y yo me cubrí cuando nos cayó encima la cortante lluvia de gruesos cristales.
      –¿¡Mamá, que pasa!? –chillé.
      –No lo sé cariño. Ven, dame la mano y salgamos de aquí.
      Tiró de mí con frenesí y casi me desmoroné contra el suelo al tropezar con algo o alguien, que nos impidió el paso.
      Un martillo estaba abofeteándome el cerebro, haciéndolo puré. Los ojos los notaba arder. Cuando alcé la vista al frente, un hombre estaba de pie a escasos palmos de nosotras. Ataviado con un traje negro de brillos azulados, entre la penumbra y la luz. Era un ser que irradiaba belleza pero a su vez putrefacción. No conseguía ver su rostro, pero sus ojos verdes brillaban inhumanamente con un fulgor de pupila pequeña, minúscula y entrometida que se cerraba y abría. Escuché a mi madre jadear aterrada, yo no sabía a que venía aquel grito, pero él sonrió o eso pareció.



      El desconocido dio un paso atrás, las sombras fueron su escondite. Desapareció de mi vista, pero mi radar me decía que estaba ahí. De nuevo la visión de la mujer pelirroja que era yo de más mayor, me señalaba como inútil y me decía «ya ha venido y no has hecho nada por impedirlo.» ¿Pero qué tenía que impedirle a ese tipo? Ahora lo sabía. Sabía que tuve que haber actuado según lo que dictaba mi instinto de supervivencia.
      Mi madre no se alejaba de mi lado. Me rodeaba el brazo, con el suyo. Noté sus uñas clavándose en mi piel y contuve el aliento.
      –Ray…
      –¿Sí, mamá?
      –Cuando te diga corre, no mires atrás pase lo que pase. –Su tono marcaba cierto grado de preocupación.
      –¿Quién es él? –le pregunté.
      –Un vestigio de una maldición. –Susurró el desconocido, al responder con depravación.
      –¡Ray no preguntes, vete a casa! ¡Llama a tu padre!
      Me empujó, pero yo me negué a moverme. No pensaba dejar sola a mi madre, si tan peligrosa era la situación.
      Ese ser se movió hacia la luz, pero su rostro era una máscara de tenebrosidad permanente. Sabía como dejarse ver sin que yo le viera a él. Salvo por sus ojos, ese brillo que había visto en el pasillo del juzgado y atravesando la ventana del cuarto de baño… era él seguro.
      –Dime, ¿a qué has venido? –le preguntó mi madre, colocándose delante de mí.
      El hombre se acicaló el extenso cabello oscuro usando sus largos dedos a modo de púas de peine. ¿Dónde había visto yo esa melena negra? Seguramente me equivocaría al pensar que era el Chevalier del BMW. Inmediatamente él se frotó las manos, no llevaba guantes y sus uñas eran tan largas como las zarpas de un tigre.
      –He venido a por ella –me señaló a mí–. Dave no hará nada por impedir su muerte y ya que estamos la tuya, por meterte en mí camino. –Le escuché decir.
      –La chiquilla no ha despertado, no es un peligro para nadie. No hagas caso a la profecía. Sabemos que está cercana a cumplirse, pero no creo en ella y tú tampoco deberías de creerla. ¡Juro que como la toques te mato, aunque sea lo último que haga! –amenazó mi madre, transformándose en una mujer que yo desconocía.
      Ese hombre negó con un calculado movimiento de cabeza. Pude atisbar con gran esfuerzo algo en su rostro. Sus labios eran rojos como la sangre, delineados y sensuales. De dientes extraños, de caninos largos, afilados, no hacían ademán de esconderse cuando sonrió. Su barbilla era cuadrada, blanquecina, con vello facial de dos días. Volvió a ocultarse en las sombras cuando reparó en que yo le estaba mirando con empeño curioso.
      Me giré sobre mis pasos para ver las farolas detrás de mí. Todas menos una estaban apagadas. Otras habían estallado como la de antes. Los cristales se dispersaban entre la acera y la carretera. La calle pernoctaba desierta. Era la soledad de la muerte.  
      –Pero despertará –seguían hablando–. Ha llegado su hora y la tuya, ya que lucharás para defenderla, ¿no? El príncipe de la Tercera Sede, la quiere para despertar a Mijael… Incluso Bjardelm Sigmund y Ebani Yonce de los renegados Terraes de Ram la buscan. No permitiré que la tengan y Dave sufrirá por vuestra muerte, aprenderá a no jugar con el destino nunca más.
      No sé de qué estaba hablando. Pero era un demente. Me volteé sobre mis talones al escuchar la palabra muerte dirigida como puñales a mi persona. ¡Diablos, era un loco! Mi cabeza pensaba en mi madre y ella ya se había lanzado a por el tipo. Del bolso sacó una estaca. ¿Un estaca? ¿Qué pensaba hacer con eso? También sacó una pistola.
      –¡Atrévete a matarnos! –le apuntó sin temblar.
      Ella me empujó lejos del callejón y me echó una mirada de soslayo. Me ordenaba correr, alejarme de ellos, pero yo no quise.
      Sin previo aviso disparó al pecho del hombre. Boté contra la pared, por el estruendo. Me asusté al no esperarme aquello de mi madre. Él cayó contra la otra pared totalmente sobrecogido. Por un segundo parecía muerto, pero al siguiente, su mano se movió hacia la herida de bala, acariciándose la mancha de sangre sobre la chaqueta y la camisa. Se carcajeó ronco, mientras hundía un dedo en el agujero y sacaba la chapa abollada.
      –¡Melisa, no seas ingrata! Sabes que ella debe morir. –Él corrió hacia un lado cuando mi madre siguió disparado, indicándole con ello que no conseguiría su objetivo. Así también lo alejaba de nosotras.
      No estaba muy segura de lo que vi. Pero él se movía demasiado rápido, tanto que mis ojos seguían un borrón negro que giraba por todas direcciones, y alrededor de mamá. Ella daba traspiés manteniendo el equilibrio, cuando el monstruo la empujaba. Finalmente, él se detuvo y se apoyó en el container de la basura, cuando mi madre se quedó sin munición.
      –Vete por favor… déjanos tranquilas. –Le suplicó ella.
      –Armas del diablo. –Bufó molesto, mirándose la chaqueta agujereada.
      Se lanzó a por ella con un gruñido jactancioso. Golpeó el aire con su puño cerrado cuando mamá se agachó prevenida, evadiéndole y giró de cuclillas sobre el suelo empedrado para encajarle la estaca a la altura del corazón. La tela de la chaqueta de él se rasgó cuando la punta afilada se coló entre los botones. Al retirar el golpe fallido, dos de ellos saltaron de los ojales, rodando entre los escombros.
      Con poco margen de tiempo para recargar el arma, ella lo alejó de nosotras a base de golpes de jab, con la estaca. Pero él sabía donde quería llevarnos y cada vez estábamos más lejos de la calle principal, callejón adentro. En cuanto el chasquito de la pistola la avisó de que estaba lista para arremeter de nuevo, mi madre me empujó hacia unas escaleras de la salida trasera de un cine cerrado.
      –¡Mamá!
      Grité asustada al verla salir despedida por los aires, hacia unas bolsas de basura de un sólo manotazo. Quedó allí, entre quejidos. Pero tan pronto como él, ese diablo de la oscuridad siguió acercándose a mí, mi madre retomó las fuerzas y empezó a disparar de nuevo. Las balas penetraban en el cuerpo de él y luego caían de sus al suelo, sobre hojas de periódicos viejos.
      ¿Qué era ese tipo?
      Me agarré a una esquina sobresaliente de las escaleras y contuve el aliento, mi mente despertaba lenta a lo que se avecinaba, pero no era capaz de asimilarlo. Sabía que tenía que ayudarla, pero estaba aterrorizada. Esos ojos verdes brillaban en la penumbra y me miraban directamente a mí. Mamá era sólo un obstáculo.
      ¡Vamos! Tenía que hacer algo, no pensaba dejarla sola en aquella situación. Busqué por el suelo cualquier cosa con la que poder hacerle frente, el palo de una fregona brilló bajo el foco de la farola que nos seguía alumbrando. Me agaché para cogerlo y empleé la pared como apoyo, sin descuidar el peligro. Escuchaba la voz de mi madre diciéndome que me marchase. Él la tenía agarrada del pelo y no cesaba en zarandearla, de magullarla de golpearla a rodillazos contra las lumbares, alejándola de la luz, camino a la verja metálica del final del callejón. Allí esperaba algo…
      A pasos ligeros salté por encima de unas cajas húmedas. Me lancé a por el hombre y le rompí el palo en la cabeza. Conseguí que soltase a mi madre por la sorpresa de mi ataque, pero me agarró a mí y me golpeó en el pecho con los dedos tensos, hundiendo sus largas uñas en mi tórax. Caí encima de botellas rotas, escupiendo sangre. Temblando por alguna parálisis que desconocía.
      Esa noche conocí lo que era el dolor.
      –¡Cariño! –Mamá corrió hasta su bolso, quizás para coger el teléfono móvil y llamar a mi padre, pidiéndole ayuda.
      Nuestro agresor camuflado entre las tinieblas despegó del suelo, para soldarse a la pared como si acaeciera de gravedad y trepó usando también las manos. Los escalofríos recorrían mi cuerpo al reconocer que eso estaba pasando de verdad. Su sombra se alargaba desde el suelo, hasta el tercer piso de aquel deteriorado edificio.
      Era tan amenazador… Tan fuera de lo común, un monstruo.
      Unas garras viscosas muy reales surgieron de las alcantarillas. Haciendo saltar por los aires las tapas redondeadas. Cuando me pude enderezar, algo me asió el pie por el tobillo, tirándome de bruces al suelo, me arrastraron a la calle principal y chillé en vano sin poder agarrarme a nada.
      Al darme la vuelta vi que esa masa viscosa era negra, sin ojos, sin boca, sólo materia de vida que me impedía alzarme sobre las piernas. ¡Grité asustada! Otra de esas cosas me golpeó la espalda. El miedo era nuevo, excitante y llamativo. Esas sombras existían, porque las podía tocar, coger, agarrar y tirar de ellas, pero se deshacían en mis manos como tiras de chocolate caliente, deslizándose por mis dedos.
      –¡Maldita sea, qué sois! –casi vomito al quedarme con el trozo de una sombra entre las manos, que se removía agitándose como el cuerpo de una gallina sin cabeza.
      Escuchaba los disparos a pocos metros de distancia de mí, incluso aquel rugido infernal surgió de lo más profundo de la garganta de alguien ahuyentando unas palomas.
      Otro golpe más y acabé de bruces contra el suelo. Un peso enorme me aplastaba, eran una docena de esas masas sombrías. Giré sobre mí misma, hasta que me las pude quitar de encima a carpetazos. A toda prisa corrí sin dudarlo ni un sólo segundo hacia el callejón, donde mi madre se había internado. Estaba oscuro y normalmente la oscuridad para mí no es un problema, pero cuando te enfrentas a algo desconocido, quieres verle la cara antes de pasar a mejor vida.
      Colisioné con un cubo de basura, me di contra otro y pisé algo que chilló. La mejor idea que tuve fue buscar un mechero, pero yo no fumo, así que saqué mi teléfono móvil del bolsillo del pantalón y alumbré. No estaba preparada para ver lo que presencié. Aquel ser estaba a un metro por encima de mi cabeza, volando literalmente, sin agarrarse a nada. Aferraba a mi madre por las axilas y el cuello. Miré hacia arriba y ahogué un jadeo. ¿Cómo era posible que una persona normal, pudiera correr por las paredes, esconderse como un camaleón entre las sombras y levitar como un fantasma? Las leyendas durante años habían hablado de ellos. Diablos de la muerte. No eran nada, ni pertenecían a nadie. Se alimentaban de los vivos, como nocivos parásitos al llegar la luna.
      Mi madre luchaba por soltarse, de espaldas al maldito que la sujetaba con ansia. Ella me miró, yo la miré e intenté agarrarla de los pies. Pero fue inútil, me sentía idiota porque a la hora de la verdad, no estaba actuando como creía que podría hacerlo. Las masas negras volvieron a golpearme. Caí al suelo de espaldas, soltando el aire de mis pulmones. Rodé al percibir en mi radar un aviso de que iba a ser golpeada desde la derecha. Me ladeé, usé la carpeta como arma y di un golpe seco de lado a lado a la sombra que salpicó en centenares de trozos y reptaron por el suelo para volver a formar una sola forma.
      –Tu hija no sabe nada de nuestro mundo, ¿verdad Melisa? –él abrió sus fauces, era como una cobra desencajando la mandíbula para tragarse la presa entera.
      ¿Cómo diablos podía hacer eso? Yo seguía sin verle bien el rostro. ¡Joder, maldita sea! La rabia me podía. Lo único perceptible en él, era su traje caro, sus uñas largas y los colmillos. ¡Los colmillos, claro! Eran crueles, grotescos, temibles. Si realmente un hijo de la noche era como ese, sus mordiscos de placer tendrían una mierda.
      –¡Ray corre, maldita sea… corre hasta casa! –Melisa gritó desesperada al borde del llanto.
      Su inseguridad de ojos tenaces, me dio inseguridad.
      –¿Vas a dejar a tu madre solita? –se burló él, como si yo fuera una niña pequeña.
      –¡Suéltala! Ven a por mí –acabé acojonada de mis propias palabras–. ¡Me quieres matar a mí, no a ella!
      –¡Ray corre a casa, allí estarás a salvo! ¡Hazme caso por una vez en tu vida! –ordenó ahora sí entre angustiosos llantos, mientras forcejeaba por librarse del abrazo de nuestro agresor.
      –¡Mamá no pienso dejarte! ¡No puedo dejarte!
      Él apretó el cuerpo de ella, con el sonoro chasquido de los huesos al romper. Mi madre bramó de dolor, me punzaron los tímpanos con el grito ensordecedor, dejándome doblada. Cerré los ojos con fuerza. ¡No era real, no era real! ¡No era real!
      Las masas de sombras seguían tirándose encima de mí, pero esta vez no me lanzaban al suelo, ahora me retenían encadenándome. Un líquido caliente bañó mi cabello. Pasó a mi frente, descendió por mi mejilla y me manchó entera. Llegué a tocarlo con la yema de los dedos y al alumbrar con el móvil, abriendo los ojos, me estremecí. Quería vomitar.
      ¡Era sangre!
      Me aventuré a alzar la vista, rezando que la sangre fuese del hombre trajeado y no de mi madre, pero… ¡Ella no estaba y él tampoco!
      Me encontraba sola en el callejón. Mi madre había desaparecido de mi vista, se desvaneció como una tormenta. Girándome hacia todas partes los busqué con desespero. La carpeta que agarraba como si fuese mi bote salvavidas, cayó al suelo. Yo caía después por un violento empujón de la última sombra a la que llamarían Umbras.
      Silencio sepulcral. Apartándome el flequillo rebelde del rostro, gateé pisando periódicos mojados, cristales de botellas, envoltorios de comida y me puse en pie, limpiándome las manos en el pantalón.
      –¿M-mamá?
      No hubo respuesta.
      –¡Mamá dime algo! ¿Mamá?
      Mis torpes pasos me llevaron a mirarme frente al escaparate de una tienda, cuando conseguí salir del callejón. Mi aspecto dejaba mucho que desear. La ropa desgarrada, el tirante del sujetador roto y la camiseta presentaba agujeros, como mis tejanos. Mi cara pecosa y los brazos arañados, creo que esas sombras tenían uñas y dientes sin boca ni brazos. Estaba bañada en sangre, su olor a óxido me ahogaba. No dejaba de temblar y por más que obligaba a mis piernas parar, estas no lo hacían.    
       Tomé aire, como si fuese la ultima bocanada de oxigeno de la noche. La sangre que manchaba mi cabeza, parte de mi mejilla y caía hasta mis hombros, me daba una imagen de mi futuro. La mujer adulta de mi interior, volvió a trepar por ese lugar de guerrera y me susurró «ya es tarde, no vales para nada.»
      Echándome a llorar, corrí de nuevo al callejón. Era imposible que todo hubiese terminado de aquella forma. Seguía sin comprender nada y suplicaba que fuese una pesadilla de la que pudiera despertarme pronto. ¿Dónde se supone que habían ido? ¿Quizás a la otra calle, tras la verja metálica? Allí me dirigí. La cabeza volvía a picarme, me ardía el cuero cabelludo. En el momento en el que me internaba en la oscuridad de la calle, algo me tiró hacia atrás, sujetándome del cabello. Aquel ser regresó a por la segunda presa. Tiró posesivamente de mí hasta él y me abrazó, haciéndome callar contra su corbata de seda negra.
      –Por fin te tengo. –Me dijo con un acento holandés, mezcla del francés del Viejo Mundo, que me hizo cosquillas en los oídos.
      Hasta ahora no me había detenido a escuchar el timbre de su voz, no pensaba olvidarme de él.
      –¡Qué quieres de mí!
      –Lo que todos buscan de ti.
      –¿Q-qué buscan todos? –me dolía la  propia rabia, la inopia–. ¿De qué diablos me hablas? –le pregunté sin poder alzar la vista.
      Su aroma era enmohecido, ni siquiera olía bien, pero un toque a perfume caro y menta, me llegaba a la nariz pegada a su torso.
      –Lo que todos los lobos buscan del rebaño del pastor. –Susurró agachando la cabeza.
      Me estremecí con furia.
      –¡Suéltame maldita sea, suéltame! ¿Dónde está mi madre? –pregunté empujándole, pero fue inútil, era como intentar hacer palanca en una prensa que te aplastaba.
      Sus largos cabellos de seda lisa, se mezclaban con el fuego de los míos. Noté sus uñas en mis caderas. Me alzó en vilo caminando conmigo hacia atrás. Mis pies dejaron de tocar el suelo, mientras el hombre, si era tal cosa, se fundía conmigo en la oscuridad de la fachada. Escuché pasar un coche de policía, pero no se detuvo para ayudarme. No nos veían.
      –Olvídate de ella.
      Me estrechó más fuerte. ¡Me iba a partir en dos! Yo le golpeé la cabeza, los hombros, pero a cada golpe mío el apretaba más sus brazos contra mi delicada espalda, hasta hacerla crujir. Él era una serpiente constrictora. Solté un grito pidiéndole que parase, me estaba haciendo daño. La mujer pelirroja de mi interior sonrió y se cruzó de brazos. ¡No, no pensaba morir a manos de algo como eso! Quería seguir viva. Pero tenía que ser conciente de mis limitaciones. Las venas de mis hombros se iban aglomerando de sangre. Lo vi, era terrible, no las quería ver estallar, pero ya había comenzado. La nariz me sangró por la hemorragia interna. ¿Cómo iba a librarme yo, una chica normal de morir? Muchos morían a diario. ¿Yo era diferente? En cierta forma sí… En cierta forma no.
      –¡P-para, por favor! –grité hasta el extremo de casi perder el conocimiento.
      –No voy a parar dulce Dähma, es vital aniquilarte.
      –¡Ayuda! –necesitaba ayuda, pero nadie me escuchaba.
      Le di una patada en la entrepierna para alejarlo de mí, pero no funcionó.
      Toda yo se agarrotaba, era calor, era sudor, era dolor. Dolor en estado puro. Si hablaba, si a eso se le podía llamar hablar, era balbuceando con sangre en la boca, que no dejaba de escupir en grandes cantidades. Quería llorar, pero no podía hacerlo. El olor a sangre… La comida estaba lista y aquello despertó a la bestia que me abrazaba.
      Él desencajó la mandíbula, mis alarmas se pusieron en alerta y le pegué un cabezazo, pero me dolió más a mí que a él. Quedé mareada, se me fue la cabeza hacia atrás y él aprovechó para con su mano ladearme el cuello y morderme. No sé cómo explicar aquello. Mi piel se desgarraba sensible a su encuentro. Penetrada por un sentimiento de culpa y vacío. Despojada de alma, de corazón, de lo que yo era. Mientras él llegaba a romper la barrera del músculo y agujereaba mi arteria, que se escondía por escapar del diablo. Él succionó y jadeé sin fuerza. Le arañe el rostro, ese rostro que no se dejaba ver del todo. bebía de mí. Era…él era…
      Mis pies volvieron a tocar la acera de la calle, cuando dejó de beberme. Ese espécimen o monstruo, lo que fuese para la vida humana, me lanzó contra una pared riéndose de mí. Reboté, caí al suelo de lado y me volteé a duras penas con la llamada de socorro animal, que todos llevamos en el interior. Sobrevivir, avanzar, no dejarse vencer. No dejarse ganar.
      No había forma de taponar el enorme corte del cuello, que me estaba dejando cada vez más incapacitada. Los pasos de él, eran los golpes de la segadera de la parca. Se acercaba, yo reptaba alejándome de él, buscando mi salvación. Con encontrar luz, coches y gente, lloraría complacida. Me ayudarían y encarcelarían entre rejas al tipo del traje.
      Se detuvo ante mí. Mis manos estaban anegadas de sangre, como el suelo y la ropa. Él mismo, presentaba manchas en su boca y barbilla. Se dejó ver, como antes, ofuscado en la comodidad que ofrecía la penumbra y la tenue luz de la última farola que seguía intacta.
      –Me da pena acabar contigo, eres demasiado joven  –me dijo, pero yo ni le escuché–. Es una pena que tus padres no hayan cumplido su promesa de mantenerte con vida hasta tu despertar. –Su voz tenía doble contraste, ¿me hablaban dos personas? ¿Había alguien más y no alcanzaba a verla?
      En los últimos surcos de vida que le quedaban al cascaron desinflado de mi alma, cerraba y abría los ojos peleando por no perder el sentido. Me iba desplomando por la pared, dejándome caer sentada entre los escombros. Tan ida, tan alejada de lo que todos buscan en el mundo. Ya no era Rayana Field, no era una adolescente de quince años. Ya no era la persona que conocía, o conocieron. ¿Qué quedaba de mí?
      Yo era el envoltorio de una hamburguesa mal masticada. Eso era lo que él observaba desde su destacada posición elevada. Era la comida de un hombre desterrado, maldecido y encadenado a la eternidad como suplicio por sus pecados.
      –S-socorro… –mis últimas palabras no tenían sonido.
      Él se acuclilló ante mí, mientras se alisaba los pliegues de su pantalón, dejándose apreciar a la luz de la farola. Pero me cubrió los ojos con la blanquecina mano y me dejó ciega a toda esperanza de saber cómo era. Olfateé su pestilencia a pocos centímetros de mis labios. Era su aliento de muerto, no respiraba. Y, ¿ese corazón que se iba apagando lentamente? Creo que era el mío. Apreciaba como bombeaba dentro de mi cerebro. Me dolía…
      –Podría convertirte, aquí y ahora, muchacha. Serias mi hija, mi chiquilla. Pero sólo crearía una maquina de matar contra los de mi raza, por culpa de tus genes. Me desprecio por lo que te he hecho, pero espero que no me guardes rencor, Dähma. Es lo correcto y si por un causal algún día regresas a la vida, te invito a que vengas a por mí.
      –V-vete a la  mi… mierda. –murmuré con un hilillo de voz.
      –¿Todavía tienes fuerzas para hablar? Interesante. –Me expuso acariciando mi brazo con su largo dedo.



      Curiosamente si todavía no me había ido al otro barrio, era por ese huequecito de guerrera que había descubierto junto con San James en los juzgados. La mujer pelirroja volvió a surgir de la ponzoña que me ahogaba lentamente. Ahí estaba su imagen, ella, apoyada tan ricamente en una moto Yamaha tan turbia como el pozo más profundo. Ataviada con una camiseta negra en la que ponía un bonito Fuck You en gris. Llevaba un tatuaje de un dragón chino en el brazo derecho, iba desde su hombro hasta el codo. Manos enguantadas con mitones de cuero. Cinturón de balas plateado, pantalones tejanos, botas de punta redonda y sin tacón ancho, que asomaban entre el charco bermellón a sus pies. ¿Qué era ese charco?
      Mi yo adulta era preciosa, nunca había mirado a una mujer como me miraba a mí misma unos años más adelante. Me sonrió y se sacó de la boca un chicle que tiró por encima de su hombro despreocupadamente. ¿Era una visión antes de morirme? El callejón desapareció y me vi al lado de ella, en una realidad personal, profunda. En el interior de mi mente.
      Menuda mierda de noche ¿no? –me dijo al tiempo que bostezaba.
      –¿Cómo? ¿Vienes a reírte de mí? –le pregunté yo, estaba sentada a su lado en la moto, nos miramos fijamente.
      No lo creo, pero ha sido tu despertar más pésimo, recuerdo otros mejores.
      Se llevó un dedo a los labios y se los acarició con lentitud. Parecía estar pensativa, mientras yo había quedado en un segundo plano, con mi agresor, pues mi cerebro estaba jugando a delirar la realidad.
      –¿Somos la misma persona?
      Se echó a reír, asintiendo con la cabeza.
      Yo solo soy la alarma de Cainner que todos los Nobilium llevan dentro, no todo el mundo ésta preparado para ver vampiros y menos listos para enfrentarse a ellos y las otras criaturas.
      –¿Me dices que tú eres como un programa de ordenador que te avisa cuando entra un virus?
      Se ladeó sobre sus talones, dejó de apoyar su trasero perfecto y redondeado, apretado con la tela de sus pantalones en su flamante moto y caminó por un prado de abolengo y frustración. Sería lo que ahora me estaba pasando. Todo tétrico, descompuesto de futuro. Aunque lejano, oía hablar al monstruo que había atacado a mi madre y me estaba matando a mí en el callejón. No era consciente de su presencia pues estaba escondida en lo más recóndito de ese parque personal, en donde somos únicos y nos podemos permitir cierta intimidad. La mente. Ella y yo estábamos dentro de mi mente.
      Podría decir que soy un antivirus, pero no puedo evitar que te contagies. O podría decir que soy parte de una locura, de tu antigua vida… o una anomalía del subconsciente que has creado tu misma. Eso ya es cosa tuya, de si tienes cualidades como los demás para superar adversidades sobre el futuro que te espera, o mereces morir por inútil.
      –¿Hasta ahora me has visto como una inútil? No sé qué está ocurriendo.
      Ambas nos miramos atentamente, estudiándonos.
      Te he visto como tal, ya que acabas de despertar al mundo de los Cainners y no has prestado atención a tus alarmas.
      –¿Qué es un Cainner? –tanta cosa extraña no entraba ni a patadas en mi cerebro.
      Oh, bueno, yo y tú llamamos Cainner a los Nobiliums, chiquitina. Al linaje de los Caballeros de la Luz. –Se humedeció los labios.
      –¿Linaje Nobilium?
      –Todo a su tiempo, chiquitina. No te diré más de lo que necesitas saber.
      Se alejó de mí. La seguí tres pasos por detrás de ella. Parecía que me llevaba a ver algo, mientras avanzábamos por el prado de la villa del caos. Árboles que de ramas tenían bustos de personas, miembros amputados por el suelo, barrizales de sangre, bilis y flujos, dientes y cráneos de todas las clases y tamaños. Ray adulta se detuvo en una planicie y yo miré hacia atrás. La moto parecía cobrar forma de un lagarto enorme, sostenido a dos patas, con larga cabeza de caimán, dientes afilados y armadura romana que cubría su torso. La extensa cola cubierta de afiladas formaciones óseas, oscilaba de lado a lado. Suerte que estaba flipando en mi mundo de patas arriba y nada de lo que me rodeaba era real.
      –¿Por qué todo es tan asqueroso aquí dentro? –la agarré del cinturón.
      Es sólo un nivel de muchos que tenemos en la mente. Este nivel refleja tu dolor en el lado real. Refleja el camino a la muerte… Mírale. –Señaló el horizonte.
      Yo fijé la vista y observé la imagen borrosa de la calle donde estaba tumbada, sobre un rojizo charco de sangre resbaladiza. El hombre seguía acuclillado delante de mí, tapándome los ojos con la mano. Pero el desgraciado estaba de espaldas y seguía igual de ciega ante su rostro. Deseé correr hacia allí, pegarle una patada en la espalda, para que se girase y me mirase sin ocultar su identidad.
      Él me hablaba, explicando cosas sin sentido y se jactaba recreado en mi congoja. Mirándome a mí misma desde un plano paralelo, vi que estaba acabada. Pobre muchacha que acababa de salir de sus clases de francés. Jamás volvería a jugar esos partidos de baloncesto con Jessy, en el polideportivo al salir del instituto. Ni podría discutir sobre quién era el amo del mando, con Alex. Tampoco volvería a entrar en la iglesia para escuchar los salmos de mi hermano Jeremy, que era sacerdote. Ni ver a papá llegar en esos días que no esperas verle y que aparece con regalos para expiar sus largas ausencias. ¿Y mamá? Ya no podría discutir con ella ni pintarnos las uñas la una a la otra.
      Adiós besos, abrazos, familia, cariño.
      ¿Había algo más después de la muerte? Hasta ahora no me había parado a pensar que no creo en Dios. No creo. ¿Eso era bueno, era malo?
      No creo en Dios.
      Ese hombre, ¿quién es?
      Un vampiro. –Me respondió sin mirarme.
      Ya claro. No es eso lo que quería preguntar.
      Si te digo quién es, jamás conseguirás ser fuerte. Pero es un vampiro, eso seguro.
      –¿Y es un vampiro de verdad? –me parecía increíble que realmente existieran.
      Rayana adulta se ladeó, metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.
      –¿Te vas a quedar aquí o saldrás a tu realidad para intentar sobrevivir un día más? Yo ya te he avisado, ahora te toca a ti, eres La Basileia, échale huevos. –Me golpeó amistosamente la espalda y yo comencé a resoplar con amargura.
      Mirándolo fríamente, no se estaba mal dentro de mi mente. No existía el calor, ni frío ni dolor, ni las penas. Pero no podía quedarme, sabía que era de cobardes dejarme matar sin pelear.



      Cerré los ojos y al abrirlos volví a estar frente a mi agresor.  O eso creo que era, mi agresor. La oscuridad ya no cubría mi visión, su mano suave con toques callosos, se apartaron de mi cara y me cogió en brazos. ¿Cuántas horas estuve en mi mente? Veía los primeros rayos del sol aparecer entre los edificios. Supuse entre la semiinconsciencia, que había pasado toda la madrugada tumbada en la calle, luchando por sobrevivir, con el cuello abierto.
      Ahora amanecía.
      –Aguanta, Brighid. –Esa voz era distinta pero parecida al hombre que nos había atacado a mamá y a mí. No obstante, me relajaba.
      –Ahora mismo te pondrás bien, abre la boca.
      Me obligó a abrirla, apretando mi mandíbula con la mano. Algo se escurrió por mi garganta, era líquido, asqueroso y oxidado. Quise vomitar. Aparté lo que creía que era su carne abierta, ¿me estaba dando de beber sangre? ¿Pero a que loco se le ocurriría tal cosa? Igualmente no la pude rechazar, era un juguete sin alma, sin corazón ni capacidad para resistirme. Escuché a otra persona hablar.
      –Señor Marné, suba al coche está amaneciendo. –Avisó con preocupación ese hombre.
      –Unos minutos Robert –acento francés–, no puedo dejarla aquí, para que muera, Dave no me lo perdonaría y yo no soy capaz de olvidarla.
      ¿Robert? ¿Marné? ¿Dave? ¿Ese hombre conocía a mi padre? El dolor que recorría mis huesos rotos y músculos desgarrados era insoportable. El hombre que me daba de beber de su sangre, me abrazó como si fuese su valioso tesoro. Me metió en un coche. Recuerdo aquello porque me golpeé la cabeza con la carrocería. Si antes ya estaba ida, el golpe me dejó totalmente fuera de juego. 

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